Me cuesta escribir en mi casa a medio mudar, como si todos estos trastos revueltos por el salón me quitaran hasta cierto punto la sensación de arraigo. ¿Qué es la vida? Un frenesí. Llevo toda la semana en un puro estado de nervios. Por las mañanas me recoge el MIR en su Harley y nos vamos juntos al hospital. Me gusta empezar así los días: detrás de la espalda ancha y tranquila del MIR y de su cazadora de cuero. Cruzamos las carreteras de Puerto Real al sol, en mitad de los campos, y parece una de estas pelis europeas en las que todo brilla mucho y parejas guapas de americanos conducen motos alquiladas por caminos rurales. Como os decía, el MIR me recoge y yo tengo que esforzarme por decirle a mi cabeza que pare. Que pare de planear, de encajar horarios, de combinar el trabajo, la mudanza, la sesión clínica, mi cumpleaños, la boda de Erika, los entrenamientos del roco, las altas de mis pacientes y mi sueño fragmentado.
Recojo mis trastos de casa y me parece increíble haber acumulado tantas cosas en dos años. Si mi padre y yo lo trajimos todo en un solo porte, ¿cómo me he apañado para tener ahora la casa llena de cajas y que aún me quede por recoger la mitad? No sé si lo que uno acumula es proporcional al espacio del que dispone para guardarlo; lo curioso es que mi casa es pequeña. J. me dijo que la primera vez que vivió solo le inquietaba que todas aquellas cosas fueran suyas y de nadie más. A mí tener tantos objetos me da una sensación rara de estar ocupando más sitio en el planeta del que me corresponde, como cuando en el autobús coloco el bolso en el asiento de al lado y me siento culpable aunque esté todo vacío.
Hace unos años J. y yo conocimos a una señora que venía con nosotros al taller de escritura. Era una de estas mujeres de edad indefinida, soltera independiente, esforzada en no arreglarse y mezcla entre intelectual y alternativa. De las que lee a Cortázar comiendo pan de higo ecológico. Nos fuimos con ella de viaje a la Alpujarra y lo pasamos bien visitando los reductos hippies escondidos en los pueblos. Luego nos invitó a cenar en su casa del Albayzín, que estaba de reformas. No sé lo que imaginábamos J. y yo que sería su casa, pero seguro que algo coqueto, recogido, con jarapas de colores en el suelo y lamparitas de cristales adornando los rincones. Cuando llegamos, encontramos una casa vieja donde habitaciones de suelo torcido se enganchaban de forma absurda unas con otras. Las paredes estaban cubiertas de estanterías llenas de libros antiguos, revistas atrasadas, apuntes, adornos feos. Una amenaza de Síndrome de Diógenes flotaba en el ambiente.
También conocí a un chico que tenía la casa tan ordenada que daba miedo. Tenía los diez libros de Mafalda (punto a su favor) apilados en dos columnas alineadas de cinco y cinco ejemplares (punto en su contra). Su congelador estaba lleno de bandejas de pollo del mismo tamaño amontonadas una junto a otra, y cenaba la misma cantidad de pollo cocinada de la misma manera todos los días. Sólo pasé una noche allí, pero todavía me estremece recordar la soledad desgarradora que espiraba aquella casa.
Nos relacionamos con las personas y también con los objetos. Intentamos ordenar de alguna forma este caos colorido que nos rodea. Al principio de "Mi vida sin mi", la protagonista dice algo como que las tiendas, los supermercados, los centros comerciales y, en general, la forma en que tenemos organizado el mundo, no son más que un intento de olvidar que un día vamos a morirnos. A mí me gustan casi todos mis trastos, y a pesar de mi voluntad firme de simplificar y deshacerme de cosas he descubierto que no tengo tanto que no me sirva. Es preocupante que estos cincuenta y pocos kilos de niña tengan que arrastrar tantas cosas por las casas de Cádiz, y espero no ir camino de la acumulación indiscriminada de nuestra amiga de Granada. Aunque, por otra parte, prefiero terminar así (un poco chalada, en una casa vieja, rodeada de papeles arrugados) a apilar en mi frigorífico un montón de bandejas congeladas de pollo.