Vuelvo a casa después de cenar sushi con Toni. Escucho Vetusta Morla y canto todo lo alto que me permite mi sentido de la vergüenza, mientras me tapo con el paraguas y trato de ignorar este frío extraño de primavera anómala. Mi vida madrileña ha cambiado bastante desde que volví de EEUU. Rehúyo el metro, traumatizada por el transbordo entre la línea amarilla y la azul oscuro en Plaza de España. No salgo de cañas, no entreno y divido mi día entre trabajar, escribir, meditar y comunicarme de forma constante y compulsiva con P. Mientras camino sobre las baldosas mojadas, me viene a la mente que me siento impermeable. Como si esta ciudad me resbalara.
Me molesta el ojo derecho y llevo unos días con las gafas puestas; como están mal graduadas, no veo muy bien, así que bajo la cabeza y fijo la mirada un par de metros por delante de mí. Me recuerda a algo que me contó mi madre acerca de los monjes que están muy cerca de la iluminación: se supone que deben caminar mirando al suelo para no recibir nuevos estímulos que dificulten su progreso.
Yo estoy tan lejos de la iluminación como lo puede estar un ser humano y, aun así, me gusta esta mirada de monje. Después del entusiasmo inicial madrileño y posterior derrumbe y sufrimiento en el infierno de Muertelandia, he concluido que Madrid para mí no es buena ni mala; simplemente, es demasiado. Demasiada gente, demasiados bares, demasiadas tiendas. Todo podría estar bien en menor cantidad, o podría estar bien si a mí la vida me la soplara, pero soy sensible y esta sobreestimulación me agota.
Invierto mucho, ya lo sabéis todos. Invierto en general. Está bien, porque en general recibo beneficios, pero las operaciones que salen mal me dejan agotada. No es que Madrid haya salido mal. Lo que he aprendido aquí no podría haberlo aprendido en Cádiz. Pero estoy cansada de invertir. Quiero guardar mi energía y tratar por un momento de que las cosas me toquen lo justo.
Así que camino impermeable, mirando al suelo y resistiéndome a esforzarme en los dos meses que me quedan. Negándome a querer hacerme un hueco. Renunciando a todo lo que sé que no voy a vivir aquí y abriendo los brazos a todo lo que quizá sí viva. Y, sobre todo, camino intentando aproximarme a uno de los dos lados de la acera, porque tengo que practicar para recordar cómo caminas cuando no vas sola.
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jueves, 30 de mayo de 2013
martes, 26 de marzo de 2013
Rara
Estoy rara. Por si alguien no se había dado cuenta. Estoy y me siento francamente rara. Algunas cosas están cambiando. Y eso está bien, porque escribí hace ya tiempo que me daba la impresión de que esto seguía, y seguía, y era muy bueno, pero no daba más de sí. Ahora algunas cosas están cambiando, no necesariamente para bien y, al mismo tiempo, de la única forma posible.
Cambian cosas. Esta mañana estaba francamente desesperada. Hacía tiempo que no me encontraba tan mal. Mal nivel "no sé cómo cojones voy a aguantar toda la mañana metida en el hospital". Mal nivel ganas de llorar. He llamado a mi madre a media mañana porque no tenía nada que hacer en el curro. Era para verme: dando vueltas por la planta de maternidad, móvil en mano, mientras los pacientes me miraban preguntándose si no tendría nada mejor que hacer. "La vida no puede ir siempre bien, Pitu - me ha dicho mi madre por teléfono -. Seguro que puedes aprender de esto".
Eso espero, porque no estoy bien; de hecho, estoy regular tirando a mal. Como esos personajes de cómic que caminan por ahí con una nube de tormenta sobre los hombros. Sin encontrar la paz en ninguna parte. Y, aun así, siento que las cosas están cambiando, que están alcanzando un nivel nuevo y que eso es bueno. Madrid no me está dejando más remedio que volver a pensar ciertas cuestiones. Continúo buceando sentimientos y buscando la autenticidad. Sigo tratando de unir esas dos partes separadas de mí misma. Trato de comunicarme con los demás desde un núcleo más verdadero e intento disolver el tremendo bloqueo que siento desde hace un tiempo en lo que a relaciones íntimas se refiere. Sustituyo la soledad real, física, por una búsqueda de mi propio espacio interior que, en realidad, puede estar en cualquier parte. En la plataforma móvil del metro. En un rincón de la cafetería de la Casa Encendida. Encima de cualquier plafón del roco.
Es raro, pero no está mal.
No puedo ser mucho más clara que esto. Llevo un par de copas de vino encima; a mi favor diré que han estado cenando unas amigas en casa. En mi cabeza, de nuevo, todo tiene muchísimo sentido. No sé si en la vuestra también. Pero no nos queda otro remedio a todos (a vosotros, a mí), que sentarnos en silencio como frente a la pantalla de un cine. A observar cómo todo esto se despliega. La vida, las experiencias nuevas, las nuevas sorpresas. No tienen más remedio que hacerlo. El cambio es lo único que permanece siempre constante.
Cambian cosas. Esta mañana estaba francamente desesperada. Hacía tiempo que no me encontraba tan mal. Mal nivel "no sé cómo cojones voy a aguantar toda la mañana metida en el hospital". Mal nivel ganas de llorar. He llamado a mi madre a media mañana porque no tenía nada que hacer en el curro. Era para verme: dando vueltas por la planta de maternidad, móvil en mano, mientras los pacientes me miraban preguntándose si no tendría nada mejor que hacer. "La vida no puede ir siempre bien, Pitu - me ha dicho mi madre por teléfono -. Seguro que puedes aprender de esto".
Eso espero, porque no estoy bien; de hecho, estoy regular tirando a mal. Como esos personajes de cómic que caminan por ahí con una nube de tormenta sobre los hombros. Sin encontrar la paz en ninguna parte. Y, aun así, siento que las cosas están cambiando, que están alcanzando un nivel nuevo y que eso es bueno. Madrid no me está dejando más remedio que volver a pensar ciertas cuestiones. Continúo buceando sentimientos y buscando la autenticidad. Sigo tratando de unir esas dos partes separadas de mí misma. Trato de comunicarme con los demás desde un núcleo más verdadero e intento disolver el tremendo bloqueo que siento desde hace un tiempo en lo que a relaciones íntimas se refiere. Sustituyo la soledad real, física, por una búsqueda de mi propio espacio interior que, en realidad, puede estar en cualquier parte. En la plataforma móvil del metro. En un rincón de la cafetería de la Casa Encendida. Encima de cualquier plafón del roco.
Es raro, pero no está mal.
No puedo ser mucho más clara que esto. Llevo un par de copas de vino encima; a mi favor diré que han estado cenando unas amigas en casa. En mi cabeza, de nuevo, todo tiene muchísimo sentido. No sé si en la vuestra también. Pero no nos queda otro remedio a todos (a vosotros, a mí), que sentarnos en silencio como frente a la pantalla de un cine. A observar cómo todo esto se despliega. La vida, las experiencias nuevas, las nuevas sorpresas. No tienen más remedio que hacerlo. El cambio es lo único que permanece siempre constante.
lunes, 11 de marzo de 2013
Pedro y la fe
Pedro es un chico que vende clínex y mecheros por las mañanas a la entrada del metro de Lavapiés. Todos los días saluda a cada persona con un "buenos días" que pronuncia algo así como "Bosdías". Está haciendo un tiempo asqueroso en Madrid y, aun así, día tras día, aunque nieve o haga frío, él sigue incansable en la entrada del metro, saludando a todo el mundo.
Tiene una forma especial de saludar. No sé muy bien cómo describirla. Aquí hay mucha gente que pide dinero y te vende cosas, y creo que el problema está en la percepción que tenemos los espectadores de que la misma letanía ha sido repetida muchas veces. Pedro tiene la curiosa habilidad de ser capaz de decir "buenos días" a todas las personas que pasan y, aun así, dirigirse a cada una de ellas de una forma profundamente individual, muy personal. Es sutil. O quizá sólo lo noto yo, que soy una fantástica.
La cuestión es que me gusta mucho Pedro, porque no se rinde. Porque llevo dos meses viviendo en Madrid y me ha saludado cada mañana laborable aunque no le comprara nada. Diría incluso que me saludaba como si ya le hubiera comprado algo y esperara a que se lo pagase. Tanto es así que, de hecho, el viernes pasado me llevé un mechero para la hornilla. Me vendrá bien para las velas del quemador y es bonito: amarillo y morado, como el traje de un torero.
Me gusta Pedro, me gustan sus buenos días y su incansable educación matutina. Pensaba que podría aprender de su esfuerzo, o de ese micro-marketing que se hace a sí mismo generando una lenta pero persistente deuda de reciprocidad con nosotros. Pero escribiendo esto me he dado cuenta de que es otra cosa. Es su fe. Es su capacidad para dejar de lado el rencor y la frustración y tratarte como si supiera que vas a comportarte como debes. Y ya os digo que me resulta difícil explicarlo, pero hay algo inspirador en eso. Podría decir que Pedro cree cada mañana en la gente que pasa. Pero igual me estoy pasando; quizá sólo es educado, o quizá yo sólo estoy buscando una frase bonita para acabar el post.
martes, 5 de marzo de 2013
Más momentos metro
Estoy sentada en el metro, camino del fisio. Mi tobillo ya está estupendo; el pie cada vez se parece menos a la extremidad edematosa de un cadáver y más a la de una persona. Voy escuchando Vetusta porque, sinceramente, mi proyecto melómano se ha atascado entre Pink Floyd y Nirvana, y no tengo claro por dónde encontrar la salida. Vetusta mola casi siempre. Canturreo La cuadratura del círculo mientras observo a la gente perdida en las pantallas de sus smartphones.
Entonces entra un tipo con una guitarra. De todas las #cosasdemadriz, la peña que entra en el metro a perturbarte el viaje es mi menos favorita. De menor molestia a mayor: violinistas chungos -> guitarristas chungos -> peruanos y otros flautistas del maligno -> gente que pide normal -> gente que pide con gritos angustiosos -> gente que pide con gritos angustiosos mientras sacude frente a ti sus deformidades físicas (verídico).
Este señor era un guitarrista chungo italiano, así que ni tan mal. De todas formas, yo estaba tan contenta y absorta escuchando Vetusta que cuando ha empezado a rasguear su guitarra y he tenido que parar mi música he resoplado. La gente me ha mirado en plan "mira la gruñona esta, dónde se cree que va con su abrigo rosa"; o quizá no me ha mirado, porque la gente en Madrid en realidad pasa de ti y yo últimamente estoy un poquito autorreferencial.
He escuchado al tipo de la guitarra perpetrar un par de canciones desconocidas. Las tocaba muy rápido, casi como queriendo molestarnos el tiempo mínimo como para que no quedara feo pedirnos dinero. Una cosa hay que decir a favor de los pedigüeños del metro: saben que son un coñazo y se van prontito.
Entonces el señor ha empezado a cantar lo siguiente:
"Io sonno innamorato di Marina/ una ragazza mora ma carina..."
Oh, My God. Es la versión italiana de "Marina, Marina, Marina / contigo me quiero casar": esa canción que todas las Marinas del mundo hemos tenido que escuchar en algún momento. La versión italiana me gusta mucho por pura egomanía. Mi fantasía más bizarra y kitsch de amor romántico incluye al Maromo Definitivo pidiéndome que me case con él cantándome a voces esta canción en italiano, o incluso en castellano, bajo mi balcón. En serio.
Total, que he sonreído, y después me ha dado mucha vergüenza porque la sensación era muy rara. Vale que el señor no sabía que yo me llamo Marina, y vale que cantaba mirando al vacío como si se estuviera volviendo un poco loco de tocar en el metro, pero ahí estaba el tipo: diciendo alto y claro que se quería casar conmigo. En serio: daba vergüenza en algún plano absurdo de mi ser. Era inevitable.
Aun así, me ha gustado. Ha sido gracioso. Un quiebro de caderas del destino, sacándome de una patada de la ensoñación posmoderna que se apodera de uno en cuanto entra en el metro. Ha molado, por no hablar de que es lo más romántico que alguien ha hecho por mí desde... bueno, no; de hecho, desde ayer por la mañana, que alguien tuvo conmigo un detalle la mar de bonito.
En fin.
Que le he dado dos euros.
Así es el ego.
Entonces entra un tipo con una guitarra. De todas las #cosasdemadriz, la peña que entra en el metro a perturbarte el viaje es mi menos favorita. De menor molestia a mayor: violinistas chungos -> guitarristas chungos -> peruanos y otros flautistas del maligno -> gente que pide normal -> gente que pide con gritos angustiosos -> gente que pide con gritos angustiosos mientras sacude frente a ti sus deformidades físicas (verídico).
Este señor era un guitarrista chungo italiano, así que ni tan mal. De todas formas, yo estaba tan contenta y absorta escuchando Vetusta que cuando ha empezado a rasguear su guitarra y he tenido que parar mi música he resoplado. La gente me ha mirado en plan "mira la gruñona esta, dónde se cree que va con su abrigo rosa"; o quizá no me ha mirado, porque la gente en Madrid en realidad pasa de ti y yo últimamente estoy un poquito autorreferencial.
He escuchado al tipo de la guitarra perpetrar un par de canciones desconocidas. Las tocaba muy rápido, casi como queriendo molestarnos el tiempo mínimo como para que no quedara feo pedirnos dinero. Una cosa hay que decir a favor de los pedigüeños del metro: saben que son un coñazo y se van prontito.
Entonces el señor ha empezado a cantar lo siguiente:
"Io sonno innamorato di Marina/ una ragazza mora ma carina..."
Oh, My God. Es la versión italiana de "Marina, Marina, Marina / contigo me quiero casar": esa canción que todas las Marinas del mundo hemos tenido que escuchar en algún momento. La versión italiana me gusta mucho por pura egomanía. Mi fantasía más bizarra y kitsch de amor romántico incluye al Maromo Definitivo pidiéndome que me case con él cantándome a voces esta canción en italiano, o incluso en castellano, bajo mi balcón. En serio.
Total, que he sonreído, y después me ha dado mucha vergüenza porque la sensación era muy rara. Vale que el señor no sabía que yo me llamo Marina, y vale que cantaba mirando al vacío como si se estuviera volviendo un poco loco de tocar en el metro, pero ahí estaba el tipo: diciendo alto y claro que se quería casar conmigo. En serio: daba vergüenza en algún plano absurdo de mi ser. Era inevitable.
Aun así, me ha gustado. Ha sido gracioso. Un quiebro de caderas del destino, sacándome de una patada de la ensoñación posmoderna que se apodera de uno en cuanto entra en el metro. Ha molado, por no hablar de que es lo más romántico que alguien ha hecho por mí desde... bueno, no; de hecho, desde ayer por la mañana, que alguien tuvo conmigo un detalle la mar de bonito.
En fin.
Que le he dado dos euros.
Así es el ego.
jueves, 17 de enero de 2013
#cosasdeMadriz
Hoy estoy rara. Como un poco disociada. Camino entre mi roco y mi casa mirando el GPS del móvil. Las calles tienen sentido porque unen un punto con otro, pero no forman parte de algo más grande en mi cabeza y no tengo muy claro hacia dónde voy. Cuando llego a casa, ceno algo rápido y me siento en mi habitación, frente al escritorio. Oye: que esto que tienes debajo es Madrid, me digo, y es raro. Aún no siento esta vida como mía.
Recuerdo el proceso de ser parte de algo y cómo me fui gaditanizando poco a poco. ¿Qué necesitas para ser de un sitio? Quererlo un poco. Poder prever ciertas cosas. Que algunos movimientos se conviertan en hábitos, mientras conservas la capacidad de dejarte sorprender.
Cosas que me encantan de Madrid a dia de hoy:
- El metro. Es tan bizarro. Todos corriendo por ahí como si fuéramos los ejércitos del mal. La gente en silencio subiendo y bajando escaleras, con sus pasos firmes resonando entre los túneles: pam, pam, pam. En el transbordo entre las línes 3 y 10 en Plaza de España, justo a los pies de la escalera mecánica, hay uno de esos puntos musicales, y cada día te sorprende un notas diferente. El martes había un chico que cantaba pop británico con una guitarra. Ayer un mariachi que desafinaba tela. Hoy un tipo que había construido una batería con regaderas: verídico. Sus músicas extrañas llenan el ambiente y no consiguen humanizar el metro: al contrario, le dan un aire todavía más siniestro, más de distopía cutre. Pero yo lo miro desde fuera, y me río, y me mola correr escaleras arriba como quien hace ejercicio.
- La calefacción. Bendita seas. Bendito calor en todas partes, benditas puertas cerradas de los bares. Se acabó esa negación andaluza de "como estamos en Cádiz no concebimos el frío". Amo la calefacción y el Ikea Lifestile de meterme en casa a las tres y ver tranquilamente cómo anochece sobre mis tejados.
- ChMM. No es guapo, pero es realmente Muy, Muy Mono, y muy divertido. Tiene algo tierno. Me hace reír en dos frases, y eso me encanta, y me da igual que escribirlo en letra de tamaño normal me lo gafe: mola ChMM y es un buen aliciente para entrenar.
- Mi calle. Es guapísima. Está llena de bares, de pequeños comercios y de gente por las calles. Las tiendas tienen un montón de comidas raras marroquís y sudamericanas. Hoy he encontrado una cosa que se llama harina de plátano y no quiero más que comprarla y comerla todo el rato, aunque no sepa exactamente lo que es.
- El bullibulli. Me gusta que parece que hay muchas cosas y mucha vida. Como si todo estuviera fácilmente accesible, y uno pudiera extender la mano y coger lo que le apeteciera. No es real, por supuesto; no creo que en realidad todo este mucho más cerca aquí que en Cádiz desde el punto de vista existencial. Pero me gusta la sensación de que podría pasar cualquier cosa.
- Lo nuevo, en general. Me gusta la gente nueva, la casa nueva, la calle nueva, el roco nuevo... desempolvar otra vez la mirada curiosa de recién llegada e ir construyendo una vida ladrillo a ladrillo. Me gusta formar lazos. Reírme con los residentes frente al café asqueroso del McDonalds, que otro compañero del roco me enseñe las fotos de cuando estuvo escalando en hielo en Davos, tender la ropa de Cris porque a ella no le da tiempo.
No voy a hacer una lisa de lo que no me gusta, porque me parece una pérdida de tiempo. Me pregunto qué pensaré de este post cuando pasen seis meses. De momento, voy a tratar de no agobiarme cuando siento que no soy yo entera, sino yo a trozos, y que estoy aterrizando en una rutina que no me pertenece. Voy a dejarme llevar por este pequeño y controlable caos. Voy a averiguar cómo se prepara la harina de plátano esa. Y, sobre todo, me lo voy a pasar la mar de bien.
Recuerdo el proceso de ser parte de algo y cómo me fui gaditanizando poco a poco. ¿Qué necesitas para ser de un sitio? Quererlo un poco. Poder prever ciertas cosas. Que algunos movimientos se conviertan en hábitos, mientras conservas la capacidad de dejarte sorprender.
Cosas que me encantan de Madrid a dia de hoy:
- El metro. Es tan bizarro. Todos corriendo por ahí como si fuéramos los ejércitos del mal. La gente en silencio subiendo y bajando escaleras, con sus pasos firmes resonando entre los túneles: pam, pam, pam. En el transbordo entre las línes 3 y 10 en Plaza de España, justo a los pies de la escalera mecánica, hay uno de esos puntos musicales, y cada día te sorprende un notas diferente. El martes había un chico que cantaba pop británico con una guitarra. Ayer un mariachi que desafinaba tela. Hoy un tipo que había construido una batería con regaderas: verídico. Sus músicas extrañas llenan el ambiente y no consiguen humanizar el metro: al contrario, le dan un aire todavía más siniestro, más de distopía cutre. Pero yo lo miro desde fuera, y me río, y me mola correr escaleras arriba como quien hace ejercicio.
- La calefacción. Bendita seas. Bendito calor en todas partes, benditas puertas cerradas de los bares. Se acabó esa negación andaluza de "como estamos en Cádiz no concebimos el frío". Amo la calefacción y el Ikea Lifestile de meterme en casa a las tres y ver tranquilamente cómo anochece sobre mis tejados.
- ChMM. No es guapo, pero es realmente Muy, Muy Mono, y muy divertido. Tiene algo tierno. Me hace reír en dos frases, y eso me encanta, y me da igual que escribirlo en letra de tamaño normal me lo gafe: mola ChMM y es un buen aliciente para entrenar.
- Mi calle. Es guapísima. Está llena de bares, de pequeños comercios y de gente por las calles. Las tiendas tienen un montón de comidas raras marroquís y sudamericanas. Hoy he encontrado una cosa que se llama harina de plátano y no quiero más que comprarla y comerla todo el rato, aunque no sepa exactamente lo que es.
- El bullibulli. Me gusta que parece que hay muchas cosas y mucha vida. Como si todo estuviera fácilmente accesible, y uno pudiera extender la mano y coger lo que le apeteciera. No es real, por supuesto; no creo que en realidad todo este mucho más cerca aquí que en Cádiz desde el punto de vista existencial. Pero me gusta la sensación de que podría pasar cualquier cosa.
- Lo nuevo, en general. Me gusta la gente nueva, la casa nueva, la calle nueva, el roco nuevo... desempolvar otra vez la mirada curiosa de recién llegada e ir construyendo una vida ladrillo a ladrillo. Me gusta formar lazos. Reírme con los residentes frente al café asqueroso del McDonalds, que otro compañero del roco me enseñe las fotos de cuando estuvo escalando en hielo en Davos, tender la ropa de Cris porque a ella no le da tiempo.
No voy a hacer una lisa de lo que no me gusta, porque me parece una pérdida de tiempo. Me pregunto qué pensaré de este post cuando pasen seis meses. De momento, voy a tratar de no agobiarme cuando siento que no soy yo entera, sino yo a trozos, y que estoy aterrizando en una rutina que no me pertenece. Voy a dejarme llevar por este pequeño y controlable caos. Voy a averiguar cómo se prepara la harina de plátano esa. Y, sobre todo, me lo voy a pasar la mar de bien.
domingo, 13 de enero de 2013
Aterrizando, pero esta vez ya de verdad
Cuando te mudas mucho, empiezas a aprender que las casas son como las personas: no hay ninguna perfecta, así que aprovecha las ventajas de la que tienes en cada momento y trata de ignorar los pequeños defectos.
Ya estoy en mi nueva casa, en el centro de Lavapiés. Es un quinto sin ascensor, así que de aquí a agosto voy a tener un culo para partir nueces. Está a diez minutos de mi roco nuevo y a dos de la parada de metro. Tiene vigas en el techo, una estantería llena de plantas y una espaldera para estirarse en una de las paredes.
Me va a gustar mi cuarto, que da a tejados. Todas las casas en las que he sido feliz últimamente han dado a tejados: la última de Granada y las dos de Cádiz. Me encanta el paisaje de tejas frente a mis ojos e imaginarme a seres traslúcidos que se sientan en ellas con las piernas colgando. Me va a gustar tener cama de matrimonio, que siempre esconde la posibilidad de que quepan dos, y mi enorme armario con hueco para guardar mi desorden sin que se vea. Me van a gustar las dos gatas, Mía y Musa, y la calefacción central, y el suelo de parqué.
Nunca pensé que viviría en Madrid, le digo a Cris poco después de llegar, mientras ordeno por trigésimo octava vez en mi vida el contenido de las cajas. ¿Y eso? pregunta ella. Pues no sé, contesto; supongo que llegó un punto en el que creí que me quedaría siempre en el sur. Es raro: por una parte Cádiz está muy reciente, a la vuelta de la esquina del pasado, y también planea sobre un futuro feliz y luminoso de aquí a ocho meses. Por otra parte, desde que llegué el martes todo esto me ha absorbido, y mi presente inmediato es muy Madrid, y eso me gusta. Estoy aquí sentada en pijama y me encanta la sensación de tener un hueco en esta ciudad invivible.
Cuántas ciudades ya. Cuántas maletas. Y qué bonita la oportunidad de descubrir una nueva. De cruzar la frontera entre un turista y una persona que tiene un hogar bajo uno de esos tejados. De conocer despacio y desde abajo otra manera de estar en el mundo.
Hoy sí, hoy ya va en serio. Hoy inauguramos oficialmente Madrid.
Que tengáis un feliz lunes.
Ya estoy en mi nueva casa, en el centro de Lavapiés. Es un quinto sin ascensor, así que de aquí a agosto voy a tener un culo para partir nueces. Está a diez minutos de mi roco nuevo y a dos de la parada de metro. Tiene vigas en el techo, una estantería llena de plantas y una espaldera para estirarse en una de las paredes.
Me va a gustar mi cuarto, que da a tejados. Todas las casas en las que he sido feliz últimamente han dado a tejados: la última de Granada y las dos de Cádiz. Me encanta el paisaje de tejas frente a mis ojos e imaginarme a seres traslúcidos que se sientan en ellas con las piernas colgando. Me va a gustar tener cama de matrimonio, que siempre esconde la posibilidad de que quepan dos, y mi enorme armario con hueco para guardar mi desorden sin que se vea. Me van a gustar las dos gatas, Mía y Musa, y la calefacción central, y el suelo de parqué.
Nunca pensé que viviría en Madrid, le digo a Cris poco después de llegar, mientras ordeno por trigésimo octava vez en mi vida el contenido de las cajas. ¿Y eso? pregunta ella. Pues no sé, contesto; supongo que llegó un punto en el que creí que me quedaría siempre en el sur. Es raro: por una parte Cádiz está muy reciente, a la vuelta de la esquina del pasado, y también planea sobre un futuro feliz y luminoso de aquí a ocho meses. Por otra parte, desde que llegué el martes todo esto me ha absorbido, y mi presente inmediato es muy Madrid, y eso me gusta. Estoy aquí sentada en pijama y me encanta la sensación de tener un hueco en esta ciudad invivible.
Cuántas ciudades ya. Cuántas maletas. Y qué bonita la oportunidad de descubrir una nueva. De cruzar la frontera entre un turista y una persona que tiene un hogar bajo uno de esos tejados. De conocer despacio y desde abajo otra manera de estar en el mundo.
Hoy sí, hoy ya va en serio. Hoy inauguramos oficialmente Madrid.
Que tengáis un feliz lunes.
viernes, 11 de enero de 2013
Viernes
Este mediodía iba yo caminando junto a las Cuatro Torres y pensaba que me gusta Madrid. Imagino que cinco días aquí no son suficientes para hacer un juicio como ese, pero lo he pensado. Es curioso cómo el estado de ánimo inluye en lo que nos rodea. Las grandes ciudades siempre me han angustiado; las veía enormes y hostiles. Como últimamente, sin embargo, vivo en el país de la piruleta, no me siento amenazada por Madrid. Pienso que a mí me gusta la gente y aquí hay mucha, y que me gustan los detalles y aquí hay muchos también.Tiene uno la sensación de que está en el cogollo, de que aquí pasan cosas.
Ayer me apunté al roco, viva y bravo. Mi roco nuevo es fabuloso. Es gigante y tiene varias salas de distinto tipo, con presas sobre un plafón que imita a la roca. Me he unido a un grupo de entrenamiento dirigido, con el loable fin de ponerme fuerte como un limón salvaje, y ayer di mi primera clase. Al principio estaba de los nervios, como si se me hubiera olvidado escalar de un día para otro. Después resultó que hice un papel bastante digno, encadenando a la primera varios bloques de una compe que celebraron hace poco. Estoy más fuerte de lo que pensaba. Lo mejor, sin embago, fue encontrarme al final de la clase exclamando los mismos "vamos, bicho" que en Cádiz y discutiendo dónde íbamos a ir a escalar en cuanto den bueno.
Creo que lo voy a pasar muy bien aquí.
La muerte la voy llevando. Aún es pronto para hablar de eso. Ésta es la vez de toda la residencia que más rechazo estoy sintiendo hacia enfrentarme al sufrimiento ajeno. Normalmente no me da miedo, pero a ratos pienso que esto me viene un poco grande. He pasado la mañana a medias entrando con mi adjunta y a medias leyendo el capítulo sobre paliativos de un libro sobre psicooncología, tratando de reunir el valor para visitar a mi paciente la semana que viene. La situación de tener que acompañar a alguien a la muerte me parece todavía demasiado fuerte y surrealista, y creo que algo dentro de mí se rebela frente a ella. Aun así, no me va a quedar más remedio que agarrarme los machos y tirar adelante. Porque a veces pienso que quién me manda a mí meterme en esto. Y la mayoría de las veces contesto que bueno, que alguien tiene que hacerlo.
Aun así, curiosamente, esta profesión sigue haciéndome regalos. Ayer pensé en no ir al roco. Estaba cansada y casi decido dejarlo para la semana que viene. Después me dije que estoy viva y sana, y que si puedo escalar hoy, por qué no hacerlo. Pensé en todos los pacientes a los que he visto esta semana, y que no pueden ir a un roco porque están enfermos o doloridos o tristes. Pensé que mañana podría estar demasiado lejos, y que cada segundo que pasamos sobre la tierra es tan, pero tan precioso. Y me fui al roco, y lo pasé genial.
Me estoy dando cuenta de que una buena vida, en realidad, tiene que ver con prepararse bien para la muerte. Con vivir cada momento planteándonos si esa decisión nos hará estar más o menos en paz con la vida cuando nos toque irnos.
[Estamos apañados. Lo que le faltaba a mi cansina felicidad es el contacto diario con la muerte. Ya os podéis ir preparando para meses y meses de "oh-Dios-estar-vivo-es-la-ostia". Os pido disculpas de antemano.]
Este post se parece a las entradas de mi diario cuando tenía quince años, pero no doy para mucho más. Tengo el cerebro agotado de procesar información nueva y me quiero ir a dormir. Os veo en breve. Os quiero.
Ayer me apunté al roco, viva y bravo. Mi roco nuevo es fabuloso. Es gigante y tiene varias salas de distinto tipo, con presas sobre un plafón que imita a la roca. Me he unido a un grupo de entrenamiento dirigido, con el loable fin de ponerme fuerte como un limón salvaje, y ayer di mi primera clase. Al principio estaba de los nervios, como si se me hubiera olvidado escalar de un día para otro. Después resultó que hice un papel bastante digno, encadenando a la primera varios bloques de una compe que celebraron hace poco. Estoy más fuerte de lo que pensaba. Lo mejor, sin embago, fue encontrarme al final de la clase exclamando los mismos "vamos, bicho" que en Cádiz y discutiendo dónde íbamos a ir a escalar en cuanto den bueno.
Creo que lo voy a pasar muy bien aquí.
La muerte la voy llevando. Aún es pronto para hablar de eso. Ésta es la vez de toda la residencia que más rechazo estoy sintiendo hacia enfrentarme al sufrimiento ajeno. Normalmente no me da miedo, pero a ratos pienso que esto me viene un poco grande. He pasado la mañana a medias entrando con mi adjunta y a medias leyendo el capítulo sobre paliativos de un libro sobre psicooncología, tratando de reunir el valor para visitar a mi paciente la semana que viene. La situación de tener que acompañar a alguien a la muerte me parece todavía demasiado fuerte y surrealista, y creo que algo dentro de mí se rebela frente a ella. Aun así, no me va a quedar más remedio que agarrarme los machos y tirar adelante. Porque a veces pienso que quién me manda a mí meterme en esto. Y la mayoría de las veces contesto que bueno, que alguien tiene que hacerlo.
Aun así, curiosamente, esta profesión sigue haciéndome regalos. Ayer pensé en no ir al roco. Estaba cansada y casi decido dejarlo para la semana que viene. Después me dije que estoy viva y sana, y que si puedo escalar hoy, por qué no hacerlo. Pensé en todos los pacientes a los que he visto esta semana, y que no pueden ir a un roco porque están enfermos o doloridos o tristes. Pensé que mañana podría estar demasiado lejos, y que cada segundo que pasamos sobre la tierra es tan, pero tan precioso. Y me fui al roco, y lo pasé genial.
Me estoy dando cuenta de que una buena vida, en realidad, tiene que ver con prepararse bien para la muerte. Con vivir cada momento planteándonos si esa decisión nos hará estar más o menos en paz con la vida cuando nos toque irnos.
[Estamos apañados. Lo que le faltaba a mi cansina felicidad es el contacto diario con la muerte. Ya os podéis ir preparando para meses y meses de "oh-Dios-estar-vivo-es-la-ostia". Os pido disculpas de antemano.]
Este post se parece a las entradas de mi diario cuando tenía quince años, pero no doy para mucho más. Tengo el cerebro agotado de procesar información nueva y me quiero ir a dormir. Os veo en breve. Os quiero.
miércoles, 9 de enero de 2013
Madrid y la muerte
Estoy sentada en el escritorio de la habitación de mi primo, en Coslada. Al otro lado de la pared escucho cómo mis tíos agitan los dados en los cubiletes del parchís mientras ven Puenteviejo. Todavía no he podido mudarme al piso de Lavapiés, así que estoy aquí de refugiada política. Aunque tardo hora y media en llegar al curro, mi tía es amor, me hace lentejas y lava el olor a humedad gaditana de toda la ropa que traigo.
Me resulta complicado escribir hoy. Hay tantos datos nuevos en mi cerebro que no sé por dónde empezar. Quizá deba hacerme caso a mí misma y utilizar los detalles para ver hasta dónde me llevan.
Son las nueve de la mañana y estoy en la estación de Chamartín. Hoy entro más tarde, pero a partir de mañana tendré que salir de casa a las siete menos cuarto. El termómetro marca menos tres grados y las Cuatro Torres se pierden en la niebla. Yo salgo de la estación y bajo unas escaleras para cruzar bajo una carretera enorme. Llevo en la mano un café con leche de la enésima franquicia madrileña y me lo voy bebiendo a sorbitos.
En ese momento, tengo una revelación: voy a trabajar con personas con cáncer. CÁNCER. No sé si había contado eso aquí. En la rotación que estoy haciendo ahora te asignan a un dispositivo dentro del hospital, y a mí me ha tocado psicooncología y dolor crónico. En princpio, ni me iba ni me venía; pensé que aprendería de cualquier lugar. Pero hoy he caído en la cuenta.
Gente con cáncer. Gente que igual se muere. Me he dicho: a ver, Marina, si tú te encariñas con un apio, qué cojones piensas hacer cuando tus pacientes empiecen a palmar. Luego he pensado: bueno, no se morirán tanto. Seguro que la mayoría sobrevive. La lucha contra el cáncer, los avances de la ciencia y tal.
A última hora, ya me habían asignado a mi primer paciente y, adivinad qué: se está muriendo.
Íbamos con la psiquiatra por las habitaciones y nos presentaba a los pacientes que íbamos a tener cada uno. Y yo, que ya sabía que el mío se estaba muriendo, pensaba cada vez "por favor, que no sea éste, que es muy joven, que parece agradable, que me cae muy bien".
A la salida del hospital, miraba otra vez las torres. Pensaba que son grandiosas. Realmente grandiosas. Te pueden gustar o no, pero nada puede negar el hecho de que los humanos han conseguido apilar uno sobre otro un montón de pisos hasta llegar casi a los 250 metros. Un cuarto de kilómetro en vertical. Pensaba en mi paciente y en la putada que tiene que ser saber que te vas en breve y que te vas a perder todo esto. Toda esta locura humana tan absurda y tan bella.
Las torres, la niebla, los menos tres grados bajo cero. El café caliente entre las manos, los cientos de coches cruzando las calles, la cara de la dependienta del Rodilla cuando te tiende un sandwich de pan integral y pavo. Las lentejas de mi tía, el parchís, caminar con calcetines sobre el parqué templado sabiendo que fuera hace frío. Escribir, leer, escalar, los amigos, los abrazos, los besos, las celivibraciones y las vibraciones obscenas. Todo eso se queda y tú te vas.
Sé que no es un buen primer post madrileño. Podría escribir con más ánimos sobre las miles de horas de transporte público que me estoy chupando, mis complejos andaluces y mi miedo a que empiecen a llamarme "la Juani" o lo mucho que echo de menos los molletes con tomate, pero hoy mi verdad es esa. Ya llegará la alegría, porque siempre llega, pero hoy Madrid es Madrid y la muerte, y no puedo ni quiero hacer nada para esconderos eso.
Me resulta complicado escribir hoy. Hay tantos datos nuevos en mi cerebro que no sé por dónde empezar. Quizá deba hacerme caso a mí misma y utilizar los detalles para ver hasta dónde me llevan.
Son las nueve de la mañana y estoy en la estación de Chamartín. Hoy entro más tarde, pero a partir de mañana tendré que salir de casa a las siete menos cuarto. El termómetro marca menos tres grados y las Cuatro Torres se pierden en la niebla. Yo salgo de la estación y bajo unas escaleras para cruzar bajo una carretera enorme. Llevo en la mano un café con leche de la enésima franquicia madrileña y me lo voy bebiendo a sorbitos.
En ese momento, tengo una revelación: voy a trabajar con personas con cáncer. CÁNCER. No sé si había contado eso aquí. En la rotación que estoy haciendo ahora te asignan a un dispositivo dentro del hospital, y a mí me ha tocado psicooncología y dolor crónico. En princpio, ni me iba ni me venía; pensé que aprendería de cualquier lugar. Pero hoy he caído en la cuenta.
Gente con cáncer. Gente que igual se muere. Me he dicho: a ver, Marina, si tú te encariñas con un apio, qué cojones piensas hacer cuando tus pacientes empiecen a palmar. Luego he pensado: bueno, no se morirán tanto. Seguro que la mayoría sobrevive. La lucha contra el cáncer, los avances de la ciencia y tal.
A última hora, ya me habían asignado a mi primer paciente y, adivinad qué: se está muriendo.
Íbamos con la psiquiatra por las habitaciones y nos presentaba a los pacientes que íbamos a tener cada uno. Y yo, que ya sabía que el mío se estaba muriendo, pensaba cada vez "por favor, que no sea éste, que es muy joven, que parece agradable, que me cae muy bien".
A la salida del hospital, miraba otra vez las torres. Pensaba que son grandiosas. Realmente grandiosas. Te pueden gustar o no, pero nada puede negar el hecho de que los humanos han conseguido apilar uno sobre otro un montón de pisos hasta llegar casi a los 250 metros. Un cuarto de kilómetro en vertical. Pensaba en mi paciente y en la putada que tiene que ser saber que te vas en breve y que te vas a perder todo esto. Toda esta locura humana tan absurda y tan bella.
Las torres, la niebla, los menos tres grados bajo cero. El café caliente entre las manos, los cientos de coches cruzando las calles, la cara de la dependienta del Rodilla cuando te tiende un sandwich de pan integral y pavo. Las lentejas de mi tía, el parchís, caminar con calcetines sobre el parqué templado sabiendo que fuera hace frío. Escribir, leer, escalar, los amigos, los abrazos, los besos, las celivibraciones y las vibraciones obscenas. Todo eso se queda y tú te vas.
Sé que no es un buen primer post madrileño. Podría escribir con más ánimos sobre las miles de horas de transporte público que me estoy chupando, mis complejos andaluces y mi miedo a que empiecen a llamarme "la Juani" o lo mucho que echo de menos los molletes con tomate, pero hoy mi verdad es esa. Ya llegará la alegría, porque siempre llega, pero hoy Madrid es Madrid y la muerte, y no puedo ni quiero hacer nada para esconderos eso.
domingo, 2 de diciembre de 2012
Madrid, subir de grado y las nostalgias futuras
Queridos:
Dentro de un mes y cinco días estaré viviendo en Madrid. La idea me aberra y me atrae a partes iguales. Me gustaría poder hacer las dos cosas a la vez: permanecer en mi Cádiz, con mi gente, mis marismas, mi roco y mis cuatro cosas, y a la vez conocer Madrid, más gente, más rocos, más cosas. Barajo la posibilidad de volverme en mayo, después de la primera rotación, porque la primavera gaditana es excesivamente hermosa. Vaya ánimos llevo, por otra parte, si lo primero en lo que estoy pensando antes de irme es en volver antes de tiempo.
Cuando le digo a mi madre lo bien que estoy en Cádiz, ella insiste en que en Granada también estaba bien, y en que yo estoy bien en todos lados. Creo que es una forma sutil de pedirme por favor que no me vaya a quedar aquí para siempre. Pero qué va: Granada estaba bien porque me gustaba y porque lo pasé muy bien cuando vivía allí, pero hoy por hoy Cádiz es mi hogar. Quiero decir, que yo vivo aquí. No es que mi gente de aquí sea mejor que cualquier otra gente a la que haya querido a lo largo de mi vida. Es que son mi gente de ahora. Los compis del curro, mi admirado R mayor, el MIR, las recientes adquisiciones huelguísticas que ahora se conocen con el nombre de los Patos. La Roquipandi, mi psiquiatra Pilar, mi querido Anxo. Mis pacientitos.
Todo eso sumado a lo mucho que me gustan mi vida, mi piso, mi furgo y mi Isla, a la ilusión absurda con que me levanto cada mañana sin contar estos últimos catorce días de infierno huelguístico. Sumado a mis proyectos presentes y futuros, al roco por las tardes, la bici por las marismas, los miércoles en Vejer, mis obesos de endocrino, los paseos por la playa y la búsqueda no culminada del desayuno callejero definitivo.
Aun así, me voy a Madrid. Porque hay que seguir ensanchándose. Pero no puedo evitar pensar que soy idiota si cada vez que me siento feliz y segura en una situación de mi vida me apaño para cambiarla.
Hoy he encadenado mi tercer 6b (el grado más difícil en escalada que he hecho hasta ahora, pero que no deja de ser bastante asequible, que conste). Venía pensando en que creo que subir de grado es un cambio de mentalidad. Cuando empiezas a escalar no quieres más que agarres buenos. Quieres meter la mano hasta el fondo en el canto que te da seguridad y apoyar los pies en una repisa. Creo que yo seguiré subiendo de grado si acepto que para ello tendré que escalar apoyándome en mierda pura, confiar en que las regletas les servirán a mis dedos y en que los pies de gato se apoyarán en muescas minúsculas.
Como siempre, me empeño en seguir aplicando a la vida las lecciones de la escalada. Escalar no es más que renunciar una y otra vez a la seguridad de quedarse quieto. Alcanzas cierto confort, tu cuerpo grita desesperadamente por permanecer ahí, y tu mente tiene que obligarle a moverse. Ahora quiero vivir más grado. Y creo que sólo lo lograré si supero el miedo y aprendo de una vez que hacerse fuerte consiste en necesitar cada vez menos apoyo para seguir subiendo.
Dentro de un mes y cinco días estaré viviendo en Madrid. La idea me aberra y me atrae a partes iguales. Me gustaría poder hacer las dos cosas a la vez: permanecer en mi Cádiz, con mi gente, mis marismas, mi roco y mis cuatro cosas, y a la vez conocer Madrid, más gente, más rocos, más cosas. Barajo la posibilidad de volverme en mayo, después de la primera rotación, porque la primavera gaditana es excesivamente hermosa. Vaya ánimos llevo, por otra parte, si lo primero en lo que estoy pensando antes de irme es en volver antes de tiempo.
Cuando le digo a mi madre lo bien que estoy en Cádiz, ella insiste en que en Granada también estaba bien, y en que yo estoy bien en todos lados. Creo que es una forma sutil de pedirme por favor que no me vaya a quedar aquí para siempre. Pero qué va: Granada estaba bien porque me gustaba y porque lo pasé muy bien cuando vivía allí, pero hoy por hoy Cádiz es mi hogar. Quiero decir, que yo vivo aquí. No es que mi gente de aquí sea mejor que cualquier otra gente a la que haya querido a lo largo de mi vida. Es que son mi gente de ahora. Los compis del curro, mi admirado R mayor, el MIR, las recientes adquisiciones huelguísticas que ahora se conocen con el nombre de los Patos. La Roquipandi, mi psiquiatra Pilar, mi querido Anxo. Mis pacientitos.
Todo eso sumado a lo mucho que me gustan mi vida, mi piso, mi furgo y mi Isla, a la ilusión absurda con que me levanto cada mañana sin contar estos últimos catorce días de infierno huelguístico. Sumado a mis proyectos presentes y futuros, al roco por las tardes, la bici por las marismas, los miércoles en Vejer, mis obesos de endocrino, los paseos por la playa y la búsqueda no culminada del desayuno callejero definitivo.
Aun así, me voy a Madrid. Porque hay que seguir ensanchándose. Pero no puedo evitar pensar que soy idiota si cada vez que me siento feliz y segura en una situación de mi vida me apaño para cambiarla.
Hoy he encadenado mi tercer 6b (el grado más difícil en escalada que he hecho hasta ahora, pero que no deja de ser bastante asequible, que conste). Venía pensando en que creo que subir de grado es un cambio de mentalidad. Cuando empiezas a escalar no quieres más que agarres buenos. Quieres meter la mano hasta el fondo en el canto que te da seguridad y apoyar los pies en una repisa. Creo que yo seguiré subiendo de grado si acepto que para ello tendré que escalar apoyándome en mierda pura, confiar en que las regletas les servirán a mis dedos y en que los pies de gato se apoyarán en muescas minúsculas.
Como siempre, me empeño en seguir aplicando a la vida las lecciones de la escalada. Escalar no es más que renunciar una y otra vez a la seguridad de quedarse quieto. Alcanzas cierto confort, tu cuerpo grita desesperadamente por permanecer ahí, y tu mente tiene que obligarle a moverse. Ahora quiero vivir más grado. Y creo que sólo lo lograré si supero el miedo y aprendo de una vez que hacerse fuerte consiste en necesitar cada vez menos apoyo para seguir subiendo.
martes, 28 de febrero de 2012
Segundo post: Madrid en amarillo
Quedo con Erika en la Puerta del Sol. Que te llamen por teléfono, te pregunten dónde andas y tú digas "En Sol", así como si nada, me suena madrileño de la muerte. Estoy en el Corte Inglés, en el stand de MAC, a la búsqueda del rojo de labios perfecto. Lo cual es absurdo, porque me voy a pintar los labios de rojo dos veces en los próximos cien años, pero esas dos veces quiero estar estupenda. Al final, por una extraña confusión de mi cerebro que no voy a explicar porque es larga y absurda, acabo con dos rojos, dos: uno mate y potente, otro brillante y un poco más suave. Me pinto los labios en el baño del Corte Inglés y salgo a la plaza.
En Madrid uno se siente no exactamente pequeño, sino anónimo. Aquí en Cádiz, por ejemplo, es como que la vida tiene peso. La gente es parte de cosas. Lo notas en cuanto sales a la calle: vas caminando por la Viña y de repente tienes que pararte, y es porque se ha formado uno de sus típico atascos de gente, que consisten en que dos o más personas se han encontrado por casualidad y ahora están tranquilamente charlando y bloqueando el paso. La gente se conoce, canta en público, le grita a sus hijos en las plazas. Las vidas tienen una especie de entidad. En Madrid una se siente todo el rato como el cliché de alguien más que como alguien en sí. El cliché de chica solitaria que se duerme la siesta en el Retiro. El cliché de pareja guapa que toma café junto a la ventana del Starbucks.
Lo que no es necesariamente malo, ojo. El momento siesta en el Retiro ha sido sencillamente perfecto. Andaba yo con una hipoglucemia del Averno tras haber tenido la ocurrencia de tomarme un café bombón por ahí, así que me compré una bolsita de anacardos que tragué sin transición: para cuando me di cuenta de que estaba medio indigestada, ya era demasiado tarde, así que me tumbé al suave sol primaveral con el bolso bajo la cabeza y me quedé frita. Llevaba toda la mañana leyendo "El mundo amarillo", de Albert Espinosa, que es de esos libros que no me compraría pero que puedo pedir prestado de la biblioteca para ver qué hace que todo el mundo lo compre. Y a ver, el tal Albert está como unas maracas. Es como el estereotipo de "el cáncer me enseñó tanto, y ahora soy como Papá Noel harto de Prozac echando un polvo en Disneylandia". Y cuenta cosas que como que no te las crees mucho, porque cuando estaba en el hospital todo el mundo a su alrededor era sabio y compasivo, y la enfermera bailó con él una canción de Machín el día antes de que le cortaran la pierna y blablablá. Pero a pesar de todo esto y a pesar del cinismo que también a mí me sale a veces, el tipo consigue que te metas en tu juego, que sonrías con sus ocurrencias y que te sientas contento sin saber bien por qué. Lo que no es moco de pavo.
El caso es que paso el resto del día tomando cafés en sitios sucesivos, pensando en la novela que voy a escribir, sintiéndome feliz por estar viva, comprando libros y dándole vueltas al concepto de "amarillos". Todo así revuelto. Lo de los amarillos lo dice Albert en el libro: personas que no son exactamente amigos ni tampoco amantes. Que aparecen en tu vida y te hacen sentir especial. Personas que te tocan y a las que tocas, que te han visto dormir y despertar. Que no necesitan mantenimiento, como llamadas o mensajes, porque vuestra conexión no depende de eso. Es un concepto muy raro; mejor leer el libro para entenderlo. Pero es bonito. Creo que los amarillos existen y creo que he tenido algunos, y mientras doy vueltas por Madrid esperando a que Erika salga de currar pienso que sin duda ella es una amarilla.
Aparece por la calle Montera que, por cierto, ¡¡qué fuerte!! Está llena de putas. Pero qué clase de ciudad rara es esta, con la gente tomando cañas a las ocho de la tarde y un montón de prostitutas así tan campantes esperando de pie con medio culo al aire. La cosa es que llega Erika y me dice que estoy guapísima, y yo también se lo digo a ella, y me alegro un montón de que nos encontremos en la Gran Ciudad. Erika es hawaiana (verídico), pero lleva tanto tiempo aquí que habla español con acento andaluz. Coincidimos en Cádiz los primeros meses del PIR, pero luego tuvo que irse porque terminaba la carrera. Es indescriptiblemente guay. Todo lo que dice o hace es como si lo escucharas por primera vez. Tiene el superpoder de crear tiempo nuevo, de poner las cosas sobre la mesa como recién lavadas y hacer que tú las veas igual.
"Que eres mi amarilla," le explico en cuanto nos sentamos en un Rodilla a tragar un par de sandwiches. Se ríe mucho con el concepto." Eres mi amarilla - le explico -, porque me haces sentir especial. Porque no necesitas mantenimiento, y como eres fisio me has tocado un montón, me has dado masajes y me has utilizado como cobaya para las prácticas de movilización de articulaciones. Y nos hemos visto dormir y despertar, como aquella vez que eché la siesta en tu casa y al despertar te miré muy fijamente y te dije que ojalá estuvieras hecha de chocolate para poder darte un bocado."
"Qué guay ser tu amarilla", contesta, y luego le cuento la idea de mi novela y le parece genial, y nos pasamos el resto de la noche buscando un nombre para el protagonista. "Llámale Domingo, o Bienvenido", me dice, porque son nombres que le gustan. Mira el significado desde su espíritu libre de no hispanoparlante y le encanta que alguien pueda llamarse como un día feliz de la semana, o que a alguien se le diga siempre que es bien recibido en algún sitio. Yo me niego a llamar así al protagonista de mi novela, pero me río igual.
Nos pintamos los labios de rojo. Ella se pone el clarito brillante, yo el fuerte mate, y nada más ponérselo le queda tan bien. Destaca reluciente en medio de sus rasgos japoneses y de su pelo liso y negro, así que le regalo el pintalabios y nos vamos a buscar algún lugar donde poder tomar un vino. "Te cambia el aura", me dice al cabo de un rato. "¿El qué? ¿El vino? ¿La amistad? ¿Los amarillos?". "No, no, el pintalabios rojo".
Vuelvo tarde a casa, mirando mi reflejo de labios rojos en las ventanas oscuras del metro. Me pesa un horror el bolso porque me he gastado un dineral en libros. Que la culpa no es mía, la culpa es de ese paraíso en la tierra llamado La Casa del Libro, que te tienes que subir con escalera a la sección de psicología para bucear entre los estantes de terapia familiar, muy fuerte. Me bajo en Coslada Central por bajarme en algún lado, que no os creáis que tengo muy claro hacia dónde queda la casa de mi tía. En la calle no hay ni Dios y yo me oriento como puedo. Me entra un poco de miedo: yo, tan pequeña, con mis labios rojos y mis bolsas de libros, ahí sola a medianoche en la periferia de la Gran Ciudad. Luego pienso que el miedo no me va a servir de nada: que ahora mismo mi misión es orientarme bien y estar alerta. Me alejo de las paredes, abro mucho los ojos y me esfuerzo en recordar que hay que gritar "fuego" si te atacan, porque es más probable que la gente acuda.
Llego sana y salva a casa de mi tía. Estoy contenta. Lo he pasado muy bien. No sólo mirando libros y material de montaña, o tomando un caramel macchiato enorme porque el Starbucks será Satán, pero hacen un café bien rico. Sobre todo, me lo he pasado bien con Erikita. Mi amarilla. Y las ciudades serán lo que sean. Me da miedo Madrid y perderme entre un montón de gente que parece estar haciendo lo mismo que yo. Me da miedo no ser capaz de encontrar el silencio. Pero en realidad lo importante, lo digo siempre, es la gente. Erika convirtiendo Madrid en una extensión de Cádiz, o de Málaga, o de cualquier lugar en que te hayas sentido feliz, acompañada y muerta de risa.
Y aquí queda el segundo post de hoy. Voy a cenar y a ver si me atrevo con el tercero. Mi estado de ánimo mejora de manera exponencial. La lavadora ya está centrifugando. Todo va bien.
En Madrid uno se siente no exactamente pequeño, sino anónimo. Aquí en Cádiz, por ejemplo, es como que la vida tiene peso. La gente es parte de cosas. Lo notas en cuanto sales a la calle: vas caminando por la Viña y de repente tienes que pararte, y es porque se ha formado uno de sus típico atascos de gente, que consisten en que dos o más personas se han encontrado por casualidad y ahora están tranquilamente charlando y bloqueando el paso. La gente se conoce, canta en público, le grita a sus hijos en las plazas. Las vidas tienen una especie de entidad. En Madrid una se siente todo el rato como el cliché de alguien más que como alguien en sí. El cliché de chica solitaria que se duerme la siesta en el Retiro. El cliché de pareja guapa que toma café junto a la ventana del Starbucks.
Lo que no es necesariamente malo, ojo. El momento siesta en el Retiro ha sido sencillamente perfecto. Andaba yo con una hipoglucemia del Averno tras haber tenido la ocurrencia de tomarme un café bombón por ahí, así que me compré una bolsita de anacardos que tragué sin transición: para cuando me di cuenta de que estaba medio indigestada, ya era demasiado tarde, así que me tumbé al suave sol primaveral con el bolso bajo la cabeza y me quedé frita. Llevaba toda la mañana leyendo "El mundo amarillo", de Albert Espinosa, que es de esos libros que no me compraría pero que puedo pedir prestado de la biblioteca para ver qué hace que todo el mundo lo compre. Y a ver, el tal Albert está como unas maracas. Es como el estereotipo de "el cáncer me enseñó tanto, y ahora soy como Papá Noel harto de Prozac echando un polvo en Disneylandia". Y cuenta cosas que como que no te las crees mucho, porque cuando estaba en el hospital todo el mundo a su alrededor era sabio y compasivo, y la enfermera bailó con él una canción de Machín el día antes de que le cortaran la pierna y blablablá. Pero a pesar de todo esto y a pesar del cinismo que también a mí me sale a veces, el tipo consigue que te metas en tu juego, que sonrías con sus ocurrencias y que te sientas contento sin saber bien por qué. Lo que no es moco de pavo.
El caso es que paso el resto del día tomando cafés en sitios sucesivos, pensando en la novela que voy a escribir, sintiéndome feliz por estar viva, comprando libros y dándole vueltas al concepto de "amarillos". Todo así revuelto. Lo de los amarillos lo dice Albert en el libro: personas que no son exactamente amigos ni tampoco amantes. Que aparecen en tu vida y te hacen sentir especial. Personas que te tocan y a las que tocas, que te han visto dormir y despertar. Que no necesitan mantenimiento, como llamadas o mensajes, porque vuestra conexión no depende de eso. Es un concepto muy raro; mejor leer el libro para entenderlo. Pero es bonito. Creo que los amarillos existen y creo que he tenido algunos, y mientras doy vueltas por Madrid esperando a que Erika salga de currar pienso que sin duda ella es una amarilla.
Aparece por la calle Montera que, por cierto, ¡¡qué fuerte!! Está llena de putas. Pero qué clase de ciudad rara es esta, con la gente tomando cañas a las ocho de la tarde y un montón de prostitutas así tan campantes esperando de pie con medio culo al aire. La cosa es que llega Erika y me dice que estoy guapísima, y yo también se lo digo a ella, y me alegro un montón de que nos encontremos en la Gran Ciudad. Erika es hawaiana (verídico), pero lleva tanto tiempo aquí que habla español con acento andaluz. Coincidimos en Cádiz los primeros meses del PIR, pero luego tuvo que irse porque terminaba la carrera. Es indescriptiblemente guay. Todo lo que dice o hace es como si lo escucharas por primera vez. Tiene el superpoder de crear tiempo nuevo, de poner las cosas sobre la mesa como recién lavadas y hacer que tú las veas igual.
"Que eres mi amarilla," le explico en cuanto nos sentamos en un Rodilla a tragar un par de sandwiches. Se ríe mucho con el concepto." Eres mi amarilla - le explico -, porque me haces sentir especial. Porque no necesitas mantenimiento, y como eres fisio me has tocado un montón, me has dado masajes y me has utilizado como cobaya para las prácticas de movilización de articulaciones. Y nos hemos visto dormir y despertar, como aquella vez que eché la siesta en tu casa y al despertar te miré muy fijamente y te dije que ojalá estuvieras hecha de chocolate para poder darte un bocado."
"Qué guay ser tu amarilla", contesta, y luego le cuento la idea de mi novela y le parece genial, y nos pasamos el resto de la noche buscando un nombre para el protagonista. "Llámale Domingo, o Bienvenido", me dice, porque son nombres que le gustan. Mira el significado desde su espíritu libre de no hispanoparlante y le encanta que alguien pueda llamarse como un día feliz de la semana, o que a alguien se le diga siempre que es bien recibido en algún sitio. Yo me niego a llamar así al protagonista de mi novela, pero me río igual.
Nos pintamos los labios de rojo. Ella se pone el clarito brillante, yo el fuerte mate, y nada más ponérselo le queda tan bien. Destaca reluciente en medio de sus rasgos japoneses y de su pelo liso y negro, así que le regalo el pintalabios y nos vamos a buscar algún lugar donde poder tomar un vino. "Te cambia el aura", me dice al cabo de un rato. "¿El qué? ¿El vino? ¿La amistad? ¿Los amarillos?". "No, no, el pintalabios rojo".
Vuelvo tarde a casa, mirando mi reflejo de labios rojos en las ventanas oscuras del metro. Me pesa un horror el bolso porque me he gastado un dineral en libros. Que la culpa no es mía, la culpa es de ese paraíso en la tierra llamado La Casa del Libro, que te tienes que subir con escalera a la sección de psicología para bucear entre los estantes de terapia familiar, muy fuerte. Me bajo en Coslada Central por bajarme en algún lado, que no os creáis que tengo muy claro hacia dónde queda la casa de mi tía. En la calle no hay ni Dios y yo me oriento como puedo. Me entra un poco de miedo: yo, tan pequeña, con mis labios rojos y mis bolsas de libros, ahí sola a medianoche en la periferia de la Gran Ciudad. Luego pienso que el miedo no me va a servir de nada: que ahora mismo mi misión es orientarme bien y estar alerta. Me alejo de las paredes, abro mucho los ojos y me esfuerzo en recordar que hay que gritar "fuego" si te atacan, porque es más probable que la gente acuda.
Llego sana y salva a casa de mi tía. Estoy contenta. Lo he pasado muy bien. No sólo mirando libros y material de montaña, o tomando un caramel macchiato enorme porque el Starbucks será Satán, pero hacen un café bien rico. Sobre todo, me lo he pasado bien con Erikita. Mi amarilla. Y las ciudades serán lo que sean. Me da miedo Madrid y perderme entre un montón de gente que parece estar haciendo lo mismo que yo. Me da miedo no ser capaz de encontrar el silencio. Pero en realidad lo importante, lo digo siempre, es la gente. Erika convirtiendo Madrid en una extensión de Cádiz, o de Málaga, o de cualquier lugar en que te hayas sentido feliz, acompañada y muerta de risa.
Y aquí queda el segundo post de hoy. Voy a cenar y a ver si me atrevo con el tercero. Mi estado de ánimo mejora de manera exponencial. La lavadora ya está centrifugando. Todo va bien.
lunes, 6 de febrero de 2012
Qué fácil es estar contenta un lunes cuando se tiene saliente y puedes dormir hasta que te duela
Pues parece ser que sí: que me voy a Madrid ocho meses enteritos. Qué genial. ya estoy mirando rocos y talleres de escritura. A lo mejor me hiperestimulo y me vuelvo loca; quién sabe. Para entonces llevaré dos años y medio en Cádiz y tres veranos de sol y Caleta. El verano en Cádiz te deja tocado: tu cerebro se inunda de endorfinas, te vuelves loco de atardecer a las diez y media de la noche, el viento de levante te zumba el cerebro y llegas a la conclusión de que el trabajo es muy prescindible. Luego todo eso se suma al slow de la vida gaditana y acabas disfrutando de esta mezcla entre lo sencillo y lo cutre. El caso es que cuando llegue a Madrid y vea que lo tengo disponible TODO, igual me explota el cerebro.
Lo que sí creo es que allí me enamoraré o aberraré en silencio, una de dos.
Mi última experiencia con una gran ciudad fue Barcelona, y fue mala. Claro, que por aquel entonces yo tenía dieciocho años y no sabía nada de la vida. Qué gracia, porque el sábado en la guardia estuve hablando con el MIR acerca de si uno va sabiendo más de la vida con los años o en realidad es todo el rato igual de estúpido. Supongo que uno sabe más y, al mismo tiempo, se va haciendo más consciente de la de cosas que le quedan por saber. Y sigue cometiendo errores parecidos. Por otra parte, si lo miro ahora pienso que hay algo de tierno en seguir cometiendo grandes errores: algo de inocencia ilusionada que, a pesar de todo, no quiero perder.
Me acuerdo perfectamente del primer día que llegué a Barcelona. Me bajé del tren en Plaza Catalunya y miré aquellos edificios sobredimensionados. Tuve que entrar al BBVA para que me solucionaran nosequé papeleo, y caminaba sobre los suelos de mármol como los niños de Mary Poppins en el banco de su padre. Barcelona a los dieciocho años me daba mucho, mucho miedo. Me dio tanto miedo que desde entonces me propuse vivir de Despeñaperros para abajo, y aquí me tenéis: casi todo lo al sur que se puede estar.
Iba pensando estos días en escribir un post sobre Andalucía. El otro día hablábamos en el roco de este vídeo, que para los que no queráis verlo es de un notas escalando un bloque que se tira al suelo y cae a lo loco encima de otro notas. El bloque consiste en escalar rocas pequeñas y difíciles sin cuerda, con colchones debajo y gente que se coloca para cubrirte y ayudarte a caer. El caso es que el vídeo es muy, muy gracioso, y lo que no se entiende muy bien es lo serios que se quedan los tíos después de la caída. Que eso pasa aquí, en Cádiz, y el cámara se empieza a descojonar en el momento en que el tío no sabe bien cómo bajarse del bloque, y para cuando se ha caído encima del otro ya está echando las tripas por el suelo. Lo que quiero decir es que me gusta mucho, mucho, mucho Andalucía, y más concretamente Cádiz y el carácter de aquí. Hay que pagar un precio por vivir aquí, eso está claro, y somos todos muy informales, y muy impuntuales, y no es que seamos vagos: es que estamos cansaos. Y hace mucho calor en verano, y se llena de guiris, y la gente tira los papeles al suelo y bueno, pueden parecer tópicos, pero hay diferencias con el norte y se nota. Sin embargo, a mí me compensa.
Y a pesar de esto quiero irme. Ya lo dije el otro día: nunca pensé que le iba a coger el truco a lo de mudarme. Hay una parte de mí que quiere arraigar y, de hecho, el año pasado había veces que cuando volvía de Málaga entraba en Cádiz acurrucada en posición fetal en los asientos del autobús y pensando en mayúsculas PERO SE PUEDE SABER QUÉ COJONES ESTÁS HACIENDO AQUÍ. Y justo ahora que estoy arraigando, que tengo amigos de verdad y no solo conocidos, que la del Covirán me conoce y no me roban la moto de la puerta de mi casa aunque me vaya un mes... resulta que la perspectiva de irme unos meses me encanta.
Supongo que tiene que ver con las posibilidades que esconde lo nuevo y lo rápido que se ensucia la limpieza mental de las calles. Me acuerdo de cuando Granada era nueva para mí y de lo rápido que se llenó de recuerdos. No llevaba allí ni un mes cuando ya miraba con nostalgia los bares donde había conocido a Nacho, el amigo de Josy que me robó el corazón un verano. Me hace gracia recordar también las primeras semanas en Cádiz, cuando iba de un lado a otro aturdidísima, buscando copisterías y ferreterías. Y ahora es raro que salga y no me encuentre a un paciente o a un conocido.
El tema de la vida es que tiene tantas posiblidades, tantas. Es muy rica. Y a veces se nos olvida. No es solo por las ciudades. Es rica en las personas a las que nos presenta y las experiencias que nos ofrece. Es tan rara y tan loca, tan brutalmente injusta y al mismo tiempo tan luminosa. Contiene muchas opciones y solo tenemos un cerebro y un corazón para atravesarla. Lo peor, o lo más gracioso, según se mire, es que al final todo eso, todo nuestro corazón tan dolorosamente ensanchado, nuestro cerebro tan lleno de aprendizaje y experiencia, morirá y se desintegrará. Y eso lo vuelve todo tan absurdo y, al mismo tiempo, tan importante. El borrador sin cuadro del que hablaba Kundera. La búsqueda de un sentido que se nos escapa todo el rato.
No sé. Hoy ha molado como día. Me he levantado tan contenta que me podría haber preocupado. Ha habido crepes, libros, música y una visita breve al Carrefour, que me relaja. He bailado en mi salón y he eludido otra vez las tareas de la casa. Porque en realidad, ya sabéis que yo siempre digo eso de que todo va a salir bien. Pero, si me apuráis, todo está saliendo bien, ya, ahora.
PD: Señor M., ha llegado el momento de abrirle una etiqueta a Madrid. Hu ha.
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