Hay algo raro en América. Algo irreal. Por una parte, todo es igual, es decir: todo es occidental, puedes entenderlo y compartirlo. Pero por otra, todo es sutilmente distinto, con un aire de recién fabricado, como de parque temático. Y ya para terminarlo de arreglar, lo has visto todo en las películas,así que esa misma sensación de novedad se mezcla con la de haber estado aquí millones de veces.
Ayer, después de escribir y tomarme un vaso de leche, fui con Saeed a la estación de autobuses de Denver para salir hacia Boulder. Por el camino iba mirándolo todo por la ventana, mordisqueando el pan de plátano que había comprado en Starbucks y tratando de retener los detalles. Otra cosa curiosa aquí es la poca gente que se ve por las calles. En las pelis no te llama la atención, pero en la vida real resulta raro; como si hubiera habido un cataclismo nuclear y sólo quedaran algunos supervivientes.
Boulder está al pie de las Rocosas y, según me han explicado Pablo y Jenna, es la antiamérica en lo que a obesidad se refiere. Aquí la gente está en forma, vive para el deporte y se pasea por la calle sin camiseta. Verídico. Pasear por la calle sin camiseta es el tipo de cosas que haces en Cádiz y quedas como un cani, pero que haces en Boulder y quedas como un cosmopolita sanote.
Pablo y Jenna me reciben en la estación de autobuses y me llevan a su casa: un bonito apartamento de dos habitaciones en una urbanización residencial. Preparamos rápidamente las mochilas y nos vamos a escalar a una zona cercana: Clear Creek Canyon. Por cierto, que resulta que Boulder está a casi 2000 metros, así que hay que tener cuidado con el mal de altura: te deshidratas, te mareas y no sé cuántas cosas más. El mal de altura y el jet-lag son la mar de útiles para echarles la culpa de todo. Si no estás escalando bien: mal de altura. Si tienes sueño: jet-lag. Si tienes hambre: mal de altura. And so on.
De todas formas, no escalo mal en mi primera intentona americana. Clear Canyon es granito, lo que en teoría es malo, porque la adherencia no es muy allá. Lo que pasa es que yo no he probado mucho granito, pero el que he probado en Madrid se parece a escalar la encimera de tu cocina, así que éste no lo veo ni tan mal. De todas formas, si hay algo que motive a escalar es haber volado miles de kilómetros para hacerlo. Estás ahí y piensas: ¿he volado doce horas para decir "pilla, pilla, que me da miedo"? Ni de coña.
Yo hago cordada con un chico colombiano muy majete que se llama Luis. Escalamos una vía equipada de dos largos y voy de primera con bastante dignidad en el segundo. Equipada quiere decir que ya están puestos los seguros en la roca, y de dos largos quiere decir que el primero sube, se queda arriba y te asegura desde allí, y después sigue el que ha subido segundo y se repite la operación.
(Prometo que voy a empezar a escribir las partes sobre escalada en otro color para no aburriros)
Después de escalar, mientras Pablo intenta una vía complicada que le está dando bastantes quebraderos de cabeza, camino un rato junto al cañón. El cielo está claro y se escucha el arroyo al pie de las montañas. Yo voy mirando las plantas, en las que se produce el mismo efecto de "parecido pero distinto" que en el resto de Estados Unidos. Hay cactus extraños y algo que huele cono el tomillo pero que está blandito y húmedo. Me siento en una roca a tratar de escuchar a las montañas. Desde que vivo en Madrid, creo que no había estado en un espacio tan abierto y tranquilo como éste. Pensar que todos mis problemas y mis historias están ahora mismo en la otra punta del planeta me reconforta. Cuando miro los paisajes de aquí y pienso en los pioneros y el salvaje oeste, me pregunto cómo debieron de sentirse avanzando cada vez más por estas tierras inmensas, sin tener idea de dónde acababan o de lo que iban a encontrarse. También pienso en los indios, tan tranquilitos, invadidos y masacrados de repente por aquellos desconocidos. La raza humana es rara. No podemos quedarnos nunca donde estamos; queremos seguir, avanzar, mejorar. Miradme a mí: no me vale Cádiz, ni Madrid, ni España, ni Europa, ni siquiera avanzar en horizontal. No tengo ni idea de si eso es bueno o una llamada constante a la insatisfacción.
Después de escalar, Pablo, Jenna y yo nos vamos a cenar a una brewery, que al parecer son unos bares-restaurantes que se han puesto ahora de moda y donde fabrican su propia cerveza. En honor a la vigorexia boulderita, cenamos miles de vegetales megafrescos; como yo sigo con mi política de no alcohol, pruebo la root beer, que resulta ser un brebaje dulzón con cierto aire inquietante a enjuague bucal.
Ahora estoy sentada en la moqueta de la habitación que me han adjudicado en el aparatmento. Hace un día precioso fuera. Mi plan es desayunar y salir a dar un paseo para solucionar un par de temas relacionados sobre todo con las comunicaciones, a saber: conseguirle una tarjeta al BI y otra al móvil americano, para que cuando empiece mi Great Roadtrip me pueda comunicar con el mundo y muy especialmente con mi madre. Después tengo que planificar un poco la semana por orden de prioridades, es decir: averiguar primero cuánto podré escalar y rellenar el tiempo restante con otras cosas.
De momento, eso es todo por yanquilandia, queridos. Estoy muy, muy contenta. Ayer una chica me deseó un feliz viaje. "Ya estoy feliz - le expliqué yo -, así que en adelante sólo puede mejorar".