Reflexiono mucho sobre la función que cumple un psicólogo. Ya os he dicho muchas veces que es una profesión súper extraña: eso de estar ahí diciéndole a la gente cómo vivir la vida. Además, cada paciente es un mundo. A unos les enseñas técnicas y consejitos prácticos y con otros te limitas a escuchar. Con muchos lo importante es la relación que estableces: no tanto lo que le dices como el vínculo que se forma, el hueco que llegas a ocupar en su vida.
Y hoy os voy a contar un ejemplo bonito de eso: el caso de mi paciente antifavorita, a la que vamos a llamar por ejemplo Gema. Igual que os hablaba ayer del cariñito que le cogí a P., que es amor con ansiedad, Gema me aberraba desde el primer momento que entró en la consulta. Era quejica, me llevaba la contraria y se empeñaba en empeorar. Cada vez que veía su nombre en la lista de pacientes del día me amargaba la mañana.
Resumiendo el caso: a Gema no le gustaba su curro y se había dado de baja por ansiedad. Si se le quitaba la ansiedad, tendría que volver al curro y no quería. Ergo, la ansiedad no se le iba a quitar en la vida. Sin embargo, venía a la consulta a pedirme que yo se la quitara, colocándome en lo que llamaremos "El doble vínculo de quiero seguir de baja para siempre y a la vez encontrarme bien, arréglalo", y que es muy común en la sanidad pública.
A medida que pasaba el tiempo, el asunto se complicaba. Gema iba desarrollando síntomas nuevos y terribles, como despersonalizarse mientras cuidaba a los niños en el parque, tener mini desmayos conduciendo el coche o sufrir violentos ataques de pánico cuando la inspección médica le obligó a volver a trabajar. Además, me pedía una media de siete informes al mes. También la veía psiquiatría, y por supuesto ningún fármaco le hacía efecto: el prozac le daba sueño, los tranquilizantes se lo quitaban y le aparecían toooodos los efectos secundarios de toooodos los prospectos.
Después de seis meses de tratamiento infructuoso, yo me dedicaba a sentarme frente a Gema con la barbilla apoyada en la mano, a asentir con cara de comprensión y a intentar meter baza en el relato de sus desdichas con sugerencias que ella inmediatamente contradecía. Yo no tenía claro para qué le servía venir a la consulta, pero sabía que iba a seguir en tratamiento forever, por el tema de la baja y porque entre medias de todo esto se le había ocurrido llevar a juicio a su empresa, al SAS, al INSS y a todo quisqui por reincorporarla y posteriormente despedirla. Y claro, para el juicio necesitaba estar en tratamiento psicológico y necesitaba (más) informes.
Cuando yo pensaba que Gema no me podía dar más motivos para odiarla a muerte, va y me trae una carta del juzgado donde se me convoca como perito de la acusación para el juicio que había emprendido contra medio Cádiz. Marronazo del quince. Yo nunca había estado en un juicio y me daba miedito, y además tampoco tenía claro si declarar contra mi empresa (el SAS) era ético o beneficioso para mí. Lo consulté con mi jefe y me dijo que yo podía negarme por incompatibilidad de intereses, pero que hiciera lo que quisiera. Entonces Gema me miró con sus ojos claros que siempre estaban mustios y me dijo:
- Si tú no vienes, el juicio no servirá de nada y no podré reclamar.
Así que me dio lástima. Pensé que a mí qué más me daba ir que no ir. Y fui al juicio. Para colmo, Gema me regañó por estar allí con menos de diez minutos de antelación, a pesar de que tuvimos que esperar como tres horas a que nos hicieran pasar. Como experiencia fue curiosa. Al final lo único que tuve que hacer fue ratificar los dos mil millones de informes que le había hecho a Gema y declarar un par de cosas. Gracias a mis visionados de Ally McBeal y mi aplomo natural, creo que no se dio mal la cosa. Una vez pasado el trago, Gema me medio agradeció el gesto, en medio de sus ansiedades y despersonalizaciones, y la cosa quedó ahí.
Dejé de currar el el Equipo del Averno, derivé a Gema a otra psicóloga y me quedé más a gusto que un arbusto.
Y si habéis tenido la paciencia de llegar hasta aquí, tranquilos, que la parte bonita llega en breve.
De los ciento cincuenta pacientes que me comí en el año que me explotaron como a una esclava trabajé en el Equipo, Gema fue la que me dejó peor sabor de boca. Me caía muy, muy mal y me sentía inútil. La vi como veinte veces, le escribí miles de informes, supervisé el caso con mi tutora, se lo comenté a mis compañeros. Intenté todas las estrategias que se me ocurrieron, lo hablé con la psiquiatra que llevaba el caso y le mandé metta mientras meditaba. Nada. Cero. Niente.
Dos meses después de cambiar de rotación, cuando estaba en el centro de salud y volvía de tomar café, me encontré a la madre de Gema en la calle. Al principio no me vio y pensé en hacerme la loca, pero estaba intrigada por saber qué había pasado con el juicio, así que me acerqué y la saludé. Charlé con ella un rato y resultó que estaba esperando a Gema, que había entrado en el centro de salud a pedirle nosequé a su médico (apuesto mi cabeza a que era un informe).
En cuanto la vi salir, supe que estaba mejor. Caminaba erguida, estaba más llenita y parecía casi despreocupada. Y cuando me vio, oh maravilla, sonrió encantada y siniestra como Miércoles Adams en la segunda peli. De verdad que sólo había visto sonreír a Gema una vez, cuando le felicité la Navidad, y me dieron casi escalofríos.
Resulta que el juicio había ido mal. Aún no sabía el resultado, pero seguramente iba a perder y nadie le compensaría que la hubieran echado del trabajo, según ella injustamente. Y aun así, estaba contenta y decía encontrarse mejor y estar saliendo adelante. Entonces me miró y me dijo algo que no se me olvidará nunca.
- ¿Sabes lo que marcó el punto de inflexión, Marina?
- Sorpréndeme (casi seguro que no contesté esto, pero lo pensé).
- Cuando viniste al juicio. No sabes lo que significó que alguien hiciera eso por mí. Cuando te pusiste ahí de pie y dijiste que yo realmente estaba mal, que decía la verdad y que me había pasado todo lo que ponías en los informes, sentí que alguien estaba dispuesto a apostar por mí. Significó mucho para mí, de verdad, y te lo agradezco.
Y me dio un abrazo enorme que yo le devolví, porque en el fondo hasta a los pacientes coñazo les coges cariño, aunque sólo sea por el efecto de la mera exposición.
Así que al final me quedó un bonito recuerdo de Gema. No tengo claro cuál es la moraleja de esta historia. Creo que aprendí que la lealtad es importante y puede ser por sí misma terapéutica. Y también que no hay que sobrevalorar, pero tampoco infravalorar, el papel que ocupas en la vida de la gente. Me alegré de verdad de verla mejor y me sentí orgullosa, de mí y de ella. Y la vida siguió, y ahora echo mucho de menos tener pacientes propios y por eso os cuento estas historias, y además acoso a mis expacientes cuando me los encuentro por la calle... pero ésa es otra historia, y debe ser contada en otra ocasión.