Cuando mi langosta y yo nos tomamos el primer café a solas, yo aún no sabía que iba a ser mi langosta. Lo intuía, porque yo los amores los intuyo: antes de conocerle ya había hecho mentalmente un hueco para su cabeza junto a mi almohada, y preveía los cafés mañaneros en las terrazas y los vinos nocturnos escuchando fados. Pero tampoco estaba tan segura, porque una nunca está segura de esas cosas, así que aquel día, en aquel primer café, J. y yo nos estudiábamos como antes de una batalla, hablando con una sonrisa en los labios pero sin despistar por un momento los ojos inquisidores. No recuerdo muy bien de qué hablamos: de libros, imagino; de por qué todos los que leen por primera vez “El lobo estepario” se sienten identificados con el protagonista (menos J. y yo, que somos superespeciales y por eso estamos yo con él y él conmigo, hala); de cuando él estuvo de Erasmus, de cuando yo viví en Barcelona. Me acuerdo, eso sí, de la imagen de él tocándose la nuca con las manos, dejando ver la cara interna de los brazos, que descendía suavemente hacia una axila tapada por su, según me confesó después, camiseta de ligar. Creo que fue al ver esos brazos, al ver sus curvas suaves y delgadas y la cara de él sonriendo tímido entre ambos, cuando supe que antes del anochecer acabaríamos en la cama.
Después de dos horas de charla ininterrumpida, cuando los cafés no eran más que un poso pegajoso de azucar derretida, J. se levantó un momento para ir al baño. En la mesa de al lado había una pareja con un niño pequeño, y mientras esperaba a J. le hice un par de carantoñas al crío: le saqué la lengua, me puse bizca… lo típico. Cuando J. volvió, la pareja se levantó de la mesa, haciendo además de irse. Y en aquel momento, el hombre miró fijamente a J. y le dijo: “cuídala, que es muy especial”. Los dos nos quedamos cortados, sin saber qué decir, porque aún estábamos en esa fase de la cita en que las cosas se saben pero no están claras. El hombre prosiguió “Ay, Granada, qué bonita ciudad para enamorarse. Mi mujer y yo nos conocimos aquí, y todos los años venimos para celebrarlo”.
Y sin más se fue, entre nuestras sonrisas desorientadas.
Hoy, que J. y yo somos langostas de amor y paseamos por el estanque cogidos de las pincitas, nos gustaría encontrar a aquel señor clarividente que nos predijo el futuro de forma tan misteriosamente precisa. A mí me gusta pensar (pero no se lo digáis a J.), que nosotros también volveremos a Granada, a sentarnos otra vez en la terraza de aquel café y conmemorar nuestros primeros intercambios tímidos de palabras (las palabras, mi amor, siempre las palabras). A lo mejor entonces también podemos jugar a los augures con otra pareja tan llena de miedo y expectación como lo estábamos nosotros aquella tarde.
Cuando regreséis a esa terraza, ya será con experiencia, y eso es un grado. No por ello ha de ser sinónimo de lo rutinario. El regreso a la terraza ha de ser un flashback delicioso, saboreando lo bueno que es haber hecho las cosas bien, juntos.
ResponderEliminarSalud/OS!
Supongo que te darás cuenta de que, en cierto modo, para ese hombre vuestra cita fue tanto regalo como para vosotros ¿verdad? =D
ResponderEliminarQué historia más bonita - y qué bonita la cuentas tú, además. He dicho.
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