Estoy en la cola del Mercadona. Dice la Frikipedia que Mercadona planea conquistar el mundo a base de productos hacendado y napolitanas de jamón y queso, y viendo la cantidad de gente que hay hoy frente a las cajas, me temo que lo están consiguiendo.
En una de las colas, dos señores mayores se han encontrado por casualidad y charlan. Su conversación parece entretenida, así que me coloco detrás; me hace gracia que los dos estén allí solos, sin sus señoras, arrastrando diligentemente sus cestas llenas de comida. Al final uno de ellos sí que viene con su mujer, que aparece a su lado colocando los huevos, que se le habían olvidado, en precario equilibrio en lo alto de la cesta. “Pues a mí me ha mandado mi mujer y nada, aquí estamos - dice el otro señor, recolocándose el audífono -. Yo creo que he cargado demasiado el carro – echa una mirada dubitativa a su cesta -, pero he pensado que ya que vengo, pues echo bien de todo”.
Me sonrío y miro la cesta, atiborrada de naranjas, magdalenas y yogures. “Y fíjate que a mí las naranjas no me gustan mucho, pero hijo, me ha dicho ella que compre, y sólo había esta bolsa tan grande, pues qué le vamos a hacer”. El otro señor y su mujer sonríen y asienten. Los tres hablan de lo bien que está el Mercadona nuevo, de que sólo le faltaría un aparcamiento para poder venir en un momentillo con el coche y hacer la compra. El señor que viene solo dice que igual se jubila este año. Al parecer, es profesor de cuarto de primaria. “A estos niños de hoy no les interesa nada”, se queja mientras, por fin, va colocando sus cosas en la cinta transportadora.
Visualizo al señor en una clase frente a un montón de niños. Hoy en día, los de cuarto ya son preadolescentes cabroncetes, y me imagino lo que deben de reírse de este hombre, con su sonotone y su enorme barriga. Luego encima el pobre llega a casa y su mujer le manda al mercadona a comprar naranjas, que ni le gustan. Observo sus magdalenas, que han quedado todas espachurradas bajo las naranjas, y me imagino a su señora regañándole: “a quién se le ocurre ponerles tres kilos de naranjas encima, mira cómo han quedado, hechas un higo. Y desde luego hijo, tres paquetes de magdalenas, qué exagerado eres, si sólo comemos tú y yo… luego se ponen duras y hala, el dinero a la basura”. Y el profesor casi jubilado suspirará y se irá a corregir exámenes bajo la luz mortecina de algún flexo viejo.
Coloco mis cosas detrás de las del señor. Su ejército de magdalenas parece intimidar a mi cartón de Chocapic. El señor se despide de sus amigos y saluda a la cajera con una sonrisa. Para pagar, saca una cartera, donde lleva los billetes, y un monederito con las monedas. Es de los que va narrando para sí todos los movimientos que hace “Pues voy a ver si tengo el suelto, ah mira pues parece que sí, te voy a dar veinte céntimos, así me quito la calderilla del monedero, a ver si se dejan sacar…”. Yo miro al señor. A pesar de su mujer víbora y de sus alumnos díscolos, parece razonablemente feliz. Remata a las magdalenas metiéndolas en la misma bolsa que los cartones de leche y se va tarareando, ignorando la que le espera cuando llegue a casa.