massobreloslunes: 04/11/05

lunes, 11 de abril de 2005

Astenia primaveral

Era domingo y era primavera, y a Silvia le daba igual ser estudiante, tener veinte años y vivir en Granada, el epicentro de la juerga. Llevaba todo el día tumbada en el sofá viendo la televisión: por la mañana, series juveniles; al mediodía, los Simpson y las noticias; durante la tarde, las eternas películas de serie B espaciadas por largos intervalos publicitarios.

“Ya no te quiero, es cierto, pero te quise tanto…”. Se acordó de Neruda. “Mi voz buscaba el viento para tocar tu oído”. También su querido Gael se había ido, con su nombre de ángel, y ella quería pensar que le había querido para no darse cuenta de que aún no tenía ni puta idea de lo que era el amor.

La tarde anterior había estado bien. Enrique, aquel chico tan guapo de la cafetería, por fin se había atrevido a pedirle su teléfono, y ocuparon varias horas en tomar café, pasear y tumbarse en el paseo de los tristes al sol de primavera. De repente, mientras volvían a casa, las nubes que se agolpaban en un extremo del cielo viajaron veloces hasta cubrirlo todo, y un chaparrón de verano les obligó a refugiarse en un soportal. Enrique la miró a los ojos y ella no consiguió ver romanticismo en su pelo aplastado por la lluvia. “¿Y si yo fuera el hombre de tu vida?”, le dijo él. “¿Y si no?”, pensó ella, pero se calló y dirigió la vista al frente, al chorro como de ducha que descargaban las nubes.

Ahora, tumbada en el sofá despintado de su piso de alquiler, Silvia se preguntaba por qué no le había sentado bien aquello. El paseo, la mirada, el portal, la lluvia. Los dedos apartándole el pelo mojado de la cara. En un gesto reflejo, se agarró la coleta: “mi pelo es mío”. Luego se dijo a sí misma que a lo mejor, pero sólo a lo mejor, no era eso lo que estaba buscando. Honestidad es no saber si eres el hombre de mi vida y arriesgarme a que no lo seas, le contestó entonces a Enrique.

Se mareó al levantarse del sofá para ir a beber una coca cola. Tal vez debería haberse ido de marcha la noche anterior. Lo bueno de la resaca es que anula cualquiér sensación que no sea intentar sentirse físicamente mejor que un trapo. El viernes sí que había salido hasta muy tarde. A pesar de su apática tarde de domingo, solían gustarle la fiesta y las aglomeraciones de gente. Le encantaban los preliminares: coger el móvil y mandar mensajes y llamadas perdidas a unos y otros, y luego empezar a quedar con todos como quien coordina una operación militar. A las doce contigo en mi piso. Con vosotros a la una y media en el Sinapsis. Con este otro me encontraré en el Bora-Bora cuando cierren los pubs. Luego disfrutaba del rito de ponerse guapa, meditando largamente qué sombra de ojos iba a utilizar y cómo iba a arreglarse el pelo.

Si lo piensas, es triste. Reunirse a beber, a emborracharse sin excusas cada fin de semana, es triste. El alcohol no termina de gustarte; al menos no es como un batido de chocolate o un zumo de naranja. Te quedas de pie, helada en una noche cualquiera del invierno granadino, o incluso en una noche caliente de finales de curso, y bebes, sin más. Hablas de nada, despeñas los hielos al interior del vaso y los mueves con el dedo. Te ríes de nada, coges la botella y mides con cuidado el segundo o tercer cubata que vas a tomar. Luego se decide dónde ir, porque la música es fundamental: es el hilo que te atraviesa las venas y te cose a la gente que baila contigo en la pista, al latido universal que grita que la noche es joven y es tuya. Una vez se ha decidido, te desplazas hacia allí, el relaciones públicas te hace una buena oferta de consumiciones, pides otra copa y también te la bebes. En una mano el cigarro, en la otra el cubata, moviendo los pies y las caderas como si te encantara el ritmo precocinado de la pachanga que ponen

Los pubs cierran entre las tres y media y las cuatro, y tú no te quieres ir, porque sabes que tumbarse en la cama con la habitación dando vueltas, con los oidos pitándote y sin gente alrededor para justificar tu estado, es lo peor que tiene una noche de marcha. Así que entras a una discoteca. Cinco euros y una copa, o dos botellines de cerveza. Ahí ya ni siquiera puedes identificar la música; te limitas a vibrar más que a bailar, a mantener tu cuerpo en movimiento a base de espasmos rítmicos sin hablar con nadie, sin mirar a nadie, esperando a que suceda algo que no sabes muy bien qué es pero que tienes la esperanza de que llegue.

Aunque Silvia sabía que era triste, también sabía que llegaba un momento, alrededor de las cinco de la mañana, en que ella ya había bebido, hablado y reído mucho, y se limitaba a bailar la música indescifrable de la discoteca sin importarle demasiado todo lo demás. Entonces ya no estaba sola. Entonces era parte de algo más grande, y daban igual el calor, el sudor y el ruido, porque al fin y al cabo esos son los elementos que indican que algo está vivo.

Pero ahora era domingo, no era de noche, no había plan. Los domingos están llenos de “deberías” y de pena por el fin de semana que se acaba. Ya no te quedan excusas porque no te quedan días libres, y te impregna la espantosa certeza de que hay algo que no has hecho hoy y que no vas a poder hacer en el resto de tu vida.

Silvia se bebió la cocacola, sentada en el borde del sillón para sentir un poco menos aquella inactividad aplastante. En aquellos momentos, ella no era nada, y la vida universitaria no era más que un tremendo engaño, un hermoso decorado donde niños y niñas jugueteaban con lo mejor de la adolescencia y lo mejor de la adultez. Un universo helado y vacío de platos sucios, cerveza, alquileres retrasados y extensas redes sociales que al final no son capaces de sostenerte.

Al cabo de unos segundos de suspenderse en equilibrio en el borde del sofá, notó que se iba deslizando hasta hundirse otra vez. Se quedó ahí reflexionando con la cabeza descolgada, mientras sentía cómo todos sus pensamientos tomaban forma de espiral e iban haciéndose cada vez más turbios. Gael, el domingo, el fin de semana, la vida.

Entonces recordó que aquel viernes, en particular, no había sido como todos los demás. Hubo un momento, casi al final de la noche, en que ella había llegado a aquel punto de trance y de fusión que llevaba buscando todo el tiempo. De repente se hizo el silencio en la discoteca. Sonó un chirrido en los altavoces y la música se detuvo de golpe. La gente paró de bailar, desconcertada. Durante unos minutos, todos se miraron los unos a los otros, sin saber qué hacer. A la izquierda de Silvia, unos chicos que habían estado metiéndose mano se observaban en silencio, con la espantosa certeza de que no tenían nada de qué hablar. Después de unos minutos así, alguien tuvo la idea de empezar a silbar y a abuchear, y todos respiraron, aliviados, y se unieron a la protesta por el simple placer de crear ruido.
En aquel momento, Silvia reparó en que todos los que estaban allí habían ido porque estaban solos. Porque no tenían nada mejor que hacer que observarse los unos a los otros en busca de carne fresca para intentar olvidar, por unos momentos, que estamos separados de los demás desde nuestro nacimiento, y que no hay nada que podamos hacer por evitarlo.

Sentada en su sofá recordó ese instante, el silencio de la discoteca, espeluznante por lo extraño, y se estremeció. Si fueras el hombre de mi vida, le dijo entonces mentalmente a Enrique, no volvería a salir un solo fin de semana, y pasaría las tardes acurrucada contigo en el sofá, viendo una película o leyendo juntos en algún banco del parque García Lorca.

Pensó en escuchar música, en ducharse, en fregar la pila de platos que se había amontonado en el fregadero. Pensó en escribir o en leer, pero la perspectiva de tener que huir de su pena le angustiaba, porque si lo intentaba y fracasaba ya sí que no sabría cómo salir de allí.

Entonces cayó en la cuenta. Era primavera. Cada primavera, desde que ella tenía memoria, su padre pasaba unos días encerrado en su habitación y su madre prohibía a Silvia encender la tele o charlar en voz alta con su hámster. La depresión primaveral de su padre había sido un clásico de su infancia, y cada vez que sentía el breve picor del polen en el aire se preparaba para ver cómo él se metía en la cama a tomar ansiolíticos hasta que la vida se le volvía lo sufcientemente soportable como para salir de nuevo. Ella había escapado a aquella mala jugada de los genes, pero ahora, tendida en el sofá con la moral por los suelos, se preguntaba si no estaría siendo también víctima del maldito calendario.

Se incorporó otra vez. Gracias a Dios, es la primavera, pensó. No estoy loca, soy normal, mi vida va bien. Y tal vez haya alguien con quien pueda quedar para darme una vuelta.