Marina: ¿Sabes qué invento patentaría yo?
Mi Querido Ex Novio: Cuéntame.
M: A ver... Yo siempre pido tarrina cuando como helados, ¿no?
MQEN: Sí.
M: Porque no me gusta el barquillo. El barquillo es asqueroso. Pero, al mismo tiempo, reconozco que echo de menos comerme el helado con la lengua, como los cucuruchos. Es como si fuera más un helado-helado. ¿Sabes lo que te digo?
MQEN: Ajá.
M: Entonces, voy a inventar un artilugio que permita comerse el helado a chupadas pero que no sea de barquillo.
MQEN: ¿Un cucurucho de plástico?
M: No, porque entonces cuando te comieras la parte de arriba, se acabó la diversión.
MQEN: Podrías usar una cucharilla.
M: ¡¡No estás entendiendo nada!!
MQEN: ...
M: tendría que permitir comerse el helado chupándolo todo el rato, para ponerse al nivel de placer de un cucurucho.
MQEN: Entonces, un cucurucho de plástico con un agujero en el fondo.
M: Mi primera idea también fue esa, pero luego se me ocurrió algo mejor.
MQEN: Sorpréndeme.
M: ¡Un cucurucho telescópico!
MQEN: ...
M: ¡La Cucurina!
MQEN: ¿Por "cucurucho" y "Marina"?
M: No, por "cucurucho" y "tarrina". Si se parece a "Marina" no es mi culpa, que luego me decís que soy una egocéntrica.
MQEN: Ok.
M: Bueno, el caso es que la cucurina se iría plegando a medida que avanza el helado. Así se podría chupar hasta el final.
MQEN: Muy bien, Peq, pues paténtalo.
M: ¡Eso voy a hacer!
MQEN: ¿Pero tú crees que tendría salida?
M: No lo sé. Es que la gente tiene sus prioridades un poco confundidas.
MQEN: ¿Qué quieres decir?
M: Pues que a lo mejor no le dan tanta importancia a poder chupar el helado aunque no les guste el barquillo. Para mí sí es importante, pero puede que ellos estén bien con sus tarrinas y sus cucharillas.
(Silencio resignado).
MQEN: Yo lo que inventaría es un cucurucho con jamón dentro.
M: ¡Un cucurucho hecho de piquitos con jamón dentro!
MQEN: ¡¡Eso!!
M: ¡El Jamonucho!
Etc.
martes, 19 de agosto de 2008
domingo, 17 de agosto de 2008
El amante del Círculo Polar
Estoy sentada en mi habitación a oscuras e intento sentir con claridad cómo el aire se desliza suavemente por mis fosas nasales. Despido a los pensamientos de mi cabeza, como si apartara con el brazo los objetos de una mesa atestada.
Cuando estoy a punto de entrar en el sexto samadhi, me interrumpe el vibrador del móvil. Aparece en la pantalla la cara sonriente de J., que está en Finlandia de viaje con unos amigos.
- ¡Hola, gorda! - J. siempre parece alegre cuando llama por el teléfono. Eso está en mi lista de "razones para amar a J.", justo debajo de "se levanta de buen humor todos los días" y encima de "casi todas las películas le gustan" -. ¿Sabes desde dónde te llamo?
- ¿Desde Finlandia?
- ¡Desde Laponia! Estoy al lado del Círculo Polar. Y no sé, me he acordado de ti, porque he pensado que esto te encantaría. Todo es verde, hay muchos lagos, es precioso.
- Qué guay – intento aparentar entusiasmo, sonreír hacia el norte de Europa desde mi habitación a oscuras. La voz de J. se escucha tan clara, tan cercana, que me parece absurdo que me esté llamando desde Laponia. La compañía telefónica debería tener un Servicio Realismo, que hiciera sonar la voz del que habla lejana y difusa e intercalara rachas de frío viento polar entre frase y frase. En lugar de eso, el aire acondicionado zumba en mi habitación, y yo no cierro los ojos porque total, estoy a oscuras y el efecto es el mismo.
- Tendrías que verlo, en serio. Es como cuando fuimos a Cantabria, pero como si Cantabria la hubieran extendido por un país entero y la hubieran llenado de lagos.
Me río.
- Ya, te entiendo.
- Y hay un montón de renos. Cruzan por mitad de la carretera, como las vacas de nuestro viaje, ¿te acuerdas?
Pienso en Cantabria, hace exactamente un año. Pasamos diez días juntos. Nos dormíamos abrazados y nos levantábamos juntos por la noche para ir al baño. J. es el único tío que conozco, y casi la única persona, que va más veces al baño que yo. Salíamos de la tienda y caminábamos cogidos de la mano hacia la caseta de duchas del camping, y nos separábamos para entrar cada uno por el lado que le correspondía. De pronto estoy llorando a oscuras, y J. se queda callado a un montón de kilómetros de distancia.
- ¿Qué haces, gorda?
- Nada – digo – que me he emocionado.
- ¿Por los renos? – pregunta, y es una pregunta tan idiota y tan suya que me pongo a llorar más todavía.
- No importa – sollozo –, de verdad, no pasa nada, es que me has pillado en un día tonto.
Hablamos un poco más, me cuenta que allí casi no hay turistas y que la gente les mira como a bichos raros, que intenta desconectar pero piensa en su futuro, que está empezando a tener frío. Yo le escucho y sonrío a través de las lágrimas, y ni siquiera me pregunta qué me pasa porque supongo que lo sabe, y yo también lo sé, y ponerlo en palabras no tiene ningún sentido. Nos despedimos. “Te quiero mucho”, le digo, y es verdad. “Yo también te quiero”, me contesta, y también es cierto.
Es tan corto el amor y tan largo el olvido, que diría Neruda. Mierda de amor, diría yo, que caduca como los yogures y te tiene meses retorciéndote de indigestión y de nostalgia.
Cuando estoy a punto de entrar en el sexto samadhi, me interrumpe el vibrador del móvil. Aparece en la pantalla la cara sonriente de J., que está en Finlandia de viaje con unos amigos.
- ¡Hola, gorda! - J. siempre parece alegre cuando llama por el teléfono. Eso está en mi lista de "razones para amar a J.", justo debajo de "se levanta de buen humor todos los días" y encima de "casi todas las películas le gustan" -. ¿Sabes desde dónde te llamo?
- ¿Desde Finlandia?
- ¡Desde Laponia! Estoy al lado del Círculo Polar. Y no sé, me he acordado de ti, porque he pensado que esto te encantaría. Todo es verde, hay muchos lagos, es precioso.
- Qué guay – intento aparentar entusiasmo, sonreír hacia el norte de Europa desde mi habitación a oscuras. La voz de J. se escucha tan clara, tan cercana, que me parece absurdo que me esté llamando desde Laponia. La compañía telefónica debería tener un Servicio Realismo, que hiciera sonar la voz del que habla lejana y difusa e intercalara rachas de frío viento polar entre frase y frase. En lugar de eso, el aire acondicionado zumba en mi habitación, y yo no cierro los ojos porque total, estoy a oscuras y el efecto es el mismo.
- Tendrías que verlo, en serio. Es como cuando fuimos a Cantabria, pero como si Cantabria la hubieran extendido por un país entero y la hubieran llenado de lagos.
Me río.
- Ya, te entiendo.
- Y hay un montón de renos. Cruzan por mitad de la carretera, como las vacas de nuestro viaje, ¿te acuerdas?
Pienso en Cantabria, hace exactamente un año. Pasamos diez días juntos. Nos dormíamos abrazados y nos levantábamos juntos por la noche para ir al baño. J. es el único tío que conozco, y casi la única persona, que va más veces al baño que yo. Salíamos de la tienda y caminábamos cogidos de la mano hacia la caseta de duchas del camping, y nos separábamos para entrar cada uno por el lado que le correspondía. De pronto estoy llorando a oscuras, y J. se queda callado a un montón de kilómetros de distancia.
- ¿Qué haces, gorda?
- Nada – digo – que me he emocionado.
- ¿Por los renos? – pregunta, y es una pregunta tan idiota y tan suya que me pongo a llorar más todavía.
- No importa – sollozo –, de verdad, no pasa nada, es que me has pillado en un día tonto.
Hablamos un poco más, me cuenta que allí casi no hay turistas y que la gente les mira como a bichos raros, que intenta desconectar pero piensa en su futuro, que está empezando a tener frío. Yo le escucho y sonrío a través de las lágrimas, y ni siquiera me pregunta qué me pasa porque supongo que lo sabe, y yo también lo sé, y ponerlo en palabras no tiene ningún sentido. Nos despedimos. “Te quiero mucho”, le digo, y es verdad. “Yo también te quiero”, me contesta, y también es cierto.
Es tan corto el amor y tan largo el olvido, que diría Neruda. Mierda de amor, diría yo, que caduca como los yogures y te tiene meses retorciéndote de indigestión y de nostalgia.
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