lunes, 30 de julio de 2012
Advertencia:
Republicar mis post está siendo un infierno de Satanás, así que os ruego que tengáis paciencia si tardo y si van apareciendo un poco desordenados. Gracias por vuestra comprensión :)
Amenazando de muerte a los grandes escritores contemporáneos; así me va
A ver, Jonathan Franzen: tú y yo tenemos un problema.
Lo sé en cuanto salgo hoy a la calle con Las correcciones bajo el brazo y me siento en una terracita de la plaza a tomar un tinto. He pasado la mañana en casa, terminando un absurdo trabajo de investigación del curro, y opino que ha llegado mi momento de relax de lunes. Tu libro y yo tenemos una cuenta pendiente. Reconozco que te aparqué el sábado y me llevé el Kindle a la guardia, porque ocupa menos, y que entre paciente y paciente me leí una novela cutre de David Safier que, no obstante, me hizo reír mucho un par de veces. Ya hablaré de la experiencia Kindle, por cierto, pero adelanto que no sabes cuánto me alegro de tener tu libro en papel. Porque tu historia, tus palabras, se merecen ocupar un lugar real en el mundo, tener dimensiones y peso.
El caso, Jonathan, es que a ver, cómo te lo digo: yo quiero ser escritora. Vale, corrijo, que escritora ya soy. Yo quiero escribir más y mejor, quizá algo largo, quizá una novela, y no hacerme rica (aunque no estaría mal) pero que me leyera mínimamente alguien y, sobre todo, sentirme orgullosa de lo que escribo. Pensar que he hecho un buen trabajo relatando las cosas de la vida.
Y ahora llegas tú con tu estúpida prosa fabulosa y ¿dónde quedo yo, Jonathan? Eso pienso cuando el Camarero Muy Amable del bar de la plaza me trae el tinto y unas aceitunas partidas y amargas. Ataco las cincuenta últimas páginas de tu libro con resolución. Hay algo solemne y triste en terminar un libro que te gusta de verdad. Yo leo un par de párrafos de tu novela. Suspiro admirada y paseo la vista por la plaza. Bebo un poco de tinto. Leo otro par de párrafos. Suspiro admirada. Y así.
A mi alrededor, el mediodía isleño tiene los contorno nítidos de una peli costumbrista. Las mujeres con chanclas y el pelo muy largo, los hombres con la camisa un poco abierta que toman copas de manzanilla en la puerta del bar. La luz blanca, el poniente suave. Yo estoy francamente preocupada, Jonathan, porque a ver cómo le explico a la gente que si Dios iba buscando hombres buenos por Sodoma y Gomorra para ver si podía salvarlas, yo salvaría a esta humanidad si sé que en ellas existe alguien que tiene como tú la capacidad de percibir y describir así de bien el tejido terrible y hermoso del que está hecho la vida.
No sé, Jonathan. Yo ya hace tiempo que renuncié a ser una buena crítica literaria. Como lectora soy anárquica, y cuando quiero hablar de lo que me gusta me quedo tan corta que me frustro. Pero hoy es que estoy cabreada contigo, simplemente, y no puedo escribir aquí como si nada, como si hoy el último capítulo de tu libro no me hubiera parecido tan cruelmente brillante que me han dado ganas de gritar.
En fin. Qué quieres que te diga. Tú a lo tuyo: a escribir con esa precisión y belleza, tocando mi cráneo con tus palabras hasta que resuena estilo gong de un convento tibetano. A violar palabras cual jovencitas indefensas, Jonathan, que de verdad que lo que tú haces con la lengua escrita debería estar penado por la ley. A explicar motivaciones humanas oscuras y simples con facilidad de artesano experimentado. A regalarme bonitos mediodías y la experiencia de sentir que no importa qué le pase al mundo, que con un buen libro a mano una tiene algo parecido a un seguro de felicidad.
Tú a lo tuyo, Jonathan, insisto. No te prives. Pero luego no te quejes si yo leo otra de tus novelas y decido que para qué intentarlo y me quedo sentada en una esquina, enfurruñada, repasando las páginas para tratar de descubrir tus artimañas de mago. Si cierro el portátil para siempre y me dedico a la jardinería o a la restauración de muebles. Si me vuelvo loca en las librerías, agitando novelas chungas sobre mi cabeza y gritando algo como "¡¡todo esto es una mierda!!. Y, sobre todo, si un día te conozco en persona y no me queda más remedio que partirte las piernas.
Lo sé en cuanto salgo hoy a la calle con Las correcciones bajo el brazo y me siento en una terracita de la plaza a tomar un tinto. He pasado la mañana en casa, terminando un absurdo trabajo de investigación del curro, y opino que ha llegado mi momento de relax de lunes. Tu libro y yo tenemos una cuenta pendiente. Reconozco que te aparqué el sábado y me llevé el Kindle a la guardia, porque ocupa menos, y que entre paciente y paciente me leí una novela cutre de David Safier que, no obstante, me hizo reír mucho un par de veces. Ya hablaré de la experiencia Kindle, por cierto, pero adelanto que no sabes cuánto me alegro de tener tu libro en papel. Porque tu historia, tus palabras, se merecen ocupar un lugar real en el mundo, tener dimensiones y peso.
El caso, Jonathan, es que a ver, cómo te lo digo: yo quiero ser escritora. Vale, corrijo, que escritora ya soy. Yo quiero escribir más y mejor, quizá algo largo, quizá una novela, y no hacerme rica (aunque no estaría mal) pero que me leyera mínimamente alguien y, sobre todo, sentirme orgullosa de lo que escribo. Pensar que he hecho un buen trabajo relatando las cosas de la vida.
Y ahora llegas tú con tu estúpida prosa fabulosa y ¿dónde quedo yo, Jonathan? Eso pienso cuando el Camarero Muy Amable del bar de la plaza me trae el tinto y unas aceitunas partidas y amargas. Ataco las cincuenta últimas páginas de tu libro con resolución. Hay algo solemne y triste en terminar un libro que te gusta de verdad. Yo leo un par de párrafos de tu novela. Suspiro admirada y paseo la vista por la plaza. Bebo un poco de tinto. Leo otro par de párrafos. Suspiro admirada. Y así.
A mi alrededor, el mediodía isleño tiene los contorno nítidos de una peli costumbrista. Las mujeres con chanclas y el pelo muy largo, los hombres con la camisa un poco abierta que toman copas de manzanilla en la puerta del bar. La luz blanca, el poniente suave. Yo estoy francamente preocupada, Jonathan, porque a ver cómo le explico a la gente que si Dios iba buscando hombres buenos por Sodoma y Gomorra para ver si podía salvarlas, yo salvaría a esta humanidad si sé que en ellas existe alguien que tiene como tú la capacidad de percibir y describir así de bien el tejido terrible y hermoso del que está hecho la vida.
No sé, Jonathan. Yo ya hace tiempo que renuncié a ser una buena crítica literaria. Como lectora soy anárquica, y cuando quiero hablar de lo que me gusta me quedo tan corta que me frustro. Pero hoy es que estoy cabreada contigo, simplemente, y no puedo escribir aquí como si nada, como si hoy el último capítulo de tu libro no me hubiera parecido tan cruelmente brillante que me han dado ganas de gritar.
En fin. Qué quieres que te diga. Tú a lo tuyo: a escribir con esa precisión y belleza, tocando mi cráneo con tus palabras hasta que resuena estilo gong de un convento tibetano. A violar palabras cual jovencitas indefensas, Jonathan, que de verdad que lo que tú haces con la lengua escrita debería estar penado por la ley. A explicar motivaciones humanas oscuras y simples con facilidad de artesano experimentado. A regalarme bonitos mediodías y la experiencia de sentir que no importa qué le pase al mundo, que con un buen libro a mano una tiene algo parecido a un seguro de felicidad.
Tú a lo tuyo, Jonathan, insisto. No te prives. Pero luego no te quejes si yo leo otra de tus novelas y decido que para qué intentarlo y me quedo sentada en una esquina, enfurruñada, repasando las páginas para tratar de descubrir tus artimañas de mago. Si cierro el portátil para siempre y me dedico a la jardinería o a la restauración de muebles. Si me vuelvo loca en las librerías, agitando novelas chungas sobre mi cabeza y gritando algo como "¡¡todo esto es una mierda!!. Y, sobre todo, si un día te conozco en persona y no me queda más remedio que partirte las piernas.
domingo, 29 de julio de 2012
El buen regalar
Pienso en todos los regalos malos del mundo. Regalar algo que te sobra, o algo que te habías comprado para ti, o algo que en realidad eres tú quien usará pero regalas porque así tienes la excusa para comprarlo. En regalar algo que no te cuesta dinero porque te hacen descuento o porque tenías un vale. Algo que pensabas tirar igualmente. Algo que alguien se dejó en tu casa. En dar dinero para que la otra persona compre algo. En esperar a que la otra persona se compre algo y después ingresarle el dinero en su cuenta. En esos regalos que indican que no has dedicado un solo momento a la persona a la que se lo das. Cuando me regalaron un pañuelo que esa misma noche le vi igual a mi abuela (verídico). Cuando me regalaron unos pendientes dorados a mí, que NUNCA llevo nada dorado, diciendo "pero si estás la mar de guapa" cuando consentí probármelos.
(No dejan de tener estos regalos cierto valor, ojo. Dar siempre es bonito, e incluso en estas situaciones existe cierta voluntad de hacer bien al otro)
Luego pienso que a ti, precisamente a ti, querría hacerte un buen regalo. No sé muy bien qué. Siempre he pensado que regalar es un arte delicado, una artesanía del querer. Tiene un primer paso de observación y un segundo de elaboración. Que sea fabricado o comprado, que te haya costado diez o cien euros, da un poco igual; lo importante es hasta qué punto se amolda al deseo de la persona que lo recibe. Pero creo que a ti querría hacerte una variante de regalo todavía más intensa. Querría regalarte algo mío, algo que me guste de verdad, algo cuya falta me duela. Entonces tendría sentido. Me gustaría, de verdad, sacrificar una pequeña parte de mi bienestar para que lo tuvieras tú. Algo que no pueda volver a comprar, que sea irremplazable, valioso, que esté lleno de significado y de historia. Algo que no vuelva a ver nunca si decides alejarte de mí. No sólo para que lo disfrutes, no sólo para que me recuerdes. Para recordarte yo a ti en el vacío doloroso de esa ausencia. Porque quiero que estés bien y que tengas cosas bonitas. Y porque bueno, a estas alturas, creo que la ausencia va a ser siempre la única forma que me quede de tenerte cerca.
(No dejan de tener estos regalos cierto valor, ojo. Dar siempre es bonito, e incluso en estas situaciones existe cierta voluntad de hacer bien al otro)
Luego pienso que a ti, precisamente a ti, querría hacerte un buen regalo. No sé muy bien qué. Siempre he pensado que regalar es un arte delicado, una artesanía del querer. Tiene un primer paso de observación y un segundo de elaboración. Que sea fabricado o comprado, que te haya costado diez o cien euros, da un poco igual; lo importante es hasta qué punto se amolda al deseo de la persona que lo recibe. Pero creo que a ti querría hacerte una variante de regalo todavía más intensa. Querría regalarte algo mío, algo que me guste de verdad, algo cuya falta me duela. Entonces tendría sentido. Me gustaría, de verdad, sacrificar una pequeña parte de mi bienestar para que lo tuvieras tú. Algo que no pueda volver a comprar, que sea irremplazable, valioso, que esté lleno de significado y de historia. Algo que no vuelva a ver nunca si decides alejarte de mí. No sólo para que lo disfrutes, no sólo para que me recuerdes. Para recordarte yo a ti en el vacío doloroso de esa ausencia. Porque quiero que estés bien y que tengas cosas bonitas. Y porque bueno, a estas alturas, creo que la ausencia va a ser siempre la única forma que me quede de tenerte cerca.
jueves, 26 de julio de 2012
Yeeeeah
¡Hemos vuelto!
Con más ganas que nunca, más fieros que nunca, más vivos, subversivos, despóticos, anarquistas, revolucionarios... llenos de lunes y de viernes, de domingos y de jueves, de VIDA, vosotros y yo, los personajes, las personas y todas las palabras del mundo.
Welcome back.
PD: Iré colgando los post antiguos poco a poco, a medida que vaya teniendo tiempo.
Con más ganas que nunca, más fieros que nunca, más vivos, subversivos, despóticos, anarquistas, revolucionarios... llenos de lunes y de viernes, de domingos y de jueves, de VIDA, vosotros y yo, los personajes, las personas y todas las palabras del mundo.
Welcome back.
PD: Iré colgando los post antiguos poco a poco, a medida que vaya teniendo tiempo.
Islas
Si había algo que Javi sabía seguro es que no quería tener hijos. Se alegró de que los pensamientos fueran privados e intangibles, porque si alguien le hubiera visto aquella mañana remando en la piragua con Celia detrás, él tan moreno, ella tan rubia y tan bonita, una imagen idílica que podría pertenecer a la portada de una revista para padres e hijos, y hubiera sabido que rumiaba cabreado sobre el control de la natalidad, le creería una muy mala persona. No querer hijos es políticamente incorrecto. A veces Javi lo soltaba en las reuniones sociales sólo para ver cómo reaccionaban los de alrededor y sonreír cuando alguien, sistemáticamente, le decía "ya cambiarás de opinión" o "nunca digas de este agua no beberé".
Él ni siquiera quería llevarse a Celia a navegar. Pero cualquiera le decía que no a Silvia cuando se le metía algo entre ceja y ceja. Había hecho trampa, además: se lo había propuesto delante de los niños ("¿Quién quiere ir con el tito a dar una vuelta en piragua?") sin darle elección. Mateo era demasiado pequeño, así que Silvia y él se quedaron echando la siesta en la toalla mientras Javi se llevaba a una poco entusiasmada Celia a visitar las islas de arena que la marea baja dejaba al descubierto.
A quien Dios no le da hijos, el diablo le da a los sobrinos de su novia, pensó, sonriendo un poco mientras hendía la pala en las olas. Celia era una niña rara que parecía preferir los libros a las personas, y él no tenía ni idea de cómo sacarle conversación a sus nueve años, así que para entretenerse mientras remaba, iba enumerando en su cabeza las razones para no procrear
Uno: ya somos muchos. Es como los refugios de animales. Esterilizan a los bichos porque bastantes hay ya en el mundo pasándolo mal. Mejor que los que ya hemos caído en este valle de lágrimas nos dediquemos a pasar por esto de la forma más digna posible.
Dos: la crisis, el calentamiento global, el Apocalipsis. Él no tenía ganas de engendrar a una criatura que podía morir achicharrada por la falta de ozono, con el cerebro a control remoto en una dictadura distópica y plausible, corriendo delante de uno de los Cuatro Jinetes con los cabellos en llamas. La cosa en el planeta cada vez iba a peor. Ya tendría suerte él si conseguía vivir los setenta y tantos años que le correspondían sin contemplar horrores planetarios.
Tres: incluso sin sufrimientos fuera de carta, la vida tal cual ya le parecía bastante deprimente. Nacer y atravesar una infancia que era como los primeros días en una residencia de estudiantes: llena de putadas que uno no tenía más remedio que aguantar indefenso. La adolescencia, las inseguridades; la carrera, con suerte una pareja, una madurez de frustraciones... y que luego llegara todo lo que a él le aterraba y que tenía que ver con dientes caídos, calvicie, dolores, enfermedad, incontinencia y morirse entre las sábanas tiesas de un hospital público. No recordaba quién (¿Delibes?) había dicho que la vida tenía su interés, pero que para tirar cohetes tampoco era, y él estaba pero que muy de acuerdo. Traer niños al mundo era como recomendar una película que a él mismo no le parecía demasiado buena.
Cuatro: la brusca bajada de coeficiente intelectual de todos los padres que conocía. La inmediata absorción por el fenómeno "tener un hijo es la ostia y tú no puedes entenderlo". De repente parecía que nadie más había tenido niños sobre la faz de la tierra, y que la pequeña existencia del papá o la mamá se volvía significativa y plena de sentido por algo que llevaba pasando millones de años. Él quería que su vida tuviera sentido por sí misma, no por mera replicación.
- Tengo calor.
Javi se volvió.
- Échate un poco de agua en la cabeza, anda.
- ¿Y la sombrilla?
- Joder, es verdad. Digo, jolín, es verdad. No le digas a tu tía que he dicho joder.
Celia soltó una risita.
- Sé lo que son las palabrotas.
- Seguro que sabes un montón de palabras - Javi sonrió mientras remaba - con lo que lees... Pero bueno, abre la sombrilla, que como te quemes tu tía me mata.
Silvia le había dado a la niña una sombrilla pequeña para que la abriera si picaba el sol. Javi miraba la piel blanquita de la cría, que a aquellas alturas del verano empezaba a adquirir un tono dorado, y pensaba que la gente pálida estaba menos evolucionada: seguro que morirían antes en su futuro imaginado postaniquilación de la capa de ozono.
- ¿Cuándo llegamos?
- Ya estamos casi al lado. ¿Estás pasándolo bien?
- Sí.
Venga, va, se lo cuentas a otro, pensó Javi. Pero le conmovieron un poquito sus ganas de agradar. Efectivamente, ya atracaban en la primera isla de arena húmeda, así que se bajó de un salto de la piragua y agarró el cordel que había enganchado a la parte delantera.
- Quédate ahí y yo te llevo, ¿vale?
- ¿Como a una princesa?
- Pues... digo yo que sí, claro. Como a una princesa.
Caminó alrededor de la isla tirando de la piragua con las piernas hundidas hasta la pantorrilla. Celia había abierto la sombrilla y lo miraba todo con un nivel de interés casi alto para una niñita intelectual como ella. Javi sonrió.
- ¿Te gusta?
- Está bien, aunque es una isla pequeñita, ¿no?
- Sí, es una isla pequeñita.
- ¿Podríamos vivir aquí si naufragáramos?
- Pues no, porque cuando sube la marea, la isla se hunde.
- Así que nos ahogaríamos y moriríamos.
- Digo yo que sí.
- ¿Has leído Dos años de vacaciones?
- Ummm... creo que no.
- Es de Julio Verne. Trata de unos chicos que naufragan y acaban en una isla, y de cómo sobreviven a pesar de las penurias.
¿Ha dicho penurias?, se preguntó Javi, sobrecogido de espanto ante aquella enana razonable.
- Pues me temo que aquí palmaríamos los dos. ¿Sigues teniendo calor?
- No, estoy bien. ¿Cómo se llama la isla?
- No sé, ¿cómo quieres que se llame?
- No sé.
Javi probó con el recurso fácil.
- La isla de Celia.
Ella, en contra de sus expectativas, no levantó una ceja con desprecio. En vez de eso, sonrió: una sonrisa verdadera de niña de nueve años cuyo ego acaba de ser suavemente masajeado.
- ¿Se lo vas a decir a la gente cuando yo me vaya y tú vengas otra vez?
- ¿Que es la isla de Celia? Claro.
- Aunque a lo mejor ya tiene otro nombre.
- Pero eso no lo sabemos, así que nos quedamos con el nuestro.
- A lo mejor está registrada.
Uf, pensó Javi.
- Si quieres cuando volvamos a casa miramos si alguien ha registrado ya la isla, ¿vale?
- ¿Dónde se mira eso?
- No sé, ¿en Google?
Celia rió con franqueza y Javi rió un poco también. Siguieron avanzando en silencio y atravesaron una balsa de agua que separaba la isla de otra más pequeña.
- Mira, desde aquí se ve la playa. Por ahí deben de andar la tita y Mateo.
- ¿Nos verán?
- A lo mejor ven un puntito muy, muy pequeño.
- ¿Nos oirán si gritamos?
- Pues no sé, ¿lo intentamos?
Empezaron a gritar como locos, "'¡¡¡eoeoooooooooooo!!!", "¡¡¡Tita Siiiiilviaaaaaa!!!", "¡¡¡Mateeeeeoooooooo!!!", "¡¡¡Hemos naufragaaaaadooooooo!!!" (idea de Celia, este último). Al final, con las gargantas doloridas, concluyeron que desde la orilla no se escuchaba nada.
- Oye, a esta isla tienes que ponerle tú el nombre, ¿eh?
- Vale.
La niña se quedó callada un rato mientras Javi empezaba a rodear la arena en sentido contrario para emprender el camino de vuelta.
- Ya sé cómo se llama.
- ¿Cómo?
- La isla de Javi.
De imaginación va justa, la cría, pensó Javi y, sin embargo, él también sonrió, seguramente como un niño de nueve años con el ego masajeado. Caminó un rato bajo el sol, tirando de la piragua. A ratos volvía la cabeza y la observaba, absorta y seria, sujetando la sombrilla sobre su cabeza como una digna princesita asiática. Y entonces supo que no quería tener hijos porque si alguna vez tenía un hijo, si alguna vez salía de sus entrañas un ser pequeño y misterioso, y quizá repelente pero también un poco dulce, de piel dura o delicada, de cabecita inextrincable y con tendencia a la insolación, él habría podido dar un brazo por ese ser, o la vida por ese ser, y hoy por hoy no quería dar ni su brazo ni la vida.
Aunque bueno, luego volvieron a la orilla, rememorando las conquistas y discutiendo sobre si sería o no posible registrar las islas en Google, y pensó que quizá la próxima vez que hiciera el amor con Silvia no es que fuera a fecundarla con entusiasmo, qué va, pero igual sí que la embestía con cierta ilusión de imaginar en un futuro (lejano, muy lejano) un encuentro de semillas tan problemático como interesante.
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