Normalmente pasaría de todo y me iría a dormir, pero el Michellian Challenge me obliga a hacer acto de presencia en éste mi blog, así que llega un momento en que tengo que cerrar todas las ventanas o, por lo menos, todas las interactivas, e intentar escribir sobre algo. Últimamente no tengo muy claras las ideas de los post, así que me quedo cinco o diez minutos callada frente a la pantalla encendida, con la mirada perdida como si me hubieran desahuciado de mi cuerpo. Por la ventana abierta se cuelan los sonidos de la Viña: las motos que atraviesan mi calle peatonal y las charlas de los vecinos en la calle. Entra el aire fresquito en mi casa recalentada después de una tarde de orientación oeste.
Tomo conciencia de la realidad de mi noche de Junio en Cádiz y paseo la vista por mi casa. Pienso que necesito criadas o esclavos que recojan este desastre. Reflexiono sobre lo que ha pasado durante el día. ¿Qué cuento? Intento escribir algo corto e ingenioso, pero no me sale. Ya que me pongo, prefiero echarle un rato y aburrir a base de parrafadas. Pienso en mi trabajo, mis pacientes, mis amigos, mis hombres, lo que me cruza la mente, lo que me preocupa, mi rodilla, mi Acné del Averno, los pies de gato en el suelo del salón y las ganas de seguir trepando.
Cuando escribo un post de no ficción (es decir, casi siempre), la mayoría de las veces es como bañar a un gato: trabajoso, el gato no quiere, yo no quiero, los dos nos hacemos daño y tampoco es que el resultado valga mucho la pena. Ayer me pasé una hora peleándome con el post, y ni siquiera tengo claro que me guste. Y encima no me habéis comentado, ingratos del Averno. Cuando escribo ficción es distinto. Casi siempre termino contenta, porque me parece que expresa más y mejor lo que siento que la no ficción. Lo que pasa es que mi imaginación es como el petróleo: limitada.
El tema, lectores de mi corazón, es que aunque el resultado sea discutible y aunque, como me dijo una vez mi ex mejor amigo que ahora no me habla, "me guste cómo escribo pero no siempre lo que escribo", en realidad lo mejor es el previo. La anticipación. Los cinco, diez minutos con la mirada perdida y las imágenes cruzándome el cerebro, las palabras luchando por salir, la primera frase, el arranque. El airecito viñero colándose en mi salón desordenado. El resto es puro trámite.
(Lo del porno, por cierto, es el guiño que me pediste. Habría dado algo por ver tus cejas enarcándose incrédulas y encantadas frente a la pantalla)