massobreloslunes: junio 2010

miércoles, 30 de junio de 2010

Primer movimiento: el sueño

Sueño contigo con una claridad pasmosa. No es uno de esos sueños en los que sabes que alguien es alguien, pero con la cara de otro alguien. Tú eres tú, con tu cara, tu piel y tus manos, y yo estoy tan contenta de verte de nuevo.

Nos miramos y nos abrazamos. A mi alrededor, los colores son brillantes y nítidos. Sin embargo, sin saber por qué (quizá por lo irreal de tú y yo mirándonos y abrazándonos) te pregunto:
- ¿Esto es un sueño?
- No lo sé - contestas -. Yo también me lo preguntaba. ¿Es esto un sueño?

Te miro de frente y es curioso, porque puedo ver tus ojos despiertos y tu sonrisa casi burlona como en una fotografía.
- No lo creo - digo -. Es imposible que un sueño parezca tan real. Tranquilo. Está pasando de verdad.

Los dos estamos tan contentos.

Entonces me despierto, a medias por el calor húmedo de la noche de verano, a medias porque tengo que ir al baño.

Y me siento fatal.

domingo, 27 de junio de 2010

Traspiex

Es domingo por la mañana y estoy bañándome en topless en el Balneario cuando, cruzando la playa, montado en su bicicleta, con unas gafas de sol de aviador y una camiseta de Ferrari, aparece J.

[Razones para no meterse en el agua sin la parte de arriba del bikini. Un, dos, tres, responda otra vez:
- Encontrarte a tu ex en bicicleta.]

J. me llamó el martes por teléfono para preguntarme qué tal y para contarme sus problemas de trabajo, en un claro ejercicio de no asumir que no soy ni su novia ni su psicóloga. Encontrármelo allí y estando yo medio desnuda me parece surrealista. Tengo la tentación de sumergirme en el agua y dejarle cruzar la playa, pero al final aprovecho una mirada suya hacia la orilla para levantar la mano y llamarle. No sé por qué lo hago. Él mira, sonríe, se acerca y se queda de pie, como esperando a que salga del agua.

- ¡No pienso salir! - grito -. ¡No tengo bikini!
- ¿La parte de arriba, o la de abajo? - pregunta él.
- ¡La de arriba!

Ni corto ni perezoso, se baja de la bicicleta y se quita la camiseta roja y el pantalón desmontable. Se mete en el mar con decisión, como los vigilantes de la playa, mientras yo permanezco agachada junto a la orilla. Se zambulle detrás de mí y aparece después, con el pelo tieso como las plumas de un pollito mojado.

- ¿Qué tal todo? - me pregunta con los ojos muy abiertos.
- Pues yo qué sé, bien, aquí.
- Yo estaba buscando a mi compañero de piso húngaro, que me dijo que estaría en esta playa.
- Ah.
- Pero debe de estar en la de al lado, porque por aquí no le veo.
- Ajá.

Nos quedamos callados unos segundos.

- Voy a salir, ¿vale? - digo.
- Vale.
- Quédate detrás.
- Te he visto mil veces desnuda.
- Me da igual. Has perdido el derecho a ver estas tetas - me tapo con un brazo y le señalo acusadoramente con el dedo tieso.
- Vale, vale.

Tropiezo intentando salir del agua sin manos. La playa del Balneario está llena de rocas, y me hago polvo el tobillo contra una mientras J. me sigue hacia la orilla. Mis amigas se ríen desde sus toallas, y yo camino deprisa y sin dignidad hacia la mía y me pongo el bikini. J. saluda a mis amigas y se sienta en la arena frente a nosotras, pero la arena quema, así que se acuclilla encima de las chanclas de la PK.

Charlamos un rato. Yo le miro y le veo flaco, y constato que le clarea más el pelo en la parte superior de la cabeza. Dentro de poco empezará a quedarse definitivamente calvo, pienso. Pero me lo seguiría tirando ahora mismo, en este momento, me tiraría sin pensármelo a mi canijo y moreno y pesado ex novio, reluciente de agua y sal en esta mañana de verano.

[Que yo no quiero a J., de verdad. Que si le quisiera, quiero decir, si le amara y quisiera volver con él, casarme con él y tener un montón de hijos morenos y charlatanes, lo diría. Para los cuatro gatos que leen este blog, como para andar mintiéndome a mí misma. Pero tirármelo me lo tiraba, claro que sí, siempre me quiero tirar a J., aunque no lo haya admitido hasta que no he llegado a mi casa de la Viña, a trescientos kilómetros de sus hombros tostados, y me he sentado a escribir esto en el portátil.]

Las cosas que me cuenta ya me las dijo el martes, en la hora que pasó calentándome la oreja por teléfono, así que la conversación languidece por momentos. Al final le propongo acompañarle a buscar a su compañero de piso a la playa de al lado. Caminamos despacio entre las rocas, cruzamos frente al Nereo y bajamos de nuevo a la arena. Él levanta la bicicleta para pasar entre los barcos que hay junto a los astilleros, y yo voy delante muy erguida, sabiendo que me está mirando el culo.

Al final encontramos la bicicleta de su amigo aparcada junto a una de las calas de Pedregalejo y me despido de él con dos besos y un abrazo breve. Cómo huele de bien, pienso, mientras le estrecho contra mí con una mezcla de resignación y alivio.

- La próxima vez que vengas a Málaga llámame - me dice mientras me alejo -. Nos tomamos un café.
- Ya veremos.
- O una piruleta.
- No lo creo.
- ¿Por qué?

Me vuelvo mientras camino. Me encojo de hombros, arqueo las cejas, sonrío con mis dientes blancos y fuertes de niña solitaria y salida. Él se ríe brevemente, me dice adiós con la mano y yo me voy correteando de vuelta al Balneario.

sábado, 26 de junio de 2010

El año en que trabajé con niños, I

Ayer estuve recordando el año que trabajé con niños en una escuela de verano. La escuela estaba en uno de los barrios chungos de Málaga y yo me encargaba, junto con otras dos monitoras, de unos veinticinco niños de cuatro años durante siete horas al día.

Si existe el infierno, debe ser muy parecido a aquello.

Recuerdo que por las mañanas iba en la moto a trabajar como deben de ir los cerdos al matadero. Cuando llegaba ya había decenas de madre esperando en la puerta a que alguien les librara por algunas horas de sus pequeños engendros de Satán. Yo los miraba intentando descubrir si había faltado uno de los malos. Cuando no les veía entrar me alegraba un montón, pero normalmente a las nueve y cuarto aparecía la madre rezagada con es niño colgando del brazo y cara de "pordiosquítamelodeencima". Tú fingías alegría, agarrabas al niño con odio y te metías en el colegio.

En la escuela de verano aprendí que siete horas son muchísimas horas. Cuando llegábamos allí, hacíamos pasar a los niños, les sentábamos en las mesas y nos poníamos a cantar "Buenos días señorita":

Buenos días
Buenos días
¿Cómo están?
¿Cómo están?
Yo estoy muy bien
Yo estoy muy bien
¿Y usted?
¿Y usted?

Señorita
Señorita
Míranos
Míranos
A los pequeñitos
A los pequeñitos
Con amor
Con amor


Cuando una letra de canción infantil intenta convencerte de que mires con amor a tus alumnos, algo va mal. En realidad, creo que me venía muy bien cantar el "buenos días señorita" para empezar a generar mínimos de ternura docente que contrarrestaran mis ganas de matar.

Después de cantar el BDS, repartíamos fichas para que los niños las hicieran. He aquí algo que debéis saber sobre las fichas. En un grupo cualquiera de niños pequeños, la mayoría la hacen en un tiempo normal, pero hay algunos que tardan diez segundos y otros que tardan dos horas. Esto quiere decir que para cuando terminan los tardones, los espabilados te han pedido y han rellenado unas dos mil fichas, acabando con tus existencias y con tus nervios.

Después de hacer las fichas y un par de dibujos, todavía eran aproximadamente las nueve y media y tú ya estabas de niños hasta las narices. Cantabas tres o cuatro canciones. Las diez menos veinte. Cantabas de nuevo todas las canciones y repartías otros dos o tres dibujos por niños. Así, con dificultad, llegaban las diez.

Al principio de empezar a trabajar allí, nos tomábamos los recreos con seriedad. Una hora justa y nos turnábamos para desayunar, de forma que la mitad de las monitoras estuvieran libres para poder jugar con los niños.

En julio nuestros recreos duraban una media de dos horas y media y consistían en soltar a los niños en el patio y rezar mientras nos poníamos tibias a café y pan con aceite.




En fin, que llegaban las once y otra vez a la clase. Con suerte, a alguien se le había ocurrido alguna manualidad o juego original para los niños. Recuerdo el día que pensé que podían hacer cascos con globos, papel de periódico y cola líquida. Todo iba bien hasta que los globos empezaron a explotar y a esparcir pegamento y destrucción a su alrededor como pequeñas granadas de mano. Cuando las madres vinieron a recogerles tuvimos que convencerles de que lo que tenían los niños en las cejas era cola, no una extraña enfermedad de la piel.

A eso de las doce empezábamos a poner la mesa para la comida, en un ataque de optimismo para ver si llegaba antes la hora. Poner la mesa era una actividad disputada. En general, cualquier actividad que no incluyera a los niños, como hacer compras, barrer e incluso limpiar baños infantiles, era muy codiciada por las monitoras. Recuerdo estar manejando con entusiasmo la escobilla del váter mientras pensaba "esto es asqueroso, pero al menos no estoy cantando la canción de recoger".

Cuando, después de quince dibujos, tres manualidades, veinticinco canciones, diez representaciones de la danza del tiburón y tres escuchas completas del disco de Maria Elena Walsh, llegaba el catering de la comida, yo tenía ganas de llorar de felicidad.





Comer no era un momento libre de tensión. La mitad de los niños comían como descosidos. La otra mitad no comía nada. La lechuga sólo le gustaba a uno. Aquí el desgaste también se fue notando: en julio intentábamos convencer a los anoréxicos de que comieran y procurar que los bulímicos no se pasaran. Al final de agosto le dábamos a los comilones los platos de los que no querían comer. Esto daba lugar a preocupantes conversaciones con los padres.

- Señorita, ¿ha comido hoy bien Álvaro?
- Uy, sí, muy bien, como un campeón.
- Es que esta semana ha perdido dos kilos y me tiene preocupada.
- Umm... eso es que estamos haciendo mucho ejercicio en el cole, señora, no se preocupe.

Acabábamos de comer, nos peleábamos por recoger el comedor y nos íbamos de nuevo a la clase. Al principio del verano, cuando todavía intentábamos que los inapetentes comieran, siempre había alguno que estaba en el comedor rumiando los palitos de merluza cuando ya todos los demás se habían ido para clase. Entonces una de nosotras se ofrecía:

- Me quedo con Nerea para que termine de comer, ¿vale?
- Sí, sí, claro, perfecto (cuando en realidad estabas pensando: maldita zorra, sé que prefieres enfrentarte a Nerea regurgitando el yogur antes que a los otros veinticinco hijos de Satán. Cobarde).

Una vez de vuelta todos en la clase, las monitoras llevábamos a cabo el mayor acto de fe de toda la jornada: intentar que los niños durmieran la siesta. Colocábamos colchonetas en el suelto y nos dejábamos caer en ellas con la esperanza de descansar cinco segundos, mientras los veinticinco niños, sin excepción, permanecían sentados y chillando "¡Seño, me aburro! ¡Me aburro! ¡Seño! ¡Seño!".

Entonces poníamos una peli, organizábamos algún juego o les dejábamos saltar sobre sus propias manualidades, en función de nuestro ánimo.

Con la hora de la salida nos pasaba como con la comida: en un ataque de optimismo, empezábamos a arreglar a los niños a las tres y cuarto, como si eso fuera a a hacer que sus padres vinieran antes. Al final pasábamos tres cuartos de hora repitiendo sin parar la canción de los dedos de la mano con veinticinco niños sentados en las escaleras del colegio. Para colmo, esas madres diligentes que estaban allí a las ocho y media no aparecían a recoger a sus hijos ni un minuto antes de las cuatro. Y siempre quedaba algún niño cuya madre había tenido que enfrentarse a un imprevisto terrible y que se nos quedaba apalancado hasta las cuatro y media. Nosotras nos mirábamos con desesperación mientras en niño preguntaba "¿Se ha olvidado mi mamá de mí, seño?".

Cuando volvía hacia mi casa en moto, recuerdo haber pensado que tener un accidente no sería tan malo si me libraba de trabajar allí el resto del verano. Las horas de la tarde pasaban a una velocidad terrible, y yo lo único que podía pensar era "mañana otra vez no, Dios mío, por favor".

Esto era un día estándar en la escuela de verano. La próxima entrada os relataré los extras, bajo el título de "los caminos de los piojos son inescrutables".

Buen fin de semana, chavales.

viernes, 25 de junio de 2010

domingo, 20 de junio de 2010

El olmito

Hace poco más de un año le compré a mi mejor amigo un bonsai para su cumpleaños.

He aquí por qué lo hice.

Hace poco más de tres años, mi amigo tenía un bonsai. Alguien se lo había regalado, no recuerdo bien quién, y él lo cuidaba con esmero. Por las noches lo sacaba a la ventana para que le diera la brisa. Durante el día lo metía en su habitación para poder contemplarlo. O quizá era al revés: lo sacaba de día para que tomara el sol y lo metía de noche para que no pasara frío. En realidad no me acuerdo.

Un día se le cayó el bonsai por la ventana. De día, o de noche, cuando fuera que lo sacaba. Fue a recuperarlo al alféizar de la ventana y el bonsai ya no estaba. Le recuerdo contándomelo con los ojos tristes, y recuerdo cómo me dijo "Es que no era un objeto cualquiera. Era un ser vivo, no sé. Era un arbolito". Vale, el resto de la frase quizá me lo esté inventando para rellenar el post, pero estoy segura de que dijo "era un arbolito", y a mí el concepto de arbolito se me quedó clavado hasta dos años más tarde, cuando fui al vivero que hay cerca de la Lancha de Cenes a buscar un bonsai nuevo para su cumpleaños.

Hay muchos tipos de bonsai. Allí tenían desde pequeños olivos hasta granados que daban frutos diminutos. A mí me gustaron los olmos, porque parecían árboles reales en miniatura. A ver, entendedme, todos los bonsais son árboles en miniatura, pero unos más que otros. La proporción tronco-hoja es importante. Las hojas demasiado grandes hacen que el bonsai parezca una planta amorfa. Encontré un olmito bien proporcionado y me lo llevé a casa. Tenía quince años, creo recordar.

Cuando llegué a casa le recorté con cuidado los brotes nuevos, que se proyectaban hacia el exterior como si fueran pelos tiesos. Era un bonsai precioso, precioso. Producía la sensación mágica de tener un trocito de bosque en la habitación. Era distinto a tener una planta, como si los quince años que había pasado siendo cultivado en el vivero estuvieran acumulados en su pequeño tronco e irradiaran fuerza desde mi ventana. Se lo regalé a mi amigo. Le gustó, creo.

Al principio de este curso, mi amigo se fue de Erasmus a Holanda y me dejó el arbolito. Estuvo muy bien conmigo durante un par de meses; lo cuidé con esmero. Un bonsai no se riega de forma normal, porque el agua lava la tierra y se van los nutrientes. Hay que sumergir la bandeja con tierra en agua sin llegar a cubrirla del todo y dejarlo así un par de horas. También hay que recortar los brotecitos verdes y echar algo de agua en las hojas de vez en cuando para quitar el polvo.

A finales de septiembre me fui a un curso de Vipassana y olvidé decirle a mi madre que regara el bonsai. Me acordé cuando llevaba un par de días meditando en Barcelona, pero para aquel entonces ya no podía contactar con el exterior. Recuerdo cómo me dolió pensar que el arbolito estaba solo en mi cuarto muriéndose de sed y no poder hacer nada para remediarlo.

Cuando llegué a casa, el bonsai daba pena. Sus bonitas ramas tenían un color amarillo parduzco y las hojas se habían caído y estaban esparcidas sobre mi mesa. De verdad que me dolió verlo, mi arbolito medio muerto, quince años de amor y de esfuerzo enviados a la mierda por un despiste de diez días.

Me pasé otros dos meses intentando salvar al bonsai. No era sólo que quisiera revivirlo para entregárselo a mi amigo. Cargarte el regalo que le has hecho a alguien es algo realmente chungo. Es que me daba muchísima pena imaginar que tiraba a la basura al arbolito. Porque era un arbolito. Sólo de pensar en sostener su pequeño y fuerte tronquito de olmo y lanzarlo al contenedor y al olvido hacía que se me partiera el corazón.

Pero el olmito nunca volvió a ser el mismo, y le tuve que decir adiós hace ya unos cuantos meses. Es doloroso destruir algo que amas. Es doloroso renunciar a algo cuando además sabes que todo es culpa tuya.

¿Cuál es la moraleja de esta historia y por qué la cuento hoy aquí?

Pues la cuento aquí para que el olmito no caiga en el olvido. Porque me habría gustado que pudierais verlo y sentir la serenidad que emanaba, tan pequeño y robusto, desde su bandeja de cerámica verde.

Y la moraleja es: no importa los años que se dediquen a una obra. No importa la acumulación de esfuerzo ni los créditos que uno piense que puede conseguir por él. Lo importante es estar siempre atentos. No olvidarnos de las cosas importantes.

Y no dejar de regar nunca el olmito.

viernes, 18 de junio de 2010

El mal vegetal

Me llamo Marina y soy gazpacho-dependiente.

Además, me llamo Marina y no tengo batidora, y no me pienso comprar una hasta que cobre, que está la cosa muy mala.

Hace un par de años descubrí los gazpachos de bote del Mercadona. Alguien me acusó una vez de hacer publicidad de Hacendado en mi blog. Partiendo de la base de que es mi blog y le hago publicidad a quien me salga a mí del potorro, sí, lo confieso: amo a Mercadona y al señor Hacendado, a quien me imagino como un hombre gordo y sonriente vestido de potentado mexicano.

El gazpacho de bote es uno de sus productos más logrados. Vale que no es igual que el gazpacho que te hacía tu madre con hortalizas de la huerta en tus veranos en Nerja, justo antes de que te zambulleras en la piscina con el guapo vecino del quinto, pero asúmelo: ningún gazpacho será capaz de igualar a ese. Así que en los días granaínos en los que no había ganas de ponerse a batir verdura, los tetrabriks del Mercadona eran mi solución preferida. Además de que soy tan maniática que no me gusta el gazpacho natural si no es recién hecho (y tan poco maniática que me hincho de gazpacho de bote. Soy mis contradicciones, qué pasa).

¿Qué pasa? Que aquí en mi barrio no hay Mercadona. Vivir sin Mercadona es extraño y a veces difícil, sobre todo porque el Carrefour tiene algunos detalles que no me gustan un pelo. Para empezar, cambian los productos de sitio cada semana. Algunos los mantienen donde siempre y otros los van rulando por todo el supermercado. Eso me pone de los nervios. ¿Qué se creen, que no nos damos cuenta de que es una maniobra burda y barata para que demos vueltas buscando, un poner, el zumo, y se nos antoje comprarnos unos berberechos al pasar por el pasillo correspondiente? Qué bajeza moral. Mercadona copiará productos ajenos, sí, y estará destrozando la economía del pequeño comerciante de barrio, sí, pero NO cambia las cosas de sitio cada semana.

Otra de las tretas indignantes del Carrefour son sus ofertas malignas. ¿Por qué malignas? os preguntaréis. Una oferta es algo bueno, ¿no? Pues no, amiguitos. Porque ésa fue la treta que me atrapó. Que me atrapó en el mal vegetal.

Como os he dicho, no tengo batidora y quería mi dosis de gazpacho. ¿Hay algo mejor que llegar del trabajo, o de la playa, o de la calle, y servirse un vaso gigante de gazpacho fresquito? ¿Por qué hay gente viviendo en Dinamarca cuando podrían estar aquí bebiendo gazpacho? Total, que unos días después de instalarme en la Viña me fui al Carrefour dispuesta a descubrir nuevos horizontes en el gazpacho de bote (en adelante, GDB).

Panorama en la nevera de GDBs del Carrefour.

- Gapacho Alvalle: cinco euros el brik. ¿¿Perdona?? ¿¿¿¿Cinco euros???? De qué está hecho ese GDB, ¿¿de células madre?? Mira, aunque lo fabricara un abuelita tetrapléjica con los tomates biológicos de su huerta ampurdanesa, no me gastaría cinco euros en un gazpacho. Siguiente.

- Gazpachos Carrefour: un euro y pico el brik. Sí señor; mejoramos. Aunque en realidad yo querría que fueran marca Hacendado, con su alegre potentado mexicano sonriendo benévolo en algún despacho, pero no puede ser y hay que aceptar las pérdidas.

- Gazpacho La Huerta de Bertín. Pues resulta que Bertín Osborne tiene un molino de aceite y una huerta y se dedica a fabricar gazpacho y a poner su foto en el tetrabrik. Esto es verdad y no me lo estoy inventando. Así de pronto, comprarme un gazpacho con ese nombre vergonzante y con una foto de Bertín Osborne sonriéndome siniestra desde el paquete no me mola. Pero diré a mi favor que había leído un comentario positivo de este producto en un blog, y esto, unido a una oferta del mal de Carrefour (dos briks tres euros, creo recordar) me hizo decidirme. Iba yo para la caja tapando la cara de Bertín como quien compra porno, por cierto, pero bueno; me lo llevé y punto.

Maldigo ese día, ¡¡lo maldigo!! Resulta que Bertín hace un gazpacho riquísimo. Además, en el paquete te cuenta nosequé historia de que con su molino de aceite ecológico da de comer a los niños del tercer mundo. El gazpacho La Huerta de Bertín, por tanto, es un gazpacho delicioso y comprometido con el entorno. Así que cuál no sería mi sorpresa al ver que la gente malvada del Carrefour, además de cambiarme el gazpacho de sitio, también había retirado la oferta primigenia. Como un malvado camello que te ofrece tu primera dosis gratuita, ellos habían conseguido engancharme al suave sabor del gazpacho de Bertín y ahora no puedo vivir sin él.


Y espera a probar mi aceite. Muahahaha.

Tengo un problema, lectores. Los gazpachos marca Carrefour son una basura. El molino de aceite y los niños apadrinados por Bertín me echan de menos. Pero todavía no estoy preparada para gastarme tres euros en un gazpacho de bote.

Casi que termino antes comprándome una batidora.

miércoles, 16 de junio de 2010

Tomates y Alcachofas

Creo que esta va a ser la primera vez que cuelgue un vídeo en el blog, pero la ocasión la merece.

Él es la mezcla perfecta entre talento, sensibilidad y que te quede bien un traje.
Es la persona que más me ha enseñado sobre temas tan diversos como el amor, el perdón, los superpoderes de Buda y los matices del rock sinfónico.
Ha compuesto el primer tema new age-minimalista-contestatario de la historia de la música.
Cada día me hace sentir orgullosa de él y de poder llamarle mi amigo.

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PD: Dice que os diga que el sonido es un asco.
PD2: Feliz cumpleaños atrasado, Pepito.

martes, 8 de junio de 2010

Ciudades

Siempre me pasa lo mismo. Me echo la siesta a mediodía y a esta hora estoy espabilada, fresca y llena de inspiración y lo último que me apetece es meterme en la cama.

Llevo un rato bocetando estupideces, revisando escritos antiguos y releyendo diarios. Me ha gustado especialmente un texto que escribí el día que descubrí Google Earth y estuve caminando virtualmente por Barcelona y por Pamplona. Empieza con "hoy en la siesta no he podido dormir", y continúa hablando sobre lo duro que me resultaba revivir la yo que fui en aquellas calles. De hecho, aunque se supone que pretendo hablar tanto de Barcelona como de Pamplona, al final me quedo anclada en Barcelona, y es un texto duro y triste que termina de forma bastante desesperanzadora. Lo que pasa es que ahora la desesperanza ha desaparecido, ha desaparecido la sensación de fracaso, y al releer el texto sólo me llega su intensidad.

Se me acaba de ocurrir pasear virtualmente por Granada, pero si algo me pasa con esa ciudad es que me sé las calles de memoria, las tengo grabadas a fuego en el cerebro y soy capaz de verlas en mi mente con muchísima más claridad que con el streetview. Creo que es porque las he paseado con muchísima profundidad, y he pensado y escrito con la mente y con las manos mucho sobre ella. No era sólo lo que me pasaba allí: yo tenía una relación con la ciudad en sí, con sus rincones y sus detalles, como si estuviera analizando una personalidad gigantesca y compleja con la que podía relacionarme directamente.

Así que después de esa relación tan apasionada con mi ciudad favorita, me extraña un poco sentirme tan a gusto en Cádiz. Y es una forma distinta de sentirse a gusto. Es como cuando cambias de novio y estás bien, estás contenta, pero hay muchísimas cosas distintas, y te sientes casi culpable porque te guste algo tan diferente.

Hoy, por ejemplo, no he sido capaz de encontrar un chino razonablemente cerca de mi casa para comprarme un tupper de arroz tres delicias. En Granada había un chino por cada tres habitantes, aproximadamente. A mí me gustaba mucho ir porque era mi oportunidad de comer en plan restaurante, con mesitas, platos y cantidades ingentes de comida, de forma razonablemente barata. Recuerdo que en primero de carrera, cerca de mi piso de Plaza Einstein, había un chino en el que podías comer un menú de tres platos por menos de cuatro euros. Me acuerdo de que Josy y yo cenábamos allí uno de cada dos días, y después de ponernos ciegas a salsa de soja y glutamato monosódico nos entraba lo que habíamos definido como “chinosis”, y nos retorcíamos de náusea en los sofás de nuestro piso-zulo. Sin embargo, al día siguiente, por algún extraño mecanismo secreto chino, nos olvidábamos de la chinosis y nos abalanzábamos otra vez sobre los tallarines con ternera y bambú.

Y en Cádiz no hay chinos, o por lo menos no tantos. Tampoco hay tapas (eso estoy empezando a superarlo ahora), ni montañas, ni Albayzín. La configuración de la ciudad es completamente distinta, pero tambien es armónica a su manera. Para llegar al centro (a Cádiz, Cádiz, según los de aquí) hay que atravesar lo que se conoce como Puertatierra, que imagino que es la puerta de la antigua muralla. A partir de ahí, la ciudad es casi una isla de callecitas estrechas rodeada de mar. Así que estoy en mi piso con el balcón abierto y casi puedo sentir que alrededor de mi barrio y de la ciudad entera sólo hay mar, kilómetros y kilómetros y millones de litros cúbicos de agua que te protege de la tristeza y de los hombres malos.

Pasado mañana viajo a Pamplona, e igual que Granada está grabada a fuego en mi cerebro, me doy cuenta de que a Pamplona apenas la recuerdo. Tenía una distribución confusa, y yo me dejaba arrastrar por las manos largas de Funes y nunca sabía muy bien dónde me encontraba porque estaba demasiado ocupada en contar las horas que me quedaban antes de irme.

De Pamplona recuerdo la sensación de mirar las caras de la gente y envidiar su pertenencia a aquel lugar. No es que yo quisiera vivir allí (líbreme Dios), pero en un momento en que mi vida consistía básicamente en ir y venir entre allí, Barcelona y Málaga, en un momento en el que estaba empezando a descubrir lo que era estar desarraigado, envidiaba la certeza tranquila que tenían los pamploneses de que se levantarían allí durante los próximos meses y años de su vida.

Supongo que parte de lo que me hace sentirme bien aquí es que estoy anclada. Como un barco sin fecha para su próxima salida; como un barco abandonado, casi. No hay relaciones a distancia que me tengan todo el día colgada del teléfono, y el autobús tardaría tanto en llevarme a Málaga que ahora mismo ni me planteo ir allí. No sé cómo va a ser mi vida, pero sí sé que de momento pienso construirla en un solo sitio.

jueves, 3 de junio de 2010

Corredores

Yo sé dónde están los tíos buenos de Cádiz.

Están corriendo por el paseo marítimo de al lado de mi casa.

Por las calles no ves más que feos, calorros, gordos, calvos. Tíos demasiado viejos o demasiado jóvenes. Es porque todos los guapos veinte y treintañeros están corriendo por el paseo marítimo (o, me figuro, haciendo surf en Tarifa, pero esa parte ya no la trabajo). Así que cuando salgo yo a correr, o más bien a desplazarme al trote cochinero, con mi reloj fluorescente de los chinos y las zapatillas que me compré cuando tenía dieciséis años, me los voy cruzando uno detrás de otro. Tíos morenos, fibrosos, con el pelo corto, con las piernas delgadas y musculosas. Tíos con barba de tres días, con el culo pequeño y las manos grandes.

(Suspiro, suspiro)

Y yo, que aunque no lo parezca estoy muy necesitada, me planteo: ¿cómo se liga corriendo? ¿Cómo aprovechar el medio segundo que tienes para cruzarte al trote con tu objetivo? ¿Me tiro en plancha delante de alguno como si me hubiera torcido el tobillo?

Lesionarme a propósito no me termina de convencer, así que he aquí mi Técnica en Fase de Prueba para Ligar Corriendo (TFPLC).:

1. Les veo venir desde lejos y calibro el tipo, la estatura y la edad.
2. Cuando alguno me mola (que es casi siempre) decelero un poco mientras nos acercamos.
3. Entonces, justo cuando estamos a punto de cruzarnos, yergo la cabeza, estiro la espalda, activo mi zancada elástica y resoplo con elegancia, cambiando mi típico "arf, arf" por un femenino "fuuu, fuuu", mientras cruzo junto al tío con cara de concentración.
4. Nos miramos con intensidad, o quizá yo miro con intensidad y él con sorpresa y pavor, quién sabe.

Después ya está: te vas. Con suerte, te volverás a cruzar al mismo tío cuando ambos vayáis de vuelta. Ahí es donde empleo el paso cinco de mi Técnica en Fase de Prueba para Ligar Corriendo (TFPLC): sonreír con suavidad, que no es fácil cuando estás intentando combinarlo con "fuuus" femeninos.

Mi TFPLC aún está bastante verde y es un punto de partida difícil para una relación, lo confieso. Así que, mientras la perfecciono, se me ocurre montar stands de avituallamiento a lo largo del paseo marítimo donde charlar mientras bebes Gatorade. Se me ocurren quedadas de single runners en las que conocerse corriendo por parejas, rollo citas rápidas pero en movimiento. ¿Se lo planteo al ayuntamiento de Cádiz? No puedo dejar pasar (literalmente) tantos tíos monos, morenos y fibrosos tres tardes a la semana. Lo llevo fatal.

(Ahora, para terminar el post, podría hacer juegos de palabras con "correr" y "correrse", pero paso).

martes, 1 de junio de 2010

El brazo de A.

Hoy nos cuenta un padre en la UCI pediátrica que su hijo de cinco años tuvo un infarto cerebral hace quince días. Están él y su mujer en el despacho que nos han asignado a los residentes para la atención continuada, y que en realidad es un almacén sin ventanas con una mesa y un par de sillas. Los padres de A., que tiene cinco años y la mitad del cuerpo paralizada, son jóvenes y parecen tranquilos. Son fuertes, optimistas, inquietos. La madre es más dulce, más reposada, pero el padre habla mucho y quiere entenderlo todo a la primera, tener las cosas claras y que alguien le diga cómo explicarle a su hijo qué es un infarto cerebral.

Hablan con mi R2 de etapas y de procesos, y a mitad de la conversación, el padre dice: "Él se da cuenta, claro que se da cuenta. Él se da cuenta, porque yo le vi hace unos días mirarse el bracito, tocárselo con la otra mano e intentar moverlo cuando creía que yo no estaba en la habitación, y al final la enfermera le tuvo que cambiar de posición para que dejara de examinarse".

Yo recuerdo cómo es un niño de cinco años, porque estuve trabajando en una escuela de verano hace tiempo y los veía todos los días. Son muy pequeñitos. Sus ropas son pequeñitas, sus manos son pequeñitas y usan un 28 de zapato. No son capaces de esperar una cola o de tumbarse cinco minutos con los ojos cerrados.

Así que de todo este día se me queda en la mente la imagen de A. tumbado en su cama de hospital, mirándose el bracito cuando cree que no le ve nadie y moviéndose la mano y los dedos con su mano izquierda. Me lo imagino absorto como se absorben los niños, que todavía no guardan en la cabeza la cantidad de tiempo, espacio y pensamientos que acumulamos los adultos. Observando su brazo derecho como cuando uno se toca con curiosidad un pie dormido o la cara después de la anestesia del dentista.

A mí me pasa que veo más las escenas de la vida que la imagen global. De hecho, ver la imagen completa me cuesta un poco. Sintonizo más con un solo momento mientras sea lo suficientemente intenso. Y lo que me ha impresionado de A. no ha sido la tristeza obvia de no poder mover la mitad del cuerpo. Lo que más me ha impresionado ha sido pensar en el niño descubriendo con extrañeza su discapacidad y navegando por su mar particular de confusión y de afasia. Y su padre mirándole desde el umbral de la puerta como en una escena de serie americana.