Es curioso, pero la enfermedad mental me genera mucha más compasión que la física. Es ir por el hospital viendo a todos esos ancianos pluripatológicos y mi sensación, más que de comprensión y solidaridad por su sufrimiento, es que algo va muy, muy mal. "La esperanza de vida ha aumentado gracias a los avances en medicina", me dice mi madre, orgullosa, y yo pienso que para ser una especie de zombi dolorido que se mantiene vivo a base de insulina, estatinas y antihipertensivos, aliñado con analgésicos que van del gelocatil a la morfina, y regado todo ello con una generosa dosis de omeprazol que evite que se te agujeree el estómago, prefiero morirme.
Hoy estábamos atendiendo a un anciano en la interconsulta. Interconsulta quiere decir que te avisan de otros servicios del hospital porque los pacientes necesitan ayuda psicológica o psiquiátrica. Del rollo de "paciente ingresado durante un año dice estar deprimido" (lógico) o "paciente de 27 años con intervención de quiste medular que ha resultado en paraplejia verbaliza sintomatología ansiosa" (y quién no). El anciano de hoy, más que deprimido, estaba cabreado. "Si es que yo no he bebido nunca alcohol, señorita", decía, "ni fumado tabaco. Yo esperaba poder disfrutar de mi vejez y mi vejez me ha engañado". Luego decía que se le estaba clavando la cuña en la espalda y gritaba algo como "¿usted se cree que se le puede hacer esto a un cristiano?".
Su puntito histriónico lo tenía, el buen señor.
Los martes por la tarde me quedo en la UCI pediátrica, y como ahora paso toda la mañana dando vueltas por el hospital, procuro salir a comer fuera para despejarme. Hoy estaba el día un poco nublado, y como ahora me he vuelto nortéfila, casi agradecía el punto melancólico y el relativo fresquito del mediodía. Camino hacia la orilla de la playa, extiendo el pañuelo con estrellitas que llevaba en el cuello esta mañana y me siento encima con las piernas cruzadas. Me tomo mi cartón de gazpacho del Mercadona y unos pastelitos de bonitato y salmón que cociné ayer en el horno.
Después entro otra vez en el hospital, me pongo la bata, suspiro. Lo de ponerse la bata está lleno como de resignación, y al mismo tiempo te da cierto poder extraño. La bata dentro del hospital te cambia. Los médicos te saludan aunque no te conozcan, la gente te deja sitio en el ascensor, todo el que te ve caminar asume que tienes algo que hacer y que es importante.
Me resulta curioso que, a estas alturas de la vida y después de haber jurado que no quería ser médico, esté trabajando ahora en un hospital. Me siento un poco como jugando a Anatomía de Grey, y tengo que esforzarme por recordar que mi misión en esta vida no es entender cómo se insuliniza a un paciente. Me doy cuenta una vez más de que las cosas que nos interesan a mí y a mis locos compañeros de Salud Mental, en general al resto de la gente le importa un pimiento. A mí me resulta extraño lo de los médicos. ¿Cómo se pueden disociar los síntomas físicos de la vida de la persona? ¿Por qué no les entra curiosidad por saber qué hace que la obesa mórbida no pueda dejar de comer, o que el adolescente se niegue a controlarse la diabetes?
Puede sonar raro, pero me sentía mucho más cómoda en Agudos. Los locos son ciento cincuenta millones de veces más interesantes, sorprendentes, variados y (para mi gusto) dignos de compasión que los enfermos somáticos. Que te cuenten que les duele mucho la planta de los pies porque no les llega el riego sanguíneo no se puede comparar a que te cuenten que, de repente, todos los policías de la comisaría del pueblo se han convertido en zombis. Supongo que sobre gustos no hay nada escrito.
En general, en estos días, al llegar a casa tengo que sacudirme el poso de la enfermedad como si fuera un olor persistente que se te ha quedado pegado. Mirarme los pies y congratularme de que no tengan úlceras, agradecer a mi páncreas su funcionamiento razonablemente eficiente, tocarme la cintura para asegurarme de que no acumulo michelines que me van a llevar a la diabetes. Recordar que nada de lo que haga es un seguro para que la vejez no me traicione y, a la vez, que no debo aplazar las cosas.
Interesante currar en un hospital, cierto. Pero me alegro de que mañana sea miércoles, que son los días de Vejer, de la terapia con Anxo y de esos momentos en los que te das cuenta de que las palabras son tan poderosas como las estatinas, y de que con cuatro paredes, imaginación y un poco de amor por el riesgo y de amor a secas, en una buena consulta de psicologia puede pasar cualquier cosa.