No recuerdo pensar mucho en mi edad hasta los doce años.
En ese momento, compré mi primera Super Pop y pensé: «¿soy demasiado joven para comprar la Super Pop?». Creo recordar que escribí una carta a la revista preguntándolo y que nadie me contestó.
Yo quería ser adolescente. La adolescencia sonaba intensa y emocionante, llena de canciones desgarradas y besos a medianoche. Contaba los días hasta cumplir los trece; después, hasta los quince y, por último, hasta cruzar la ansiada frontera de los dieciocho.
De repente, a los veintitrés, empecé a darme cuenta de que los años se seguían acumulando. Un día entré en Bershka y reflexioné, sorprendida: «esta ropa ya no es para mí». ¿Desde cuándo la Marina que nunca llenaba los sujetadores era demasiado mayor para algo?
El resto de la veintena todavía estaba sólidamente anclada en la época de la inmortalidad. Cumplí treinta y, de la forma menos original posible, entré en crisis y quise tener un hijo. Los años pasaron y empezó a ser «demasiado tarde para».
Para convertirme en una enfant terrible de la literatura.
Para ser madre joven.
Para tener familia numerosa.
Para aparecer en 20 under 20 o en 30 under 30.
Y un día miré una foto de unos años atrás y pensé: ya no soy joven o, más bien: ya no tengo esa juventud. Esa frescura indescriptible, ese brillo que ignoras mientras lo tienes porque te preocupan demasiado los granos, la grasa del pelo o los kilos que crees que te sobran.
Estos últimos años me los he pasado en un duelo desesperado por la juventud perdida.
Solo quería volver a la veintena, recuperar la inmortalidad, disfrutar de la suave vibración de sentir todas las posibilidades abiertas frente a ti.
Y, por fin, a los treinta y siete, algo ha cambiado: de repente, la gente joven ha empezado a aburrirme. Me sorprendo escuchando las conversaciones de los escaladores veinteañeros de la isla:
—¿Qué tal acabaste ayer?
—Uf, ni me acuerdo.
Y pienso: my God, qué aburrimiento más grande.
Paso el rato con mujeres con menos de treinta y, sobre todo, que todavía no tienen hijos, y me dan ganas de agitar con suavidad sus bonitas seseras llenas de ideas clarísimas sobre la vida. Solo ahora puedo intuir lo insoportable que debía de ser yo a esa edad.
A los jóvenes les faltan matices.
Y no es que yo tenga todavía suficientes, pero me sorprendo buscando entrevistas y libros de gente mayor que yo y pensando que ellos sí que saben y que a ver si me enseñan sobre la vida para evitarme los patinazos.
Así que, persona joven, que lo sepas: quizá tú estás mirando hoy a alguien mayor y compadeciéndote de las arrugas, las canas y las lorzas, y esa misma persona te mira a ti y piensa que no eres lo bastante interesante.
Es la venganza de la mediana edad y aunque pueda parecer una tabla desesperada a la que agarrarse mientras el brillo de tu piel desaparece para siempre, te aseguro que no se está mal aquí.
PD: Soy consciente de que leeré esto dentro de diez años y pensaré que la Marina de treinta y siete era joven y estúpida.