Moreno, tu nombre significa oscuro. Lo sabes, ¿no? Todos sabemos el significado de nuestro nombre, aunque sólo sea por los típicos llaveros que encuentra uno en los expositores de las tiendas de regalos. El mío significa "perteneciente o relativo al mar", por cierto; mira tú qué original. El caso es que no deja de tener cierta poesía que te llames así, y en eso pienso mientras me digo que hay que ver los morenos, que os carga el diablo, que no sé qué os dan para que esa piel aceitunada y esos ojos oscuros me perturben tanto. Te voy a contar una cosa, y te la voy a contar mientras te miro de reojo desde lejos, y mientras me presento porque nos han sentado en la misma mesa, y mientras hablamos del estilo rimbombante con que han escrito los nombres de los platos en el menú de la boda. Voy a contarte que hay muchas maneras de encontrarse con la gente. Charlando, leyendo, escribiendo. Muchas formas de contactar y muchas cosas que pueden tenerse en común; por eso te pregunto si escalas y me dices que sí, pero que hay otras cosas de la montaña que te gusta más hacer, y por eso me explicas que viviste unos meses en San Fernando y que Cádiz estaría mejor si no fuera por el viento. Pero sobre todo, moreno, te quiero explicar que la piel es un idioma por sí mismo, un idioma independiente con sus propias normas de ortografía y gramática, y esto lo pienso en cuanto me tocas como por casualidad el hombro descubierto cuando nos encontramos en la barra libre. Lo pienso cuando te pongo la mano sobre el brazo y cuando nos sentamos muslo con muslo y cuando, después de vacilarme un poco ("qué haces aquí sentada, podrías estar con cualquier otro") y sin saber muy bien con qué excusa nos estamos comiendo la boca y tú besas bien, mordiendo un poco, como a mí me gusta, abriendo la boca lo justo, llevando enseguida las manos a donde hay que llevarlas.
La piel, moreno, no entiende de horas ni de edades, no entiende de cuánto hace que nos conocemos o de todas esas cosas que podríamos o no tener en común, y cuando nos escapamos orilla abajo y se queda la música de la fiesta sonando al fondo estamos suspendidos en una franja horaria que no pertenece a ningún huso. La piel no sabe que seguramente no vamos a volver a vernos porque tú te vas en unas horas y yo en unos días, ni que yo a veces soy un desastre y tú tendrás tus neuras que no conozco; ahora mismo sólo entiende de cremalleras que se bajan, vestidos que se suben y labios y mordiscos y dedos y arañazos precipitados uno sobre otro con una urgencia que es difícil explicarse. La piel es piel y no hay que darle más vueltas a eso, y le importan cosas como lo bien que hueles y lo bien que sabes; mejor, incluso, que los platos complicados del menú de la cena. Y no sé qué va a pasar mañana, cuando volvamos al mundo de las palabras y de la resaca y de dormir tres horas y de joder yo no quiero ir a ver a mi abuela con este sol y este mal cuerpo que tengo, pero ya se verá. Sé, como ya te he explicado, que lo que hablamos esta noche, en este momento, es el idioma de la piel, que está al margen de cualquier otra cosa.
Y ese idioma, moreno, resulta que lo hablas la mar de bien.