Era domingo y era primavera, y a Silvia le daba igual ser
estudiante, tener veinte años y vivir en Granada, el epicentro de la
juerga. Llevaba todo el día tumbada en el sofá viendo la
televisión: por la mañana, series juveniles; al mediodía, los
Simpson y las noticias; durante la tarde, las eternas películas de
serie B espaciadas por largos intervalos publicitarios.
“Ya no te quiero, es cierto, pero te quise tanto…”. Se
acordó de Neruda. “Mi voz buscaba el viento para tocar tu oído”.
También su querido Gael se había ido, con su nombre de ángel, y
ella quería pensar que le había querido para no darse cuenta de que
aún no tenía ni puta idea de lo que era el amor.
La tarde anterior había estado bien. Enrique, aquel chico tan
guapo de la cafetería, por fin se había atrevido a pedirle su
teléfono, y ocuparon varias horas en tomar café, pasear y tumbarse
en el paseo de los tristes al sol de primavera. De repente, mientras
volvían a casa, las nubes que se agolpaban en un extremo del cielo
viajaron veloces hasta cubrirlo todo, y un chaparrón de verano les
obligó a refugiarse en un soportal. Enrique la miró a los ojos y
ella no consiguió ver romanticismo en su pelo aplastado por la
lluvia. “¿Y si yo fuera el hombre de tu vida?”, le dijo él. “¿Y
si no?”, pensó ella, pero se calló y dirigió la vista al frente,
al chorro como de ducha que descargaban las nubes.
Ahora, tumbada en el sofá despintado de su piso de alquiler,
Silvia se preguntaba por qué no le había sentado bien aquello. El
paseo, la mirada, el portal, la lluvia. Los dedos apartándole el
pelo mojado de la cara. En un gesto reflejo, se agarró la coleta:
“mi pelo es mío”. Luego se dijo a sí misma que a lo mejor, pero
sólo a lo mejor, no era eso lo que estaba buscando. Honestidad es no
saber si eres el hombre de mi vida y arriesgarme a que no lo seas, le
contestó entonces a Enrique.
Se mareó al levantarse del sofá para ir a beber una coca cola.
Tal vez debería haberse ido de marcha la noche anterior. Lo bueno de
la resaca es que anula cualquiér sensación que no sea intentar
sentirse físicamente mejor que un trapo. El viernes sí que había
salido hasta muy tarde. A pesar de su apática tarde de domingo,
solían gustarle la fiesta y las aglomeraciones de gente. Le
encantaban los preliminares: coger el móvil y mandar mensajes y
llamadas perdidas a unos y otros, y luego empezar a quedar con todos
como quien coordina una operación militar. A las doce contigo en mi
piso. Con vosotros a la una y media en el Sinapsis. Con este otro me
encontraré en el Bora-Bora cuando cierren los pubs. Luego disfrutaba
del rito de ponerse guapa, meditando largamente qué sombra de ojos
iba a utilizar y cómo iba a arreglarse el pelo.
Si lo piensas, es triste. Reunirse a beber, a emborracharse sin
excusas cada fin de semana, es triste. El alcohol no termina de
gustarte; al menos no es como un batido de chocolate o un zumo de
naranja. Te quedas de pie, helada en una noche cualquiera del
invierno granadino, o incluso en una noche caliente de finales de
curso, y bebes, sin más. Hablas de nada, despeñas los hielos al
interior del vaso y los mueves con el dedo. Te ríes de nada, coges
la botella y mides con cuidado el segundo o tercer cubata que vas a
tomar. Luego se decide dónde ir, porque la música es fundamental:
es el hilo que te atraviesa las venas y te cose a la gente que baila
contigo en la pista, al latido universal que grita que la noche es
joven y es tuya. Una vez se ha decidido, te desplazas hacia allí, el
relaciones públicas te hace una buena oferta de consumiciones, pides
otra copa y también te la bebes. En una mano el cigarro, en la otra
el cubata, moviendo los pies y las caderas como si te encantara el
ritmo precocinado de la pachanga que ponen
Los pubs cierran entre las tres y media y las cuatro, y tú no te
quieres ir, porque sabes que tumbarse en la cama con la habitación
dando vueltas, con los oidos pitándote y sin gente alrededor para
justificar tu estado, es lo peor que tiene una noche de marcha. Así
que entras a una discoteca. Cinco euros y una copa, o dos botellines
de cerveza. Ahí ya ni siquiera puedes identificar la música; te
limitas a vibrar más que a bailar, a mantener tu cuerpo en
movimiento a base de espasmos rítmicos sin hablar con nadie, sin
mirar a nadie, esperando a que suceda algo que no sabes muy bien qué
es pero que tienes la esperanza de que llegue.
Aunque Silvia sabía que era triste, también sabía que llegaba
un momento, alrededor de las cinco de la mañana, en que ella ya
había bebido, hablado y reído mucho, y se limitaba a bailar la
música indescifrable de la discoteca sin importarle demasiado todo
lo demás. Entonces ya no estaba sola. Entonces era parte de algo más
grande, y daban igual el calor, el sudor y el ruido, porque al fin y
al cabo esos son los elementos que indican que algo está vivo.
Pero ahora era domingo, no era de noche, no había plan. Los
domingos están llenos de “deberías” y de pena por el fin de
semana que se acaba. Ya no te quedan excusas porque no te quedan días
libres, y te impregna la espantosa certeza de que hay algo que no has
hecho hoy y que no vas a poder hacer en el resto de tu vida.
Silvia se bebió la cocacola, sentada en el borde del sillón para
sentir un poco menos aquella inactividad aplastante. En aquellos
momentos, ella no era nada, y la vida universitaria no era más que
un tremendo engaño, un hermoso decorado donde niños y niñas
jugueteaban con lo mejor de la adolescencia y lo mejor de la adultez.
Un universo helado y vacío de platos sucios, cerveza, alquileres
retrasados y extensas redes sociales que al final no son capaces de
sostenerte.
Al cabo de unos segundos de suspenderse en equilibrio en el borde
del sofá, notó que se iba deslizando hasta hundirse otra vez. Se
quedó ahí reflexionando con la cabeza descolgada, mientras sentía
cómo todos sus pensamientos tomaban forma de espiral e iban
haciéndose cada vez más turbios. Gael, el domingo, el fin de
semana, la vida.
Entonces recordó que aquel viernes, en particular, no había sido
como todos los demás. Hubo un momento, casi al final de la noche, en
que ella había llegado a aquel punto de trance y de fusión que
llevaba buscando todo el tiempo. De repente se hizo el silencio en la
discoteca. Sonó un chirrido en los altavoces y la música se detuvo
de golpe. La gente paró de bailar, desconcertada. Durante unos
minutos, todos se miraron los unos a los otros, sin saber qué hacer.
A la izquierda de Silvia, unos chicos que habían estado metiéndose
mano se observaban en silencio, con la espantosa certeza de que no
tenían nada de qué hablar. Después de unos minutos así, alguien
tuvo la idea de empezar a silbar y a abuchear, y todos respiraron,
aliviados, y se unieron a la protesta por el simple placer de crear
ruido.
En aquel momento, Silvia reparó en que todos los que estaban allí
habían ido porque estaban solos. Porque no tenían nada mejor que
hacer que observarse los unos a los otros en busca de carne fresca
para intentar olvidar, por unos momentos, que estamos separados de
los demás desde nuestro nacimiento, y que no hay nada que podamos
hacer por evitarlo.
Sentada en su sofá recordó ese instante, el silencio de la
discoteca, espeluznante por lo extraño, y se estremeció. Si fueras
el hombre de mi vida, le dijo entonces mentalmente a Enrique, no
volvería a salir un solo fin de semana, y pasaría las tardes
acurrucada contigo en el sofá, viendo una película o leyendo juntos
en algún banco del parque García Lorca.
Pensó en escuchar música, en ducharse, en fregar la pila de
platos que se había amontonado en el fregadero. Pensó en escribir o
en leer, pero la perspectiva de tener que huir de su pena le
angustiaba, porque si lo intentaba y fracasaba ya sí que no sabría
cómo salir de allí.
Entonces cayó en la cuenta. Era primavera. Cada primavera, desde
que ella tenía memoria, su padre pasaba unos días encerrado en su
habitación y su madre prohibía a Silvia encender la tele o charlar
en voz alta con su hámster. La depresión primaveral de su padre
había sido un clásico de su infancia, y cada vez que sentía el
breve picor del polen en el aire se preparaba para ver cómo él se
metía en la cama a tomar ansiolíticos hasta que la vida se le
volvía lo sufcientemente soportable como para salir de nuevo. Ella
había escapado a aquella mala jugada de los genes, pero ahora,
tendida en el sofá con la moral por los suelos, se preguntaba si no
estaría siendo también víctima del maldito calendario.
Se incorporó otra vez. Gracias a Dios, es la primavera, pensó.
No estoy loca, soy normal, mi vida va bien. Y tal vez haya alguien
con quien pueda quedar para darme una vuelta.