P. (en un chino a medianoche, comprando cervezas) :A ver, tú que sabes tanto: ¿por qué los chinos tienen esas estatuas de gatos que mueven el rabo a pilas? Quiero decir, que entiendo lo del gato, pero no lo del movimiento del rabo.
Yo: ¿No te sabes esa historia?
P.: No...
M.: Pues verás... todo se remonta a un antiguo emperador de la dinastía Ming (no me preguntes cuándo, soy malísima con las fechas). El caso es que en palacio vivía un gato de un raro pelaje, entre amarillo y marrón, al que llamaba "el gato de oro". Había nacido poco después de que el emperador consiguiera arrebatarle el trono a su hermano pequeño, que lo había usurpado vilmente encerrándole en una mazmorra en los confines de China (no me preguntes exactamente dónde, la geografía se me da fatal). El emperador lo consideraba símbolo de su buena suerte y augur de futuros triunfos, por lo que le trataba con privilegios de príncipe.
>> El caso es que el soberano cayó gravemente enfermo. Como suele suceder en estos casos, los médicos más afamados del país fueron a visitarle. Le clavaron agujas de acupuntura, le aplicaron ventosas de aire caliente, revisaron su carta astral y le masajearon los pies, y después de comprobar el resultado de sus tratamientos el veredicto fue unánime: no le quedaban más que unos pocos meses de vida. Desde la ventana de su dormitorio, el emperador podía ver al hermoso gato dorado reposando en uno de los muros de palacio. Estaba totalmente inmóvil, a excepción del balanceo acompasado del rabo. Cuando los médicos comunicaron su conclusión (pues en la tradición china se cree que la persona debe saber cuándo se acerca el momento de su muerte, para poder prepararse adecuadamente), el emperador sacudió la cabeza y comenzó a reírse.
>>- Mirad al gato de oro - dijo, señalando débilmente al animal tumbado en el muro -. Siempre me ha traído suerte. Mientras esté conmigo, no podrá sucederme nada malo.
>> Los médicos se miraron entre sí, apuntaron disimuladamente a su sien con el dedo y salieron en fila india de la estancia imperial.
>> Casualidades de la vida: al cabo de unas semanas, el gato dorado murió, víctima de una mala caída del muro de sus siestas. Cuando la emperatriz se enteró, su corazón se encogió de miedo. Sin el gato de oro, el emperador aceptaría su fatal destino y se consumiría como la llama de una vela. Así que ordenó embalsamar al animal en la misma posición en la que solía echar su siesta. Colocado sobre el muro, parecía dormir pacíficamente, como de costumbre. Sólo la inmovilidad del rabo delataba el engaño, así que la emperatriz lo ató con un fino hilo de pescar y encargó a un criado que se dedicara toda la tarde a balancearlo con suavidad felina.
>> El emperador pasó los meses de vida que le restaban tranquilo y feliz, pensando que el gato estaba ahí para protegerle y que nada malo podía pasarle. Cuando por fin aceptó la inmediatez de su muerte, sintió que la presencia del gato dorado le ayudaría a pasar a la otra vida y reunirse con sus antepasados. Y así murió con una beatífica sonrisa en su rostro, dejando por fin libre al criado para que fuera a darse unas friegas en los entumecidos músculos del brazo.
>> Es por esto que las estatuas de los gatos que hay en los chinos mueven el rabo a pilas: porque mientras permanezca en movimiento, nada malo puede pasarles.
>>Fin de la historia.
P.: Te lo has inventado, ¿verdad?
Yo: Claro.
P.: Ah, vale.