La paciente en cuestión es una chica de 31 años que perdió a su madre hace cuatro meses a causa de un cáncer. Ahora su padre tiene demencia, es la pequeña de cinco hermanos y, entre que es la única mujer y que ahora está en paro, es la que se ocupa principalmente de él. Está tan desbordada que apenas come, no duerme y no es capaz de pensar con claridad.
Cuando ha llegado la hora de su cita, yo estaba de pie en mitad de la consulta del médico observando fijamente un poster de anatomía. De hecho, iba de camino a la puerta, pero me he distraído porque me encanta la anatomía. Me parece mágico cómo encajan todos esos huesos y músculos para formar personas. La chica ha llamado a la puerta y ha entrado. "No sabía si abrir o no", me dice.
Durante la consulta, una de las cosas que más me llama la atención es que repite "Me siento pequeñita. Nadie puede verme". De hecho, pesa cuarenta y tres kilos y medirá en torno al uno sesenta. Está volviéndose literalmente lo más invisible posible.
Al terminar me ha preguntado qué hacer la semana que viene, cuando vuelva a venir a verme para practicar algo de relajación. No sabe si llamar a la puerta si la encuentra cerrada. "Hoy he estado a punto de irme", me dice. "No te preocupes", contesto yo, "llama y ya está. Lo peor que puede pasar es que esté con otro paciente y tengas que esperar un rato". Le sonrío, ella sonríe un poco, se encoge de hombros y se va, diminuta dentro de sus vaqueros anchos.
Despues de que se marchara, me he quedado pensando. Está tan obsesionada con que nadie puede verla, con que nadie podrá ayudarla, que piensa que incluso yo, que trabajo en esto y que tengo una cita con ella apuntada en la agenda de mi ordenador, me voy a olvidar de atenderla y tendrá que marcharse. Hasta ese punto ha abandonado la esperanza.
Hoy comentaba un amigo que queremos tener pareja para que alguien sea testigo de nuestra existencia. Para importarle a alguien sobre la faz de la tierra. Me he acordado de mi paciente y de lo invisible que se sentía. He pensado que a veces mi función como profesional no es más que la de ser un par de ojos. Y también he pensado, no sé por qué, que abandonar la esperanza de que los demás puedan vernos es tirar la toalla demasiado abajo. No nos hemos vuelto invisibles. Siguen ahí nuestros huesos y nuestros músculos, animando nuestro espíritu por debajo de la piel. A veces sólo hace falta llamar a la puerta.