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domingo, 13 de octubre de 2024

Seis años

Tienes seis años. ¡Seis! Ya no se te puede considerar una toddler, lo mires por donde lo mires. Eres total y definitivamente una niña de brazos y piernas preocupantemente largos. Tienes un treinta de pie porque has heredado las barcas de tu padre, y al mirar tus zapatos ya no tiene uno esa sensación de ternura que da ver diminutos zapatitos infantiles.

Este es el año en que te cortaste el pelo con flequillo porque ya no aguantabas más las trenzas de raíz que aprendí a hacerte en YouTube y que eran la envidia del resto de las madres. Con tu nuevo corte de pelo pareces aún más mayor, y el flequillo destaca tus ojazos curiosos y almendrados. Te miro y me sobrecoge lo bonita que eres, lo especial y expresivo de tu linda carita. No sé cómo te has apañado para combinar dos genéticas físicamente tan mediocres en una mezcla tan encantadora.

Sigues siendo más lista que el hambre. Ya sabes leer casi del todo en inglés y en español, y alucino al ver cómo tu cerebro funciona distinto para interpretar cada idioma: en español silabeas y en inglés te paras para interpretar la palabra entera.

Ya nos podemos ir juntas de viaje. Nos escapamos a Londres en agosto de locura, porque se te ocurrió que querías bañarte en una fuente de la que yo te había hablado, y lo pasamos de miedo. Fue mágico ver cómo te adaptabas a un entorno nuevo: como pasabas del temor frente al metro y a los autobuses de dos plantas a tirar de mi mano señalando la dirección en la que teníamos que ir. Vimos las joyas de la corona, recorrimos el Támesis en barco y le dimos de comer puñados de gusanos a dos armadillos de cuyos nombres (Monty y Pedro) todavía te acuerdas.

Como te tenemos prohibidas las pantallas (y, créeme, algún día nos lo agradecerás) estás enganchadísima a los podcasts. De ahí sacas tu alucinante vocabulario: «look at me towing this suitcase», me dijiste el otro día, arrastrando la maleta a tu espalda. De ahí aprendes también complicadísimas historias que relatas sin pararte a respirar, y tu costumbre de jugar añadiendo acotaciones de diálogo a lo que dicen tus muñecos.

Tus preguntas nos dejan con la boca abierta: «¿Quién fue la primera madre?»,  quisiste saber hace unas semanas, y ahí nos tienes apañándonoslas como podíamos para explicarte la diferencia entre un Neandertal y un Homo sapiens. Empiezas siempre preparándonos con un «Mom, can I ask you something?», y yo te contesto siempre: «You can ask me anything» que espero que no olvides nunca.

Me encanta que nunca aceptes un no por respuesta, aunque a veces me saque de quicio. Me encanta que eres buena, que tienes buen corazón, y que siempre das la gracias por las pequeñas cosas. «Mom, you did great», me has dicho hoy al terminar tu fiesta de cumpleaños. Me encanta que por fin has descubierto lo maravillosas que son las librerías, y que aunque no vamos a muchas porque vivir en el extranjero lo dificulta un poco, la última vez que entramos en una no había manera de sacarte.

Eres la mejor hermana mayor que puede existir. Le tienes una paciencia sobrehumana al bruto de tu hermano, lo saludas con una sonrisa por la mañana y te lo comes a besos cuando te deja. Le hablas en vuestro lenguaje especial, tongues, y a él se le ilumina la cara cuando te ve. Me recuerdas que me calme cuando pierdo los nervios: «Mom, he's just a baby», me dices, y yo respiro hondo y sonrío porque en ese momento es imposible no hacerlo.

El curso pasado, cuando te ibas por la mañana en el ascensor, nos gritábamos a través de la puerta cuánto nos queríamos, intentando cada una superar a la otra: a million, a hundred millions, a hundred thousand dinosaurs, to the moon and back. Imagino que si algún día tienes hijos, comprenderás que ni con todas las palabras me es posible resumir cuánto te quiero. Hasta entonces, espero que baste con transmitirte la suficiente cantidad de amor como para que cuando te diga que te quiero, sigas respondiéndome: «I know, Mom. I know». 

Hace poco empezamos a crear un diccionario de palabras intraducibles inventadas por nosotras, a partir de un libro que te regalé con palabras únicas de muchos idiomas. Una de ellas es olkanulafa: loving someone so much that it hurts a little. Así es exactamente como te quiero yo 

Eres mi cosa favorita, mi niña hermosa hecha de magia de unicornio y polvo de estrellas. 

Que cumplas muchos más.

miércoles, 12 de octubre de 2022

Cuatro años


Hoy cumples cuatro años.

Muchos padres nos habían dicho que a los cuatro ves la luz al final del túnel, y es verdad. Ya juegas sola durante un buen rato, se puede razonar contigo y cuando vamos a un restaurante con zona de juegos, desapareces con tus amigos sin pedirnos que vayamos detrás. 

Cuando me decían que todo esto ocurriría a los cuatro, yo pensaba que quedaba un montón de tiempo. Ahora me parece increíble lo deprisa que ha llegado.

Eres listísima. Hablas inglés y español, entiendes el griego a la perfección y también lo chapurreas. Te sabes decenas de canciones en los tres idiomas de principio a fin. Cuentas hasta treinta en inglés, hasta veinte en español y hasta veintinueve en griego (porque ninguno de los tres recuerda nunca cómo se dice «treinta» y después se nos olvida mirarlo).

Eres cursi como tú sola. Te vistes como si te hubiera vomitado encima un unicornio y solo quieres llevar faldas para poder twirl con ellas. Tienes cuatro «hijas» de peluche: una muñeca llamada Tatiana-Moana, una sirena, una Minnie y, por alguna razón, un pulpo. Las llevas de acá para allá y las pones a dormir en sus camas con un besito de buenas noches. 

Tienes el pelo largo que te crece como una hierba, y entre tu canguro y yo cada día te lo peinamos con un modelé distinto. Tú protestas y yo amenazo con traer las tijeras de cocina, y después cambio de registro y te digo que en serio, que no pasa nada por llevar el pelo corto, pero que si lo quieres largo hay que peinarlo. Te pregunto de nuevo: «¿pelo corto, o largo»? «Largo, mamá», respondes tú, y aguantas estoica mientras te hago trenzas de raíz.

Te encanta comer todo lo que les encanta a los niños de tu edad: el pan, la pasta y los carbohidratos en general pero, por alguna razón, también eres fan del salmón a la plancha. Comes como una lima aunque todavía no te animes a probar muchas cosas. Duermes, en general, como un ceporro, porque Dios sabía que si me mandaba una niña que no durmiera, la cosa acabaría en infanticidio muy pronto.

Solo quieres que te acueste yo, y tu rutina de dormir incluye tres cuentos, un repaso de tu día, una canción, abrazos y masajes en los pies. No sé cómo te has apañado para recibir un masaje de pies diario, pero algo me dice que te va a ir bien en la vida. Cuando llega el momento de dar un abrazo a papá, lo llamas a gritos, te pones de pie en la cama y te preparas como la que se va a tirar a una piscina: después saltas sobre él y te cuelgas de su cuello como un pequeño koala.

Tu cosa favorita del mundo es pasar tiempo con nosotros haciendo lo que sea: jugar, saltar, pintar familias inmensas que incluyen a toda la gente a la que quieres. Por alguna razón, te fascinan las heridas, así que todos tus juegos incluyen que alguien se haga daño o necesite vendas. Te encantan las booboo stories en las que papá y yo te relatamos, con todo lujo de detalles, las heridas de nuestra infancia, precediendo el acontecimiento con: there I was, minding my own business, when... Esta frase la dijo papá un día y desde entonces, no paras de repetirla.

Odias los bichos y, como tu madre, sientes hacia los perros una mezcla de hastío e indiferencia. Te encantan las mariposas y los unicornios, y les has puesto nombre a todos los gatos del barrio: Naná, Nanabumba, Dámbara, Himly, Dimly y Gamka (los gatos del mismo color comparten nombre).

Nos haces mejores personas. Sin ti, seríamos dos seres maniáticos y solitarios que se acercarían a la mediana edad gruñendo por todo; contigo, no nos queda más remedio que ser pacientes y recordar las cosas importantes de la vida. Nadie nos desespera como tú y nadie nos hace reír como tú. Te queremos a reventar, y cuando te lo decimos, tú preguntas, con genuina curiosidad, «¿por qué?». Y cuando te respondemos: «porque eres lista, divertida, cariñosa, guapa... y porque eres nuestra nena», asientes muy seria, como si todo volviera a encajar en tu pequeño mundo.

Ayer estabas medio malita y, aunque tenemos preparada la tarta de Peppa Pig, la piñata y un montón de globos de helio, no sé si podremos celebrar tu fiesta. De momento, tenemos tus regalos en el sofá, esperando a que te despiertes: una casa de Sylvanian Families con su correspondiente familia de conejitos, una cámara de fotos y una muñeca que esperamos que sustituya a Tatiana-Moana, que se cae a pedazos. Espero que te gusten.

Escribo esto mientras te escucho respirar dormida a través de tus mocos y recuerdo cuando eras un bebé y yo vivía con pánico a la muerte súbita, y pensaba «tú sigue respirando, Alana. Sigue respirando, que nosotros nos ocupamos del resto».

Gracias por respirar.

Te quiero.

PD: Este post imita descaradamente el formato de los posts de cumpleaños de Molinos. I REGRET NOTHING.

jueves, 17 de junio de 2021

Nostalgia de sonrisas

 


Ayer me propuse no mencionar en absoluto la Maldita Pandemia en este blog. Es curioso, porque el último intento que hice por recuperar la escritura aquí fue justo antes del Horrible Confinamiento de 2020, y si algo pensé a menudo en esa época fue que debía escribirlo para recordarlo. Ahora, sin embargo, no quiero recordarlo, igual que no quiero ver pelis y series que incluyan la pandemia, ni que suceda en los libros que yo escriba. El primer confinamiento tenía un punto emocionante y dramático. Lo que vino después, la famosa nueva normalidad, ya no es ni emocionante ni dramática, sino claustrofóbica y anodina a la vez.

Sin embargo, me he sentado a escribir y solo me ha venido a la mente que echo de menos las sonrisas. Todas las semanas doy clase de violín con un profesor de aquí, Luis. No tengo claro que sea un gran violinista, pero pilla mi sentido del humor y me toma en serio, y con eso me vale. Ambos llevamos mascarilla todo el rato, pero aun así sé que le hacen gracia mis chistes estúpidos porque los ojos se le llenan de arruguitas cuando los hago.

La semana pasada subía a la escuela de música a mis clases de canto (que ya contaré lo del canto en otro momento; por alguna razón, tengo una fase musical-renacentista que ni yo misma entiendo muy bien) y Luis estaba tomando algo en la cafetería de abajo, sin mascarilla. Era la primera vez que lo veía con la cara descubierta. Me saludó, me sonrió y me pareció un hombre muy guapo. Pero pensándolo bien, no creo que sea especialmente atractivo. Creo que simplemente me había olvidado de lo bonito que es que alguien te sonría.

Aquí me pasa cada dos por tres. De repente veo sin mascarilla por primera vez a gente con la que llevo meses relacionándome, como las profesoras de mi hija, y tengo que reajustarme a esta nueva imagen de su cara. Sus bocas me parecen blancas y desmesuradas. Hay un punto aterrador, como cuando sonríe Miércoles Adams en una de las secuelas de la peli. 

Aun así, voy a intentar no escribir sobre la pandemia porque, de verdad, me aburre y aberra a partes iguales, y porque ya no se puede escribir sobre la pandemia sin politizarse y nunca he querido que este blog sea político. Finjamos que no existe. Finjamos que el mundo entero tiene más de un tema de conversación. Es lo que echo más de menos de la vida pre-COVID: la variedad y privacidad de los problemas de cada país. Yo no sabía qué preocupaba, por ejemplo, a los indios, más allá de lo tópico que uno puede imaginarse por lo que ha oído. Ahora sé qué preocupa a los indios: el COVID. Y a los americanos. Y a los europeos. Y a toda la puñetera población mundial. Es aburrido y no quiero hablar de ello.

Quizá hoy no quería escribir sobre la pandemia. Quizá solo quería contar lo mucho que me gustaría ver sonreír a mi profesor de violín cada vez que doy clase con él. 

miércoles, 16 de junio de 2021

Doña Norma


Una vez por semana viene a limpiar nuestro apartamento Norma, una mujer de Nicaragua sonriente y plácida que tarda tres veranos pero lo deja todo reluciente.

Me gusta Norma porque el primer día que llegó iba a cobrarnos una cifra y luego vio cómo estaba la casa y dijo con su voz tranquila que iba a ser un 30% más porque estaba muy sucio.

Me gusta también que se llama a sí misma «Doña Norma».

—Ayer me avisó un señor de los condominios que estaba de viaje —me cuenta hoy, mientras yo me preparo la comida y ella barre despacio como Beppo el de Momo—. Le cancelaron el vuelo a su esposa y a él. Tiene dos gatitas, así que me llamó. «Doña Norma, ¿podría usted ir a limpiar el condominio y a vigilar que las dos gatitas estén bien?». Me preguntó si me dan miedo los gatos. A mí me gustan los niños y los animales. Así que fui. Estaban las dos gatitas un poco tristes, pero bien. Le mandé un vídeo al señor. «Ay, qué bueno, Doña Norma», me dijo él.

Historias como esta me cuenta muchas. De un cliente suyo que ya no necesitaba que limpiara una casa porque la vendía, pero se la llevó al apartamento siguiente. De que otra mujer que vive en EEUU le deja las llaves porque solo se fía de ella.

Lo que me gusta, me doy cuenta ahora escribiéndolo, es que está orgullosa de sí misma y del papel que ocupa en el mundo. Contrasta con mi neurosis recurrente de no ser lo suficientemente relevante, de no tener impacto y pasar por la vida sin pena ni gloria. Norma sabe que ayer, concretamente, alguien necesitaba que una persona de confianza fuera a ver que sus gatitas estaban bien. Eso era lo más importante. Y esa persona de confianza era ella. Doña Norma.

Ojalá yo tuviera los pies plantados en la tierra con la misma firmeza.

sábado, 24 de agosto de 2019

¿Qué fue de...?

Esta entrada la escribo por si aparece por aquí alguien que leía el blog en sus tiempos antiguos. Te la puedes imaginar como la parte final de una película basada en hechos reales, donde te cuentan qué ha pasado con sus personajes principales.

(Si acabas de llegar, puede ser una forma interesante de bucear por los archivos)

En realidad, este es un ejercicio de arquitectura sentimental y lo hago más por mí misma que por nadie, pero bueno. Igual a alguien le interesa.

J., mi amor trágico, tuvo una hija y vive en Alemania. Nos llevamos muy bien. Estas navidades estuve con él, su mujer y su hija, presentándoles a la mía. No se parece demasiado a esta fantasía, pero creo que es mejor.

MQUEN (Mi Querido Ex Novio) se ha casado este agosto. Nos llevamos aún mejor que con J. Les mando a él y a su mujer fotos de Alana, mi hija, por whatsapp (sí, tengo a la mujer de mi ex en whatsapp. Es que es súper maja). Cuando coincidimos en la misma ciudad, Pablo y yo quedamos con ellospara tomar algo porque nos queremos mucho todos unos a otros.

Reconozco que lo mío con los ex novios es raro.

IA (Interlocutor Adorable), el chico al que conocí en los comentarios del blog y con el que tuve un romance tórrido y breve en 2011, resultó ser un capullo. Como siempre veo lo mejor en la gente, tuve que escribir una novela entera sobre el tema para enterarme de que todo lo bueno me lo había inventado yo.

DDM (Dolor De Mirar) resultó ser otro capullo. Un capullo mentiroso y engreído. Pero guapo a reventar. Tiene un hijo-barrita-a con la griega famosa, creo.

Mi amigo A. el que ya no me habla ha vuelto a hablarme. No somos mejores amigos del alma, pero charlamos de vez en cuando, quedamos cuando coincidimos y nos tenemos cariño.

A mi amiga Mariana pensé que no iba a volver a verla nunca. Luego se apuntó a uno de mis cursos online y retomamos la amistad. Pasé unos días con ella en Ciudad Real, nos hemos visto en Granada, nos quedamos embarazadas casi a la vez y me ha invitado a su boda este septiembre. A veces la vida te da sorpresas bonitas.

El Kpot resultó estar muy, muy loco. Tuvimos una bronca terrible después de irnos a vivir juntos y me amenazó con cosas feas. Acabé bloqueándole en WhatsApp porque trató de reconciliarse años después y yo no tenía ningún interés en reconciliarme con alguien tan psicópata.

Anxo, mi muy querido supervisor y amigo de Cádiz, sigue en Cádiz. A veces le mando libros por su cumpleaños. Este es el último que le envié.

El MIR sigue siendo amor, pero el whatsapp se le da fatal. Tiene dos hijos. Le echo mucho de menos.

Mi amiga Elsa tiene otro hijo. Vamos a matar el planeta entre todos.

La PK vive en China. #Truestory.

Y Pablo... ahí está. Roncando en el piso de arriba mientras nuestra hija duerme en la otra habitación.

No me ha ido mal.



miércoles, 21 de agosto de 2019

So Where Was I?




Mi persona favorita de Internet es Penelope Trunk. Mi segunda persona favorita de Internet es Isra Bravo.

Es mi favorito porque llevo casi una hora leyendo sus entradas de blog, que son también los mails que manda a su lista y que, por lo general, resultan bizarros o desconcertantes, pero que casi siempre son divertidos, macarras y un poco tiernos.

Isra debe de tener mi edad, más o menos, y cuenta cosas de mi generación que me hacen reír y recordar con nostalgia otras épocas en las que la vida me gustaba más. Últimamente la vida no me trata mal, pero ya casi nada me encanta. Ya no logro encontrar en mí las reservas de pasión infinitas que alimentaban antes este blog.

Últimamente, de hecho, estoy sumida en una espiral de nihilismo. Algo así como que todo me la suda y al final todos vamos a morir, así que para qué esforzarse. No es exactamente tristeza, ni depresión. Es más bien como estar ya de vuelta de todo. A veces vivir más o menos bien me parece un esfuerzo inmenso. A veces me gustaría morirme mientras me duermo y terminar de una vez con todo esto.

Vale, lo admito, suena medio depresivo. Pero no es en plan triste-querer-acabar-con-el-sufrimiento. Es más bien en plan pereza-querer-acabar-con-los-detalles-molestos. Porque ya lo he contado alguna vez aquí: que mi amiga Pilar decía que la vida está llena de detalles molestos y es verdad.

Está mi hija, claro. Pero el preoblema es que es tan difícil escribir sobre Alana sin que suene a cliché como lo es vivir la maternidad como si fuera algo único y apasionado y especial, en vez de algo que le sucede a la mayoría de la gente. No sé si me explico.

A ver:

Cuando yo tenía dieciocho, veintidós años, incluso veinticinco y veintiséis, y escribía aquí como si el mundo fuera a acabarse al día siguiente sobre la existencia, el amor, mis paseos por la Caleta en Cádiz, mis noches de pasión en el Micra rojo de mi ex y, en fin, La Vida, con mayúsculas, yo tenía la sensación de que lo que me pasaba era especial. No especial de interesante y digno de ser visto en el show de Truman, pero sí lo bastante mío como para sentirme una persona en tres dimensiones.

Ahora, con la maternidad, y quizá también con todo lo que ha pasado desde entonces, con Internet, y las redes sociales, y la cacofonía de voces, y esta sensación de que ya todo ha sido dicho y visto y hackeado, no me siento persona. Siento que estoy andando por un camino pisado por otro montón de gente y que lo que siento por Alana no es ni más ni menos que lo que se supone que tiene que sentir una madre.

Es probable que el problema sea que no escribo y por eso estoy hoy aquí. Creo que escribir otra vez en este blog, o en otro similar, mejoraría mi vida un 2000%. Creo que quizá podría aprender a sentir algo de pasión por mi día a día otra vez. Lo que pasa es que no sé si voy a ser capaz. Es así de triste. Soy capaz de un montón de cosas (¡ayer hice tres dominadas yo sola! No seguidas. Separadas entre sí por varios minutos. Pero ¡eh! Yo sola. Hacer una dominada estricta siendo mujer te coloca del tirón en el percentil noventa y nueve de fuerza) y no soy capaz de hacer esto, que es lo más importante.

Me gusta Isra, entonces, porque es una persona en tres dimensiones. Es real y auténtico, y estas dos palabras, real y auténtico, también se han convertido en algo muy gastado y que quiere decir que en tu página de "acerca de" cuentas un par de defectillos tuyos (¡soy demasiado perfeccionista! ¡Antes era como tú, pero luego cambié, y si yo puedo, tú también!). Pero Isra es real-real, como un buen personaje de novela, lo que entiendo que es en sí una paradoja.

Voy a intentar escribir aquí. Por mí y por mi hija. Por acordarme de ella y de nosotras durante estos meses y años. Alana ya tiene diez meses, ¿lo podéis creer? Lo escribo y me entran ganas de llorar. Está empezando a caminar apoyándose en el sofá. Va de un lado a otro persiguiendo cosas que le llaman la atención. Sonríe todo el rato. Tiene una carita muy graciosa y yo la veo guapa pero podría entenderlo si alguien me dice que es normal; lo que sí afirmaría sin temor a equivocarme es que sus ojos azules son como mi fuerza en dominadas: percentil noventa y nueve de belleza.

Lo voy a intentar, de verdad.

martes, 3 de enero de 2017

La pareja china (no tengo claro si este título es racista)

Anoche bajé al chino que hay enfrente de mi nueva casa a comprar leche semidesnatada. Dentro hacía un frío que pelaba: los chinos nunca ponen calefacción ni aire acondicionado, y supongo que es parte de lo que tienen de terrible y meritorio. Detrás del mostrador, un chico y una chica veían vídeos en un ordenador, embutidos en sus abrigos y cogidos de la mano.

Busqué la leche desnatada y la llevé al mostrador. "Uno con diez", me dijo la chica, muy sonriente; pagué, me dio el cambio y volvió a sentarse frente a la tele y a cogerse de la mano del chico.

Estaban muy bonitos desde mi posición: tan quietos, casi olvidados del mundo. Y seguro que no son la pareja perfecta. Seguro que se pelean y se ponen celosos y dudan. Pero ayer parecían tenerlo tan claro. Y brillaban con luz propia tras el mostrador de la tienda, tapados hasta las cejas, mientras un cantante gritaba en chino desde la pantalla del portátil.

lunes, 11 de abril de 2016

Werther's Original de avellana y almendra

Estoy sentada en el Pont, que es como le llamamos al bar del camping que abrieron en verano frente a nuestra casa. Tiene mesas de madera y estufa de leña, y me gusta tanto la música que ponen (pop-rock español de los últimos 30 años, AKA la duración de mi vida) que paro cada dos por tres para tararear y me cunde poquísimo. Paula, la dueña, se parte de risa conmigo porque dice que me las sé todas. "En serio - le contesto yo - es que esta podría ser mi lista de reproducción".

El Pont es probablemente lo tercero que más voy a echar de menos de aquí. Un lugar donde trabajar a gusto es un lujo cuando eres freelance. Me gusta venir y sentarme un rato en la barra con Paula o con Jose, su marido. Paula es catalana y Jose es sevillano. Son como un chiste con patas: él se ríe de la sardana y ella me cuenta, preocupada, que este verano va a ir a un festival de cante jondo y no sabe si va a gustarle.

Después vengo a una de las mesas y me pongo a trabajar con mi infusión, o mi colacao, y mordisqueo el caramelo que ponen siempre con las bebidas: los Werther's Original de avellana y almendra. A Pablo le encantan, así que para su cumpleaños le compré a Paula y a Jose la mitad de una de sus bolsas industriales. Esparcí doscientos cincuenta caramelos por toda la casa; cuando los vio, Pablo me dijo: "gracias, ¡me has regalado diabetes!".

¿Qué pasó con los doscientos cincuenta caramelos del cumpleaños de Pablo?

Nos comimos gran parte de ellos. Estaban demasiado accesibles.

También le regalamos un puñado a Ana, la que lleva la tienda del pueblo. Ana es rumana (rum-Ana!) y creo que está tan hasta el gorro del pueblo como yo. Ahora se está sacando el carnet de conducir, y temo que cuando lo consiga huya de aquí sin mirar atrás. Habla una mezcla muy curiosa de catalán y español, y a veces, cuando voy a comprar, me secuestra la compra detrás del mostrador para que me quede hablando un rato con ella.

Otros pocos se los llevó la hermana de Pablo, que vive en Madrid y nos cuida a Kalimera cuando estamos de viaje. Kalimera es la cosa número 1 que me llevo del pueblo, pero no es lo que más voy a echar de menos porque se viene con nosotros. Cuando paso por delante de la tubería donde la encontramos me acuerdo de cómo maullaba, pobrecita, como un pájaro histérico, y no me puedo creer que el culo gordo que tiene ahora le cupiera alguna vez en ese hueco.

Un gran porcentaje de los caramelos se los comieron Vane y Simón. Vane y Simón son lo segundo que más voy a echar de menos, aunque no viven aquí, sino en el pueblo de al lado. Si no fuera por ellos, nos habríamos muerto de pena. Aunque tardamos meses, a nuestro estilo, en quedar con ellos por primera vez, ahora somos asiduos a su casa a medio restaurar y a las cenas de verduras al horno que prepara Vane en honor de Pablo.

La última persona que comió caramelos de cumpleaños fue Oli, el hijo de Simón y Vane. Oli va a ser lo que más voy a echar de menos de aquí. Tiene trece años y es un librepensador. Le gustan los robots, las películas postapocalípticas y, más recientemente, una chica de Barcelona a la que conoció en un campamento. A veces se viene a cenar a casa, hacemos palomitas y las comemos en el sofá mientras vemos una peli en el proyector. Dice siempre lo que piensa, y cuando sonríe entrecerrando los ojos me derrito un poco.

El problema con Oli es que cuando volvamos a Margalef, de aquí a unos meses, o a un año, todo estará más o menos igual. Paula y Jose seguirán con sus bromas bilingües, Ana seguirá mezclando idiomas detrás de la barra y el perro loco de mi vecino seguirá ladrando como un chalado cada vez que nos lo encontramos al salir de casa. Vane seguirá teniendo su humor andaluz y su genio nórdico, y Simón seguirá haciendo juegos de palabras como "si el que cura los huesos es el osteópata, el que cura la psique qué es, ¿el psicópata?".

Pero Oli no. Oli estará más alto, quizá con la voz ronca, o con cuatro pelos tiesos en el bigote. Ya no querrá ver pelis postapocalípticas ni hablar de robots inventados. Y en unos años más se afeitará, y no dirá tres palabras seguidas, y nosotros, Pablo y yo, ya no seremos parte de su vida cotidiana, sino una gente que viene de vez en cuando y le dice "qué grande estás".

Así que quizá Oli no sea lo que más voy a echar de menos del pueblo. Quizá Oli, este Oli, sea lo único que de verdad va a quedarse aquí y a no volver nunca.

lunes, 19 de mayo de 2014

Viento




Es domingo por la noche, y el MIR y yo acabamos de cenar en el comedor del hospital: carne con patatas, pescado a la plancha y puré de verduras. Después de la cena, salimos a que se fume un cigarro y yo le propongo dar una vueltecita al hospital. Es el paseo simbólico que damos a veces en mitad de las guardias, para no salir al día siguiente pensando que te has pasado venticuatro horas encerrado.

El levante lleva días azotando Cádiz. Pablo y yo moqueamos por la alergia, la terraza está llena de arena y el ruido contra las ventanas nos destroza los nervios. Hace un calor impropio de mayo. Mi última semana trabajando se ha arrastrado como un caracol cojo, y el levante, con sus nubes de arena sobre la playa de Cortadura, parece compartir la cualidad de la angustia de estos últimos días: sabes que va a irse y, al mismo tiempo, parece que no va a acabarse nunca.

La guardia ha sido tranquila. Hemos pasado la mañana leyendo en los sofás del estar, y por la tarde han llamado un par de veces de urgencias. Aún nos quedan por ver dos pacientes antes de dormir, y nos llamarán de madrugada para otros dos, pero eso aún no lo sabemos. Ahora mismo, pensamos que casi ha acabado una guardia tranquila y que tenemos todo el tiempo del mundo para dar una vuelta.

Llevamos todo el día (y todo el mes, y todo el año, y prácticamente toda la residencia) hablando de lo mucho que nos apetece terminar. Al MIR, como a mí, no le gustan las cosas mal hechas. Al mismo tiempo, por la conversación se filtra cierto tono inquieto, como si tocáramos dos veces la alegría con las manos temiendo que se deshaga y dé paso al miedo. Como otras veces, caminamos junto al tanatorio, que hoy tiene un coche fúnebre esperando en la puerta. El maletero está abierto y al pasar miramos el interior vacío, que parece forrado de algo metálico. Yo me toco la cabeza con dos dedos: "madera, madera". "¿Para qué?", dice el MIR. "Tienes razón - contesto -. Supongo que todos terminaremos ahí, tarde o temprano". "Yo espero que más temprano que tarde", dice él, y se ríe con esa risa suya, contagiosa y carnavalera, mientras dejamos atrás nuestro tenebroso futuro.

Giramos la siguiente esquina y nos sorprende un viento frío. Yo me abrocho los botones de la bata. "Ha cambiado el viento - dice el MIR -. Ya no es levante. Ahora es sur. Esta semana que entra bajarán las temperaturas". Me pregunto cómo voy a explicárselo a Pablo, que lleva un tiempo quejándose del calor y preguntándome si a la ciudad aún le falta por mostrar algo de invierno. Cómo le cuento que esto es Cádiz, y que aquí las cosas vienen por donde las lleva el viento.

Como siempre, el aire en movimiento me recuerda las cosas que pasan, la nostalgia prematura del verano y la sensación que tuve el primer día que llegué aquí: que no existe un descanso, que no hay un lugar donde quedarse quieto. Desde que llegué supe que este no era mi hogar, porque no existe realmente un hogar en el que permanecer. El MIR y yo hablamos de nuestros planes. Pablo y yo nos vamos de viaje y después nos mudaremos a un pueblecito de Tarragona para escalar (ya os contaré más sobre eso próximamente). Me dice que va a ser genial. Yo también lo pienso, y al mismo tiempo me quejo de cómo la gente se va quedando atrás en cada sitio que dejo. Cada vez más gente y más distancia. Cada vez más contactos en el Facebook que van siendo barridos por el viento del tiempo.

Mientras entramos de nuevo en el hospital, pienso que me gusta la combinación de alegría y nostalgia que siento ahora mismo. Un poco más de una de las dos arruinaría la mezcla. Claro que me da pena dejar el PIR. Es quien he sido los últimos años. Me da pena no ver más a los pacientes y a mis amigos o, al menos, no verles de la misma forma. Al MIR debajo de su baja blanca. A Anxo en su consulta de Vejer, junto al azulejo que dice que "El cliente siempre tiene la razón". Al mismo tiempo, sé que lo que venga después sólo podrá crecer en el espacio que el PIR deja libre; y es esa libertad, ese espacio, el que no tiene más remedio que llenarse de alegría.

Al final es lo que pasa con viento. ¿Cómo vas a pelearte con él? Es lo que hay. Ni toda la pena, ni todo el miedo, ni toda la precaución del mundo lo podrían hacer cambiar de dirección. Dura lo que dura. Viene, se queda un rato y después se va. Y en la Ciudad del Viento, donde he pasado los últimos cuatro años de mi vida, ¿qué mejor cosa te puede pasar el día que terminas el PIR que el fin del levante? ¿Qué puede aliviarte más que las cosquillas del viento sur colándose por tu bata?


¿Qué mejor augurio que un cambio de viento?

lunes, 15 de abril de 2013

Filosofía post-escaladora aplicada a las relaciones humanas, I

Son las once y media de la noche del domingo, y estoy en un tren de cercanías Coslada-Madrid frente a un americano pelirrojo que mide dos metros. El americano en cuestión se llama Patrick y, lo creáis o no, es de Boulder, Colorado. Hemos estado todo el día escalando en San Martín con otro chico, Juan, un canario encantador que no paraba de sacar comida de su mochila y repartirla. Quedamos para hoy a través de Couchsurfing y lo hemos pasado absurdamente bien.

Patrick es muy, muy gracioso. Además, como le explico en mi inglés de serie americana, sus bromas me hacen el doble de gracia, porque entender el humor en otro idioma masajea mi ego. Estamos hablando del sentido de la vida, de Nietzsche y del trabajo de nuestros sueños. Ya lo he vivido otras veces. Vas a trepar con gente más o menos conocida, y a la ida habláis básicamente de escalada estándar: qué vía vas a hacer, cómo es la escuela a la que vas, etc. etc. A la vuelta, sin embargo, el colocón de endorfinas, la oscuridad y el cansancio hacen que la conversación degenere hacia:
1) La escalada, sí, pero en el plano Profundo Existencial, en plan comparar todos los fenómenos de la vida con lo que te pasa en la roca, o decir una y otra vez lo maravilloso que es este deporte y lo que se pierden los que no lo entienden.
2) Intimidades de tu vida amorosa. No me preguntéis por qué.
3) Filosofía extrema o reflexiones sobre la naturaleza humana.

Así que Patrick y yo hablamos de Nietzsche mientras el cercanías rueda despacio. Después, no sé por qué, pasamos al desapego y a mantener el contacto con la gente de tu ciudad cuando te mudas. "A mí me gusta estar realmente aquí", me explica él, y yo asiento con la autoridad que me da pisar mi casa una vez cada seis meses. "Es importante cultivar el desapego". 

Es demasiado pronto para explicarle mi teoría del bosom, pero sí comento algo que leí hace tiempo en el blog de Steve Pavlina y que, aunque ni lo entiendo del todo, me parece una bonita idea. Según él, las personas no son más que una manifestación de determinadas cualidades: la amistad, la entrega, el calor o la comprensión. De esta forma, uno no conoce a personas individuales, finitas, sino a las partes de ese todo que es la condición humana, y que muestran esas cualidades en el contacto contigo. Tal y como yo lo entendí, es como si la amistad, o el amor, o llámalo X, fueran la red eléctrica, y las personas los enchufes: uno no se pone triste cuando tiene que abandonar un enchufe, porque habrá otro más allá.

Le explico a Patrick, haciendo malabarismos con mi inglés agotado, que esa teoría por una parte me disgusta, porque me da la impresión de que le quita importancia a la individualidad de la gente; por otra, sin embargo, creo que mi mente necesita gestionar la idea de que el mundo está lleno de personas maravillosas a las que terminarás por perder.

Él asiente, pasándose reflexivo la mano por la barba pelirroja. "Creo que tienes razón - me dice -. Yo tenía una idea parecida. Leí que las personas a las que conoces son la forma en que se manifiestan las circunstancias en cada momento. Pero no estoy del todo de acuerdo. Porque las personas conforman las circunstancias. Son parte de ella".

Sonrío. Pienso en el día de hoy. En estos dos chavales presentándose en Coslada a un domingo a las diez de la mañana para irse a escalar con una desconocida. En las presentaciones, las bromas hispano-americanas, los juegos de palabras. Probar las vías, aprender la jerga en inglés y animar con un entusiasta "c'mon, bro, you gotta it!". El bizcocho que Juan horneó ayer y que ha repartido alegremente justo antes de que Patrick encadenara un bonito 6c con una placa inverosímil. Los tres caminando a las tantas de vuelta hacia la estación de tren, después de aparcar mi furgo; yo: "I'm sorry I had to leave the car here, guys... I know it's annoying". Patrick: "It's part of the adventure".

Después de eso, no sé lo que contesto. Que estoy de acuerdo, por supuesto, y luego aprovecho el inglés para decirle a Patrick algo como: "you are really funny, I like you". "You're also kind of cool", contesta él. Sin duda. Hay que encontrar la manera de gestionar esto. Esta gente a la que conoces, esta gente que sigue llegando cuando pensabas que no había espacio para lo demás. Parte de lo que me fascina de la escalada es que me sigue pasando. Que no se acabó enseguida y que a mi vida le cabe todavía mucha diversión. Con la gente es igual. Sigue pasando. Y espero que nunca deje de sorprenderme.

jueves, 11 de abril de 2013

Qué hacer con

Cuando estás todos los días viendo desgracias (que se dice pronto, hay que joderse), hay preguntas que te haces a menudo y que tienes que encontrar la manera de responder. A saber: ¿qué hacer con esa constatación del sufrimiento? ¿Qué hacer con la sensación de que tú tienes mucha suerte y otros no tienen tanta? ¿Y con tu miedo? ¿Y con todas las reflexiones trascendentes que te vienen a la cabeza a lo largo del día?

Hoy he visto a un paciente al que le están friendo el cuello con radioterapia. Está muy asustado y ha perdido muchos kilos porque no puede comer. El tema es el miedo. Colocamos la desgracia en los demás: nosotros, ellos. Los pacientes graves y los moribundos se sitúan en otro plano de realidad, y parece que con el diagnóstico tiene que venir de serie la aceptación de su condición, y esa sabiduría de enfermísimo grave que nos vende Hollywood. Y la distancia sólo tiene que ver con que es la única forma de apaciguar nuestra inquietud. Pasarlos a otra categoría de humanos, porque si son de otra categoría, eso quiere decir que a mí no me va a pasar nunca. La realidad es que tienen miedo: un miedo que te cagas. Y que al señor mayor con diez mil enfermedades le importa lo mismo su vida que a ti la tuya. Aun así, tú sabes que tienes una mano de cartas mucho más afortunada en esta partida. Qué vas a hacerle. También tú te morirás un día.

Llevo haciéndome esas preguntas desde que empecé la rotación: desde que conocí a mi primer paciente terminal y salí a la calle pensando cómo podía yo seguir viviendo cuando alguien tan cercano estaba a punto de morirse. Sigo viendo terminales y gente que sufre un montón, y ese constante contraste me agota. Yo en el rocódromo, con el corazón latiéndome a toda velocidad después de una vía difícil de pies marcados, abrazándome las rodillas sobre los colchones sucios. Mis pacientes sin poder hablar bien, comerse un bocadillo, subir escaleras sin asfixiarse, planearse la vida más allá del próximo ciclo de quimio, del próximo TAC. Yo sin poder hablar de esto con nadie. Ellos con sus náuseas, sus pelucas y sus lágrimas. Yo incapaz de escribir ficción. Ellos incapaces de imaginarse el futuro.

Lo siento. Siento no ser alegre. Siento escribir sobre esto, porque sigo con la sensación de que entonces los utilizo. En realidad, ellos no son "oncológicos", ni "terminales", ni "moribundos", ni nada. Son personas. Personas que, en su mayoría, me caen bien. Pasa de darte pena que se estén muriendo porque son humanos y empatizas con ellos, a darte pena la posibilidad de que se vayan porque te gustan y no quieres que la tierra les pierda. Porque te lo pasas bien con ellos, hablando en consulta de las cosas importantes, tratando de echar una mano. Sabiendo que los que se van, lo hacen porque les toca, y que a ti también te va a tocar. A veces es como si estar en uno u otro lado de la mesa fuera cuestión de suerte. O cuestión de tiempo.

Ayer le decía al chico con el que quedé para hablar del PIR que la estabilidad es la mentira más grande del mundo. Estabilidad es cuando todo te va bien, y entonces un día te duele la espalda, te hacen una placa, es una metástasis ósea de un cáncer gástrico y a ti te queda un año. Hoy hablaba con un compañero a la salida del roco. "No sé si ir a escalar el sábado - me decía -. La roca me da mucho miedo". También mi padre me pregunta por el viaje a Boulder y me dice que le da miedo. "A mí también, papi - le contesto -, pero es que la vida da miedo".

Supongo que así me contesto a esas preguntas. Me contesto persiguiendo a los pacientes por el hospital para poder verles un rato antes de que les den la quimio. Me contesto escalando. Me contesto yéndome a Boulder y bromeando con la posibilidad de que me descuartice un chalado en cualquier callejón. Me contesto encogiéndome de hombros y repitiéndome una frase que me gusta: cada uno tiene su propio karma. Eso es así.

El sentido de la vida, como dijo Mark Vonnegut a su padre, es ayudarnos unos a otros a cruzar esta cosa, sea lo que sea. Porque esta cosa es jodida. Y mucho.

miércoles, 10 de abril de 2013

Bosom

Uno de los cambios más curiosos que están ocurriendo últimamente en mi vida es que soy capaz de leer inglés sin (demasiado) esfuerzo. Empecé a comprar libros como una loca cuando me regalaron el Kindle y ahora ahí estoy: pasando anglopáginas con la yema del dedo como si no hubiera un mañana.

Hoy he descubierto una bonita palabra inglesa: bosom. Es el pecho de una mujer, pero en literario es algo así como "el espacio entre el pecho y la ropa, que se utiliza para guardar cosas". Creo que no tiene traducción al castellano. Lo utiliza Natalie Goldberg en "The true secret of writing" (hablando de títulos poco ambiciosos, por cierto) en la expresión "bosom friends". Algo así como amigos muy cercanos.

Cambiemos radicalmente de tercio y movámonos a esta tarde. Son las ocho y estoy sentada en la Libre, mi cafetería favorita de Madriz, hablando con un psicólogo amigo de una amiga que ha venido a preguntarme qué opino del PIR. Estudió la carrera de mayor y no tiene claro si invertir tanto esfuerzo y tiempo, perder su trabajo actual y arriesgarse a encontrarse de aquí a cinco o seis años en la calle y sin nada.

Cambiemos de tercio otra vez. Son las doce de la mañana y estoy sentada delante de M., mi paciente favorita de esta rotación. M. es una persona maravillosa a la que le ha pasado Algo Muy Malo (los lectores de la Guía Práctica Para Evitar al Psicólogo saben de lo que les hablo). Pero es una persona maravillosa. Muy sana, muy sabia, con una gran capacidad para ser feliz. Aprende, reflexiona y tiene un corazón grande. Yo la escuchaba hablar esta mañana y pensaba que tengo que encontrar la forma de agradecerle cómo me está iluminando esta rotación tan oscura.

M. me habla de la disyuntiva entre tener pocos o muchos amigos. Del dolor de mostrar los agujeros del corazón y dejar que los demás te vean a través de ellos. Yo recupero la fábula del huevo, el café y la zanahoria metidos en agua hirviendo. ¿Qué hace el sufrimiento contigo?, le pregunto. ¿Te destruye como a la zanahoria? ¿Te cubre con una coraza de rigidez y dureza, como al huevo? ¿O te permite enriquecer el agua que tienes a tu alrededor, como al café? Como siempre, yo, que tengo tendencia a ser zanahoria, defiendo la capacidad de vincularse. Defiendo la empatía y me acuerdo de un poema que leí hace tiempo en un libro de meditación Vipassana, y que decía algo así como "ojalá mi manta pudiera cubrir el sufrimiento del mundo". M. asiente. Comprende esa sensación.

Volvamos a la cafetería. Le digo al chaval que, aunque para trabajar en la pública haría falta que todos los facultativos presentes murieran de una extraña epidemia y que, aun así, es probable que el ministerio aprovechara para eliminar la psicología clínica de la oferta de servicios, el PIR merece la pena. Le hablo con entusiasmo de lo mucho que me gusta mi trabajo. Le digo que, sobre todo, tiene que pensar en sus pacientes: no en si es la formación que más le conviene a él, o la que le ofrece más posibilidades de mantenerse. Que es su obligación ética pensar en qué es lo mejor que le puede ofrecer a una persona que busca ayuda, y después esforzarse por aprenderlo.

Parezco Juana de Arco.

Después le suelto una de las grandes Frases De Anxo, de estas que él dice sin pensarlo mucho y que a mí me cambian la vida aún no sé si para bien. A saber: "La única manera de suplir nuestras carencias teóricas, técnicas y formativas como terapeutas es matarnos a trabajar". 

Ahí lo llevas.

El pobre chico asiente, da un sorbo a su zumo de naranja y papaya y me habla de psicología positiva. 

Volvamos al presente. Al bosom.

Yo a veces me preguntaba qué hace uno con tanta gente estupenda que se puede conocer en esta vida. Dónde los guardas. El sábado hablábamos Erika, Elsa y yo de la amistad. "Ésta se muere - decía yo, señalando a Elsa - y se muere un trozo de mí". Es verdad. Podemos hablar del desapego hasta aburrirnos, pero si Elsa (o la PK, o MQEN, o Aran) se van de esta tierra antes que yo, a mí el corazón se me queda cojo hasta que sea yo quien se vaya. No sería dolor, ni tristeza; sería una ausencia insustituible. Eso, como dirían en Cádiz, es así. Y creo que mi capacidad para querer de esa forma es limitada.

Pero está el bosom. En el bosom cabe mucha gente. Se puede ensanchar para llevar en él, bien calentitos, a todos los que alguna vez nos han enseñado cosas. Y, si me apuras, para ser un buen profesional tienes que encontrar la manera de llevar a tus pacientes en el bosom; al menos a algunos de ellos.

M. está en mi bosom.

Porque el corazón es limitado, pero el bosom es infinito.

Y ser PIR es la ostia.

lunes, 11 de marzo de 2013

Pedro y la fe

Pedro es un chico que vende clínex y mecheros por las mañanas a la entrada del metro de Lavapiés. Todos los días saluda a cada persona con un "buenos días" que pronuncia algo así como "Bosdías". Está haciendo un tiempo asqueroso en Madrid y, aun así, día tras día, aunque nieve o haga frío, él sigue incansable en la entrada del metro, saludando a todo el mundo. 

Tiene una forma especial de saludar. No sé muy bien cómo describirla. Aquí hay mucha gente que pide dinero y te vende cosas, y creo que el problema está en la percepción que tenemos los espectadores de que la misma letanía ha sido repetida muchas veces. Pedro tiene la curiosa habilidad de ser capaz de decir "buenos días" a todas las personas que pasan y, aun así, dirigirse a cada una de ellas de una forma profundamente individual, muy personal. Es sutil. O quizá sólo lo noto yo, que soy una fantástica.

La cuestión es que me gusta mucho Pedro, porque no se rinde. Porque llevo dos meses viviendo en Madrid y me ha saludado cada mañana laborable aunque no le comprara nada. Diría incluso que me saludaba como si ya le hubiera comprado algo y esperara a que se lo pagase. Tanto es así que, de hecho, el viernes pasado me llevé un mechero para la hornilla. Me vendrá bien para las velas del quemador y es bonito: amarillo y morado, como el traje de un torero.

Me gusta Pedro, me gustan sus buenos días y su incansable educación matutina. Pensaba que podría aprender de su esfuerzo, o de ese micro-marketing que se hace a sí mismo generando una lenta pero persistente deuda de reciprocidad con nosotros. Pero escribiendo esto me he dado cuenta de que es otra cosa. Es su fe. Es su capacidad para dejar de lado el rencor y la frustración y tratarte como si supiera que vas a comportarte como debes. Y ya os digo que me resulta difícil explicarlo, pero hay algo inspirador en eso. Podría decir que Pedro cree cada mañana en la gente que pasa. Pero igual me estoy pasando; quizá sólo es educado, o quizá yo sólo estoy buscando una frase bonita para acabar el post.

miércoles, 20 de febrero de 2013

Mi tobillo, mi corazón y tú

Esta es la última carta que voy a escribirte, como decía la canción aquella sumamente hortera de Los Cucas. La del chuchuchu. La cantaba a gritos en la feria cuando tenía catorce años, pero bueno; no es esa la cuestión. El tema es que ya no te voy a escribir más. No por aquí. Te he escrito mucho en este blog, desde el día que te conocí. A veces con más claridad; a veces con menos.

Ayer hablábamos de lesiones. De cómo recuperarlas: de escayolar o no escayolar, de fisios que te clavan los dedos en el tobillo hinchado. Me contabas cómo tú te hiciste una vez un esguince y te arrancaste la férula en cuanto llegaste a tu casa. Qué bruto eres, te dije. Yo no he descubierto todavía cuál es la mejor manera de cuidar un esguince; lo que sí sé es que hoy me duele bastante menos que ayer, y que cuando algo que te dolía mucho deja de dolerte, es mágico.

Eso pienso mientras camino en dirección al centro de salud para recoger mi parte de alta. Pienso que todo el mundo debería tener un esguince para valorar lo que es andar sin dolor, y que a todo el mundo deberían partirle el corazón para sentir el alivio cuando se recompone. Hoy he llegado a la conclusión de que la mejor manera de caminar normal cuanto antes es caminar normal cuanto antes, así que ya no cojeo. Voy muy, muy despacio, mirando las baldosas frente a mí y procurando no tropezarme con nada. Desde fuera debe parecer que estoy ensayando algún tipo de caminar lento y sexy.

Desplazarme por estas calles es milagroso. Cuando he salido de casa, el cielo tenía un azul particular: un azul tipo la primavera está mucho más cerca de lo que tú piensas. Mientras paseaba y observaba el interior de los bares, he recuperado el sentimiento madrileño: la fascinación por la de gente y sitios y cafés y tiendas y posibilidades que tiene este sitio. Llevaba muchos días sintiéndome fuera de todo esto. Hoy, por fin, recupero algo de mi espacio en una ciudad que todavía no es mía.

Hablar contigo y no sentir dolor es casi tan mágico como poder andar.

Así que no tengo mucho más que decirte. No por aquí. Hay otros canales. Más sanos, más lógicos, con menos necesidad de metáforas o de hablar a medias. Esos son los que quiero utilizar ahora, porque a mí también me gusta saber de ti. Hoy te he escrito esto porque... bueno, no sé: por lo de siempre. Porque será como sea, pero esta es nuestra historia, y todas las historias se merecen que se les escriba un bonito final.

Sin más. Cuídate. No te voy a repetir ya más que vales mucho, porque lo sabes. Ayer me contaste que vas aprendiendo que quizá seas hasta valiente y todo, y claro que lo eres. Tú me has construido un poco. Si pudiera elegir, no querría haberme hecho el esguince, pero mientras caminaba hoy despacito y sentía cómo vuelven a hacer su trabajo los ligamentos del tobillo, pensaba que me gusta la yo lesionada. Que es fuerte y valiente, que escribe mucho y que me cae bien. Tú también me caes bien, y me cae bien la yo que he sido contigo, así que estoy contenta. Y bueno, nunca he sabido por qué, y seguramente ni siquiera debería ser así, pero siempre vas a poder contar conmigo. No te olvides nunca, ¿vale? Por si acaso.

miércoles, 23 de enero de 2013

Abu

Mi abuela tiene un carácter difícil. Sin más. Nunca ha sido la típica abuela que te hace comidas ricas y muchos regalos. Es más bien el tipo de abuela que te regaña porque no vas a verla, que te ignora mientras escucha la COPE y que en la nevera guarda medio aguacate, un paquete de actimel y cinco botellines llenos de agua fría. Mi hermano la llama la antiabuela.

Ahora tiene noventa años y está perdiendo la cabeza. Lo más curioso es que se le nota porque se está volviendo muy, muy simpática. Que me alegro mucho de saber de ti, Marina, me dice hoy al coger el teléfono. ¿En qué trabajas? Soy psicóloga, abu, le explico. Vaya, así que tú también te dedicas a esas cosas, ¿no? Intuyo que se refiere a mi prima, que es terapeuta ocupacional. Sí, abuela, a ayudar a la gente. Es el rollo que a mí me mola. Así me gusta, cariño.

Te quiero, abu, le digo antes de colgar. Yo a ti también, hija, me contesta, y creo que es la primera vez que me dice algo así en... no sé, quizá en su vida.

Cuando mis padres consiguieron la plaza fija en Málaga me mandaron a mí primero para que empezara el nuevo curso mientras ellos completaban el traslado desde Córdoba. Viví un tiempo sola en casa de mi abuela y dormía con ella todas las noches. Recuerdo que me agarraba a su brazo derecho como un koalita mientras ella escuchaba el transistor tumbada bocarriba. Nunca me había planteado lo incómodo que debe ser permanecer bocarriba con una niña de siete años colgada de tu brazo.

Está bien que se esté demenciando hacia la simpatía. Es mejor que volverse (más) cascarrabias y que todos la recordemos como un infierno de mujer. Ahora se desdibuja la antiabuela, la matriarca resistente que vivió en el Sahara con su marido y con sus seis hijos, y aparece un ser más tierno y más indefenso. Me da pena la otra, sin embargo: mi abuela con mal carácter, mi abuela raruna. Se ha ido y supongo que ya no volverá. Esta señora es un poco otra persona, y me parece que vamos a tener que aprender a conocerla de nuevo antes de que se vaya. Ya no habla de política, porque se cabrea; ahora escucha Radio María todo el rato. Mi madre dice que se está poniendo en paz con Dios.

Mi abuela, mi única abuela, que ha sobrevivido veintiséis años a la más longeva de todos los demás. Que hace dos años decidió que quería usar pantalones y pidió un chándal por reyes, pero más como muestra excéntrica de su carácter que como una señal adorable de no querer envejecer. Que se rompió por dentro cuando la guerra y no se ha vuelto a recomponer. Se irá y espero que nos acordemos de esta señora más amable que nos hace sonreír en vez de mosquearnos.

[Si algo me consuela, por otra parte, es que al final ha vivido lo suficiente como para cumplir su deseo de no morirse con Zapatero en el gobierno]

domingo, 30 de diciembre de 2012

Ser el nunca

Acabo de releer uno de los últimos capítulos de "Pájaro a Pájaro", el libro sobre escritura de Anne Lamott. Se titula "Escribir es un regalo".

Siguen quedando cosas que decir para pintar retratos de gente a la que hemos querido - dice Anne -, para tratar de expresar aquellos momentos que nos parecen tan inexpresablemente hermosos, aquellos que nos cambian y nos hacen más profundos. 

Después sigue hablando de cómo escribió dos de sus libros para su padres y su mejor amiga, que murieron de cáncer.

¿Te lo puedes imaginar? Escribí para una audiencia de dos a quienes quería y respetaba, que me querían y me respetaban. Así que escribí para ellos con todo el cuidado y el cariño que pude, que es, claro está, como me gustaría escribir siempre.

Ayer pasé parte del día mandando mails a la gente que ha hecho de mi 2012 algo especial. Entre ellos estaba Joaco, el asturiano extremadamente avionil que me robó un poco el corazón este verano. Le mandé un mensaje bonito, pero contenido. Puedo ser mucho más cursi que eso. Le dije que me gusta lo mucho que ama su trabajo y cómo les enseña a correr a los chicos de los pueblos. Le agradecí el termo de café que me preparó el primer día y el viaje a la manifa de Oviedo escuchando Mr. Brightside.




Me contestó anoche con su entusiasmo proverbial. "Qué pasada - decía -. Nunca me habían escrito algo así. Emocionásteme y tou".

Me gustó y, al mismo tiempo, me dio como ternurilla. Pensé que todo el mundo se merece escritos entusiastas. Hay algo afortunado en ser capaz (más o menos) de ponerle palabras a las cosas. Ayer tomaba chocolate caliente con José Luis en el Woodstock, frente a la playa de la Victoria, y hablábamos de escribir. "Cuando estoy contigo siento cosas - decía él - y después voy a tu blog, las leo y es como si me diera cuenta de que eso es lo que habría querido decir. Que ahí están esos sentimientos".

Al leer el mail de Joaco también pienso que no sé si es un propósito o una vocación, pero está bien poder ser el nunca de alguien. El "nunca me habían escrito algo así", o "nunca había conocido a nadie como tú", o "nunca nadie me había hecho un regalo tan bonito". Es complicado, porque no hay nada nuevo bajo el sol, pero está bien cuando sucede. Es un buen objetivo por el que esforzarse.

También me ha contestado Pablo, el chaval con el que trepé en Oviedo y que era un encanto. Se muda con su mujer a Boulder, Colorado, y se ofrece como contacto de escalada. Yo he mirado mi nómina, lo que me queda de aguinaldo después de volverme loca en las tiendas online de montaña y la página de viajar.com, y como la cosa me medio cuadre, igual me voy a los EEUU en mayo. Ir a EEUU es un sueño supergigante que tengo desde hace tiempo. Hasta me he comprado esta tarde la guía de los parques naturales del Oeste en el Corte Inglés, como quien planta semillitas a escondidas a ver lo que sale.

En momentos como éste me siento como la protagonista de un relato de Robert Fulghum, el de "Todo lo que necesito saber lo aprendí en el parvulario". Habla de una chica que se pasó horas llorando en un aeropuerto porque había perdido su billete de avión, hasta que descubría que estaba sentada sobre él. Pienso en los días en que creo que la vida me supera o me siento sola, y luego descubro que llevo todo el rato sentada encima de mi billete. Hay tanta gente en este planeta, tanta, que si uno lo piensa bien, sentirse solo es imposible.

Escribidle mañana algo bonito a alguien que haya hecho de vuestro año un año mejor. Regalad palabras amables. Quizá recibáis una respuesta que os sorprenda. Las palabras son buenos regalos: le gustan a todo el mundo, no hay que acertar con la talla y son gratis. Que, tal y como está la cosa, no es moco de pavo.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Magia



Estoy tratando a una paciente de digestivo que tiene un dolor. Un dolor aquí, como diría Obélix, señalándose el estómago. Con ella intento practicar hipnosis en condiciones precarias: primero, porque de hipnosis no sé más que lo poco que me explica Anxo con enorme entusiasmo; segundo, porque para hacer algo así en el hospital tienes que echar fuera a la familia de tu paciente, a la de al lado, decirle a la compañera de cuarto que baje la tele, encontrar la forma de que el aparato de la sonda deje de pitar, avisar a las auxiliares para que no entren justo ahora a sacar sangre y, en medio de toda esa locura, abrir un hueco para el relax y la paz interior.

Yo le digo a mi paciente que respire. Que visualice su dolor y cree un espacio alrededor. Que deje entrar aire, que imagine una luz azul que llega desde su nariz hacia su estómago y que no es que elimine el dolor, pero sí lo envuelve en algo bonito.

A mi paciente no le sirve un carajo y le duele igual. He de aprender más sobre la hipnosis.

Sin embargo, hoy me acuerdo de ella porque me he despertado con un dolor aquí, y no sé por qué. Es hostil, este puto frío húmedo. Me levanto cada día gruñendo después de resistirme media hora a sacar los brazos de debajo de la manta. Mi habitación se queda tan fría que si me dijeran que es el espíritu del anterior inquilino muerto, me lo creería. Hoy a primera hora me sentía gorda. Después he dado una sesión clínica y me han preguntado nosequé chorrada sobre la eficiencia y la eficacia. Después otra paciente me ha mirado fijamente desde su lado de la mesa y me ha dicho "me estás cambiando la vida", y yo casi lloro. Eso es eficacia.

Al mediodía vuelvo a casa con el ánimo por los suelos. Tengo otra sesión el jueves y, poniendo en marcha mis propios consejos sobre la superprocrastinación, he empezado hoy. El tema es "Medicina basada en la evidencia", y tengo que relatar una búsqueda bibliográfica intensiva. Creo que hablar de la reproducción de las babosas sería más interesante. Así que aterrizo en mi casa, me preparo unos huevos revueltos y me siento frente al ordenador. Entonces leo un mail de Ángel, mi pupilo barrita coach, que me recomienda este blog. Y hago clic. Y lo leo, y de repente me vuelve así de repente el amor por la vida, el recuerdo de las cosas buenas y la compasión por el mundo.

Ese tío, el tal Holden Caulfield, me parece un genio blogueramente hablando. Un mojabragas, por supuesto pero, ¿qué bloguero no intenta serlo? Y puestos a mojar bragas, es mejor si uno lo hace con ese estilo y esa capacidad de observación sincera de los detalles. Me parece un genio porque en cinco minutos escasos de lectura de post ha convertido un día de mierda en un día fabuloso. Es frustrante, no creáis: yo aquí escribiendo desde que era chica, literalmente, y aunque estoy más que orgullosa de lo que hago, todavía no he encontrado la forma de tocar todas las teclas tan a la vez y con tanta armonía como ese chico.

Así que ataco mi sesión con energía, y después de un par de horas de trabajo fructífero, cierro el portátil y me voy al roco. Y adivinad el coche de quién veo en la puerta, y adivinad quién es la idiota que se baja de la furgo casi tambaleándose y con el cerebro cortocircuitado. Sí, la misma. La rubia, que se queda mirando al chico en cuestión con sonrisa de descerebrada y después se pone a escalar como si el mundo fuera a acabarse mañana y ser capaz de colgarse de un agarre romo fuera condición necesaria para salir bien parada en el Apocalipsis.

Al menos la cosa mejora, porque en el roco pasa que hay picos de actividad, y lo mismo coincidimos diez jipis que de repente todo el mundo decide que es la hora de irse y nos quedamos tres. Así que cuando me quiero dar cuenta ese maldito engendro de Satán cuyo nombre ni siquiera voy a mencionar se ha largado, y con él casi todos los demás, y estamos Juanjo, el valenciano loco que me tira literalmente de la risa mientras escalo, un chico italiano peinado por su enemigo y yo. La puerta de la nave se ha quedado abierta y entra el fresquito nocturno. Me gusta mucho entrenar con Juanjo. Me río y aprieto: dos en uno. El italiano se va y nos quedamos marcándonos vías y haciendo bloque, y me doy cuenta de que ha dejado de importarme la hora que es, o la sesión clínica, o el engendro de Satán: estoy disfrutando de este momento de una forma total.

Acabamos a las diez y media porque no podemos más. "Maldita navidad", comenta Juanjo al salir, no sé bien a santo de qué. "¿No te gusta?", le pregunto. Los antinavidistas debemos unirnos entre nosotros. "Bueno", me explica, "la odio por odiar algo, pero en realidad me pongo tierno. Está oscuro, los colores son bonitos, hace fresco y veo a mis amigos". Me sonríe debajo de su capucha verde. Le doy un abrazo de despedida, le planto un beso en la mejilla y me voy a mi coche contenta. Mientras conduzco hacia la Isla tratando de distinguir los faros de los coches con mis gafas mal graduadas, pienso que a mi día de hoy he sido capaz de darle espacio, como mi paciente a su dolor de estómago. Sencillamente respiras y dejas que entre la magia, y aparece en forma de agradecimiento, de textos bonitos o de bloques compartidos con un valenciano adorable. Y eso mola muchísimo. La vida mola muchísimo.

No puedo terminar este post absolutamente inconexo sin mencionar a Toni, que también creó magia esta mañana tan gris cuando me regañaba en los comentarios por haberle dejado sin mi dosis de mí. Aquí va el almíbar, Toni. Algún día mis lectores os daréis cuenta de la enorme importancia que tenéis en mis días, modo peloteo off. Porque como dice Murakami en De qué hablo cuando hablo de correr, siento que mi prioridad en la vida no es entablar una relación con una persona específica, sino con un número indeterminado de lectores. Y en eso ando. Y no tendría sentido sin vosotros. Así que aquí sigo, comprometiéndome con esto cada día, intentando llevar cualquier vida siempre y cuando me permita escribir cada vez un poquito mejor.

Y está bien así.

miércoles, 24 de octubre de 2012

Creando recuerdos

Parece ser que hay un ejercicio de terapia no sé si familiar o estratégica que consiste en prescribir a la familia que cree recuerdos. Se supone que, igual que uno se esfuerza por salir guapo en las fotos para mirarlas luego, hará su vida más agradable si la piensa como material de futuros recuerdos. Yo últimamente tengo a menudo la sensación de estar creando recuerdos. Porque algunos momentos de mi vida cotidiana son de una belleza impactante, y no belleza de puestas de sol, que también, sino belleza humana, mental, sensible: llamémosle belleza vital.

En eso pienso en la guardia del sábado con el MIR, que es amor. Es la única persona del mundo capaz de quitarte la angustia de los falsos viernes pre-guardias y hacerte llegar con ganas al hospital. La tarde es muy tranquila y la pasamos charlando entre la cafetería y los escalones al sol, junto a la puerta lateral del edificio antiguo. ¿Cuántas horas seguidas charlamos?, me pregunto después. Si echas la cuenta, pueden haber sido cuatro o cinco, de forma relajada pero ininterrumpida. Tomamos cocacolas sentados frente al tanatorio. Recordamos a los pacientes que compartíamos en Agudos. Entablamos amistad con una gata romana y flaca que se frota entusiasmada contra nuestras piernas.

Por la noche quedamos con la adjunta para tomar algo en la cafetería. A ella no le gusta el sandwich de pollo, así en general, pero se pide uno, porque ha educado a todo el personal de la cafetería para que se lo haga a su manera: con dos tostadas en lugar de con tres, sin mantequilla y muy tostadito. Mientras se lo preparan, le ponen una tapa de croquetas y se toma una cerveza con el codo apoyado en la barra. Lo hace en todas las guardias, todas las noches. Es absurdo, es decir: podría limitarse a pedir algo que sí le gustara en vez de traer en jaque a los camareros con el sandwich de pollo. Pero el sandwich es su cosa, y le da motivos para esperar un rato acodada en la barra y charlar con quien quiera que se esté quejando en ese momento de tener que aplastarle las rebanadas de pan bimbo con la espátula.

Cada uno tiene su cosa en las guardias, ¿verdad, MIR?, le comento mientras nos acercamos a la cafetería. Creo que mi cosa van a ser los colacaos de media noche, digo luego; desde que descubrí que la cafetería abre 24 horas no me puedo resistir a un colacao calentito justo antes de meterme entre las sábanas tiesas de la habitación de residentes. Pero después de la cena lo que me apetecen son conguitos, no sé por qué, y el MIR y yo cruzamos el vestíbulo desierto en dirección a la máquina de vending, que sólo puede ofrecerme unos M&Ms normales. Me los como con entusiasmo mientras el MIR fuma, intento que la gata se coma un yogur que he robado del comedor y la bautizo como Julia, por algo tan sencillo como que el gato de la adjunta del sandwich se llama Julio.

Nos vamos al dormitorio y charlamos otro rato. A ver si no llaman, dice el MIR, colocando con cuidado el busca sobre la mesilla de noche. Ya verás como no, contesto, ya verás como todo va a ir bien. Tú siempre haces que sienta que las cosas van a salir bien: me haces sentir segura. A pesar de que creo firmemente en lo que digo, a las dos suena la musiquilla de Nokia y nos levantamos sin una queja, y mientras caminamos por los pasillos desiertos que comunican el edificio viejo con el nuevo, miro la marca de las sábanas en la mejilla del MIR y pienso en la poquísima vergüenza que tiene el hospital recortándonos dinero de las guardias a los residentes. Después vemos al paciente, me deleito en la calma bondadosa del MIR y volvemos a la cama. Antes, eso sí, paso por la cafetería para tomarme mi colacao de media noche. Porque es mi cosa. Buenas noches, le deseo por segunda vez al MIR antes de dormir. Piensa en cosas bonitas. Tú también, me dice él. Piensa en Julia.

Últimamente, cuando tengo que hacer algo que no me apetece, como sacar la ropa de invierno, o lavar los platos, o acercarme a dar apoyo moral al roco nuevo que estamos construyendo aunque no sepa soldar hierros, me digo: Marina, ésta es tu vida, es la única que tienes y es tu responsabilidad hacer que funcione. Y me pongo al lío. Y, en general, estoy orgullosa de esta vida que estoy construyendo: de su gente, sobre todo, y de que sé que en el futuro me acordaré del MIR y de mí, juntos y contentos en las guardias de sábado, burlando la muerte sentados a las puertas del tanatorio y tentando a los gatos perdidos con colacaos de medianoche.


miércoles, 5 de septiembre de 2012

Superando positivamente la depresión posvacacional


Estoy en el mostrador de una de las plantas del hospital. No tengo muy claro en cuál, porque llevo todo el día dando vueltas atendiendo interconsultas y ya hace un par de horas que me desorienté. Apoyado en la mesa, mi jefe escribe una historia mientras yo charlo con la MIR de psiquiatría, que curiosamente es de Gijón.

El hospital es como 13 Rue del Percebe, pero en triste. Un montón de habitaciones, un montón de historias y el drama mezclándose con la risa. A mí se me graban en la retina las caras de la gente como fotografías de colores vivos. La chica con sospecha de anorexia que pesa treinta y cuatro kilos, sentada en la cama como los niños cuando los llevan a las operaciones, manoseando distraída un peluche de Hello Kitty. El señor al que tuvieron que quitarle la laringe y que ahora escribe en letras desiguales en un cuadernillo azul como los que tenía yo para el vocabulario de inglés. “Yo tengo mucha paciencia, porque he estado 34 años embarcado”, explica con su bolígrafo. Del estómago le sale un tubo por el que circula un líquido amarillento, y la piel surcada de hematomas se hincha alrededor como un globo de cumpleaños.

Ahora estoy un poco aburrida, pasando el peso de un pie al otro mientras la MIR teclea en su iPhone. Me pregunto qué hora es. Tengo hambre y me toca pasar la tarde aquí. He traído un tupper para poder comer en la calle y no pasar todo el día encerrada.

Entonces giro la cabeza hacia la habitación que tengo justo detrás y veo a una señora mayor de piel muy blanca y a una adolescente alta de piel oscura y largo pelo negro. No sé qué le pasa a la chica, pero a pesar de que está de pie frente al asiento del acompañante y viste ropa de calle, no parece estar bien. Hay algo extraño en sus gestos: cierta lentitud, cierto aplanamiento. Quizá un retraso mental o un trastorno del comportamiento, o quizá yo me estoy apresurando y sobreestimando mi ojo clínico.

El caso es que la mujer mayor está mirando muy fijamente a la chica, sonriendo un poco, y le pasa la mano abierta por delante de la cara. Arriba, y la chica abre los ojos. Abajo, y los cierra despacio. Lo hace varias veces con un murmullo que parece una canción de cuna. En un momento dado, empuja con suavidad la frente de la chica, con un toque apenas perceptible, y ella sonríe y se deja caer en la silla, inclina la cabeza y se duerme. Entonces la señora la besa en la nariz y la frente, y justo en ese momento se vuelve hacia mí y yo retiro la mirada, avergonzada, como si me hubieran pillado espiando.

Me quedo pensando en la vida como códigos secretos, intercambios de ternura o mudas corrientes de hipnosis como las que siempre menciona Anxo. Preguntándome qué se oculta debajo del iceberg de esta pequeña escena. Me llegan la calidez y la ternura, pero no lo entiendo del todo, y recuerdo que en el fondo no sabemos nada de lo que esconde la gente. Cuando logro aprehender algo de ese tesoro escondido, aunque sea un poco, es como meter la mano en un cofre y sacar una brillante moneda de plata. Y una vez más, mientras mi jefe mete la hoja de interconsulta en la historia del paciente, y la MIR cierra la tapa del móvil, y la señora de la habitación entorna la puerta, me asombro de una forma tonta de poder venir aquí todos los días y que me paguen por ello.

domingo, 2 de septiembre de 2012

SSHP 9: El guaje Joaco


A las ocho y cuarto de la mañana está entrando Joaquín con su Ibiza negro en el aparcamiento de El Molinón. Lo primero que hace es tenderme el kit de desayuno: un termo de café, un tupper con leche y un poco de azúcar envuelta en papel de plata. Me tomo el café con un sobao pasiego y salimos en la furgo en dirección a Arenas de Cabrales, a los pies de Picos de Europa, donde él estuvo currando como profe durante un año. El plan es trepar, pero parece ser que puede que llueva, así que Joaquín mete en la parte trasera como cinco mochilas diferentes y la tabla de surf. “Hay que estar preparado para todo”, me dice. Al llegar, efectivamente, llueve, así que decidimos subir andando hasta Bulnes, un pueblecito que antes estaba incomunicado y que ahora tiene su propio funicular.

Joaquín me explica que le puedo llamar Xoacu, que es su nombre en asturiano, o Joaco, como le dicen su familia y sus amigos. Para Joaco los niños son guajes, todo (es) algu y las cosas le prestan (le gustan). Cada vez que le doy las gracias por algo me increpa con un “¡calla, ho!”, y yo le imito y me descojono. Y la verdad es que a lo largo del día voy teniendo un montón de motivos para darle las gracias. Camina conmigo hacia Bulnes y me dice que él es mi sherpa, que le diga cuándo quiero parar o estoy cansada. Desde detrás, mientras intento no asfixiame subiendo con mis patitas, observo cómo el estira despacio sus pasos largos. “No te preocupes por mí – me tranquiliza – estoy practicando técnica”.  En el pueblo me lleva a comprar una miel espesa y oscura que vende un paisanu y tomamos cañas con más pinchos, porque Joaco siempre tiene un hambre alegre y desorbitada. Flipo sin parar con la belleza desmesurada de Picos de Europa. Es tan verde, tan ajeno, tan parecido a un país mágico y encantado, que no puedes parar de mirar y abrir mucho la boca y los ojos.

El problema, por otra parte, es que Joaco está tremendo; no me queda más remedio que admitirlo cuando se cambia la camiseta sudada después de andar. Tiene el físico atlético y fibroso de los tíos que no buscan tener un físico atlético y fibroso, sino hacer un montón de deporte y vivir sanos y felices. Utiliza mucho la expresión "ir como un avión": dícese de andar o correr veloz o potente. Tú sí que estás como un avión, pienso sin remedio. Es mirarle y saber de forma instintiva que está fuera de mi liga, que dicen los americanos. Qué putada lo mío: soy una guapa mental de gustos exquisitos encerrada en el aspecto de una normalera.

De todas formas, a lo largo del día no es la evidente belleza de Joaco lo que me perturba, que también, sino la forma que tiene de hablar de sus alumnos, de sus guajes, y cómo saluda a los que se encuentra por la calle en Cabrales. Cómo me explica el método que utiliza para que sean capaces de correr diez minutos seguidos, para motivarles, que se tomen el deporte en serio y puedan disfrutar de él. La forma de cuidarme, como si darme gratis su atención y su tiempo fuera lo más natural del mundo. Cómo me lleva por la noche a casa de su hermana para que me duche y se queda viendo una serie sentado en el sofá con ella, porque aunque la serie le parezca textualmente una mierda, sabe que se siente un poco sola desde que lo dejó con su novio.

Joaco es amor y yo a él no le gusto. Lo saben mis huesos.

Aun así, noto como se va generando en mí el típico síndrome de “este tío me mola tela”, y mi SSHP, que hasta ahora fluía guay entre nuevos amigos e inofensivas celivibraciones, se impregna de la angustia de querer muy mucho tocar su cuerpo, y no sólo como el parque de atracciones que tiene pinta de ser, sino para estar cerca de ese corazón tan lindo que tiene.

Me voy a dormir con su imagen flotando en el techo de mi furgo, un poco mosqueada, un pelín esperanzada porque nunca se sabe y bueno, está el karma. Mañana me ha invitado a una manifestación por la escuela pública. Yo voy a ir porque el espíritu del SSHP tiene que ver con decir que sí, fluir, conocer la vida de la gente y demás, pero sobre todo voy a ir porque me apetece tenerle cerca, y eso me cabrea.