Cuando alguien está tan loco por una ciudad como lo estoy yo por Granada y elige marcharse, no le queda más remedio que olvidarse un poco de ella para no sufrir. Como cuando dejas a un novio y evitas comer en los restaurantes que os gustaban para que no te atormente el desasosiego de todo lo que te estás perdiendo. Como cuando te peleas con un amigo y tienes que esconder sus rastros en tu vida para no morderte los labios cada vez que los ves.
En las personas, y en las ciudades, la vida transcurre sin ti. Las ciudades palpitan bajo los pies de sus habitantes y los corazones palpitan en los pechos de la gente a la que has amado. Así que buscas algo distinto, algo radicalmente diferente a una persona o a una ciudad. Te vas con un tímido si antes estabas con un verborreico. Te vas a que te azote el viento del mar en la tacita de plata y te acuerdas de cuando te alcanzaba el aire frío en Gran Capitán y te gustaba pensar que aquellas partículas de oxígeno en concreto llegaban directamente desde la cima del Mulhacén.
Te abstraes de la vida paralela que llevan tus personas, tus ciudades. Dejas que sigan amando a la gente a la que aman, o que sean habitadas y acariciadas por los pies de los extraños a los que tú envidias. Tú sigues con tu vida, en medio del viento, del mar, rodeada de desconocidos y de acentos que al principio te resultan exóticos. Sólo rezas y confías para que lo que algún día amaste y abandonaste permanezca ahí de alguna manera. Recibiendo en silencio el breve cupo de amor que les sigues destinando. Viviendo y dejándote vivir a ti sin perder la esperanza de algún reencuentro amable e inofensivo en un futuro a medio o largo plazo.