Mi abuela murió el pasado Día de Todos los Santos. No es ningún drama: era mayor y hacía tiempo que había perdido la cabeza, y en esta época loca de COVID, aislamiento y mascarillas, la pobre ya no tenía mucho de lo que disfrutar.
La cuestión es que hoy se han reunido mis seis tíos a repartir sus pertenencias. No tengo claro qué se ha llevado mi madre; el único recado que yo le di fue: pide el reloj con la campana.
Se trata de un reloj antiguo cubierto con una campana de cristal. Lo tuvimos un tiempo en mi casa y siempre me gustó: me parecía mágico, como la rosa de La bella y la bestia. Cuando le dije a mi madre hace un par de días que me gustaba, me respondió:
—Pero ¿para qué lo quieres tú, si no sabes dónde vas a poner el huevo?
No le falta razón. Ahora mismo hay como seis universos de distancia entre la yo actual y Marina comprándose una casa o instalándose a largo plazo en algún sitio. Aun así, no sé, me gusta este reloj y me gusta pensar que algún día tendré dónde ponerlo.
Esto me ha hecho pensar en objetos a los que doy valor sentimental, que no son muchos.
Así que recuerde ahora mismo (e imagino que si no lo recuerdo ahora mismo, será porque no cuenta) solo se me ocurren tres: mi alianza de casada, mi llavero de Matilda y el Señor Chupete.
La alianza me la compré en el Multiplaza Escazú: un enorme centro comercial de San José donde me pasé un día probándome todo lo que tuvieran en blanco tratando de encontrar algo para la boda.
Había perdido la esperanza de encontrar una. En todo sitios las hacían solo por encargo y no estaríamos en San José el tiempo suficiente. Me resigné a casarme sin alianza y pedir una más adelante.
Sin mucha fe, entré en una de las varias joyerías del Multiplaza. Aquel día llovía un montón y se escuchaba el aguacero contra los tejados del centro comercial.
—Quiero una alianza —dije.
—¿Oro blanco, rosa, con diamantes...?
—Oro amarillo normal, de las de toda la vida.
«Señora —me entraron ganas de decirle—, si usted supiera. Nunca pensé que me casaría. Tengo hasta una etiqueta en mi blog sobre eso. Incluso aunque encontré a mi Maromo Definitivo, no creía que lo convencería para hacerlo oficial porque es de los de a mí el Estado no va a decirme a quién quiero. Pero ME CASO, SEÑORA, y el mundo ha de saberlo, y por eso quiero que mi alianza parezca una alianza y no cualquier otra cosa hippie».
Solo tenían una pareja de alianzas de oro amarillo. Me probé la más pequeña y me encajaba como anillo al dedo (JAJAJA). Además, me pareció preciosa. No sé cuántos kilates tiene, pero su dorado es como muy mágico y puro.
La compré en el momento y luego me encerré en un baño del centro comercial, me senté sobre la tapa del váter, deshice los lazos de la bolsa y de la cajita donde me la habían guardado y me la probé con gran orgullo.
Quedaban solo dos semanas para la boda y me las pasé deseando que llegara para poder ponerme mi anillo.
E igual parece muy superficial en plan esclava del patriarcado, pero estoy orgullosa de mi anillo porque mi relación con Pablo es lo que me hace sentir más orgullosa de mi vida ahora mismo. Es lo que mejor me está saliendo. Mi hija me enorgullece, claro, pero no me da la sensación de que sea mérito mío nada de lo que hace. Mi matrimonio es otra cosa: eso sí que me lo he ganado con sangre, sudor y lágrimas.
En cuanto al llavero de Matilda: creo que ya he hablado de él otras veces. Me lo regaló mi querido Anxo por sorpresa. Se lo encargó a su madre, que iba a la feria del libro de Frankfurt, si no me equivoco, donde ella había comprado uno igual varios años antes.
No sé si es el llavero en sí o el hecho de que hubiera tanta logística involucrada en el regalo (su madre, la feria del libro de Frankfurt, que su madre lo trajera de Guadalajara, donde vivía, a Cádiz). El caso es que fue uno de los regalos que más me han conmovido en mi vida.
El último objeto entrañable lo perdimos en el avión de España a Costa Rica. Se trata del Señor Chupete: el primer chupete de Alana y su favorito desde que nació, al que Pablo le había cortado el asa para que no se lo quitara sin querer con su manita. Imaginaba ese chupete como uno de los pocos objetos de mi hija que guardaría toda la vida, pero se perdió para siempre entre los asientos de un avión de Iberia cualquiera.
Es lo que tienen los objetos con valor sentimental, supongo; que su destino último es perderse en el olvido. O igual solo soy yo con mi despiste.