Ayer estuve recordando el año que trabajé con niños en una escuela de verano. La escuela estaba en uno de los barrios chungos de Málaga y yo me encargaba, junto con otras dos monitoras, de unos veinticinco niños de cuatro años durante siete horas al día.
Si existe el infierno, debe ser muy parecido a aquello.
Recuerdo que por las mañanas iba en la moto a trabajar como deben de ir los cerdos al matadero. Cuando llegaba ya había decenas de madre esperando en la puerta a que alguien les librara por algunas horas de sus pequeños engendros de Satán. Yo los miraba intentando descubrir si había faltado uno de los malos. Cuando no les veía entrar me alegraba un montón, pero normalmente a las nueve y cuarto aparecía la madre rezagada con es niño colgando del brazo y cara de "pordiosquítamelodeencima". Tú fingías alegría, agarrabas al niño con odio y te metías en el colegio.
En la escuela de verano aprendí que siete horas son muchísimas horas. Cuando llegábamos allí, hacíamos pasar a los niños, les sentábamos en las mesas y nos poníamos a cantar "Buenos días señorita":
Buenos días
Buenos días
¿Cómo están?
¿Cómo están?
Yo estoy muy bien
Yo estoy muy bien
¿Y usted?
¿Y usted?
Señorita
Señorita
Míranos
Míranos
A los pequeñitos
A los pequeñitos
Con amor
Con amor
Cuando una letra de canción infantil intenta convencerte de que mires con amor a tus alumnos, algo va mal. En realidad, creo que me venía muy bien cantar el "buenos días señorita" para empezar a generar mínimos de ternura docente que contrarrestaran mis ganas de matar.
Después de cantar el BDS, repartíamos fichas para que los niños las hicieran. He aquí algo que debéis saber sobre las fichas. En un grupo cualquiera de niños pequeños, la mayoría la hacen en un tiempo normal, pero hay algunos que tardan diez segundos y otros que tardan dos horas. Esto quiere decir que para cuando terminan los tardones, los espabilados te han pedido y han rellenado unas dos mil fichas, acabando con tus existencias y con tus nervios.
Después de hacer las fichas y un par de dibujos, todavía eran aproximadamente las nueve y media y tú ya estabas de niños hasta las narices. Cantabas tres o cuatro canciones. Las diez menos veinte. Cantabas de nuevo todas las canciones y repartías otros dos o tres dibujos por niños. Así, con dificultad, llegaban las diez.
Al principio de empezar a trabajar allí, nos tomábamos los recreos con seriedad. Una hora justa y nos turnábamos para desayunar, de forma que la mitad de las monitoras estuvieran libres para poder jugar con los niños.
En julio nuestros recreos duraban una media de dos horas y media y consistían en soltar a los niños en el patio y rezar mientras nos poníamos tibias a café y pan con aceite.
En fin, que llegaban las once y otra vez a la clase. Con suerte, a alguien se le había ocurrido alguna manualidad o juego original para los niños. Recuerdo el día que pensé que podían hacer cascos con globos, papel de periódico y cola líquida. Todo iba bien hasta que los globos empezaron a explotar y a esparcir pegamento y destrucción a su alrededor como pequeñas granadas de mano. Cuando las madres vinieron a recogerles tuvimos que convencerles de que lo que tenían los niños en las cejas era cola, no una extraña enfermedad de la piel.
A eso de las doce empezábamos a poner la mesa para la comida, en un ataque de optimismo para ver si llegaba antes la hora. Poner la mesa era una actividad disputada. En general, cualquier actividad que no incluyera a los niños, como hacer compras, barrer e incluso limpiar baños infantiles, era muy codiciada por las monitoras. Recuerdo estar manejando con entusiasmo la escobilla del váter mientras pensaba "esto es asqueroso, pero al menos no estoy cantando la canción de recoger".
Cuando, después de quince dibujos, tres manualidades, veinticinco canciones, diez representaciones de la danza del tiburón y tres escuchas completas del disco de Maria Elena Walsh, llegaba el catering de la comida, yo tenía ganas de llorar de felicidad.
Comer no era un momento libre de tensión. La mitad de los niños comían como descosidos. La otra mitad no comía nada. La lechuga sólo le gustaba a uno. Aquí el desgaste también se fue notando: en julio intentábamos convencer a los anoréxicos de que comieran y procurar que los bulímicos no se pasaran. Al final de agosto le dábamos a los comilones los platos de los que no querían comer. Esto daba lugar a preocupantes conversaciones con los padres.
- Señorita, ¿ha comido hoy bien Álvaro?
- Uy, sí, muy bien, como un campeón.
- Es que esta semana ha perdido dos kilos y me tiene preocupada.
- Umm... eso es que estamos haciendo mucho ejercicio en el cole, señora, no se preocupe.
Acabábamos de comer, nos peleábamos por recoger el comedor y nos íbamos de nuevo a la clase. Al principio del verano, cuando todavía intentábamos que los inapetentes comieran, siempre había alguno que estaba en el comedor rumiando los palitos de merluza cuando ya todos los demás se habían ido para clase. Entonces una de nosotras se ofrecía:
- Me quedo con Nerea para que termine de comer, ¿vale?
- Sí, sí, claro, perfecto (cuando en realidad estabas pensando: maldita zorra, sé que prefieres enfrentarte a Nerea regurgitando el yogur antes que a los otros veinticinco hijos de Satán. Cobarde).
Una vez de vuelta todos en la clase, las monitoras llevábamos a cabo el mayor acto de fe de toda la jornada: intentar que los niños durmieran la siesta. Colocábamos colchonetas en el suelto y nos dejábamos caer en ellas con la esperanza de descansar cinco segundos, mientras los veinticinco niños, sin excepción, permanecían sentados y chillando "¡Seño, me aburro! ¡Me aburro! ¡Seño! ¡Seño!".
Entonces poníamos una peli, organizábamos algún juego o les dejábamos saltar sobre sus propias manualidades, en función de nuestro ánimo.
Con la hora de la salida nos pasaba como con la comida: en un ataque de optimismo, empezábamos a arreglar a los niños a las tres y cuarto, como si eso fuera a a hacer que sus padres vinieran antes. Al final pasábamos tres cuartos de hora repitiendo sin parar la canción de los dedos de la mano con veinticinco niños sentados en las escaleras del colegio. Para colmo, esas madres diligentes que estaban allí a las ocho y media no aparecían a recoger a sus hijos ni un minuto antes de las cuatro. Y siempre quedaba algún niño cuya madre había tenido que enfrentarse a un imprevisto terrible y que se nos quedaba apalancado hasta las cuatro y media. Nosotras nos mirábamos con desesperación mientras en niño preguntaba "¿Se ha olvidado mi mamá de mí, seño?".
Cuando volvía hacia mi casa en moto, recuerdo haber pensado que tener un accidente no sería tan malo si me libraba de trabajar allí el resto del verano. Las horas de la tarde pasaban a una velocidad terrible, y yo lo único que podía pensar era "mañana otra vez no, Dios mío, por favor".
Esto era un día estándar en la escuela de verano. La próxima entrada os relataré los extras, bajo el título de "los caminos de los piojos son inescrutables".
Buen fin de semana, chavales.