jueves, 19 de mayo de 2005
miércoles, 18 de mayo de 2005
Nuevas Buenas
He decidido ampliar la temática de este blog. Es que estoy viendo que si lo dejo de sitio-purista-sólo-de-cuentos corro el riesgo de quedarme sin lectores (no por nada, sino porque no es tan fácil que se te aparezca la musa y terminar un cuento decente en un tiempo medio aceptable, y los blogs poco actualizados aburren). Tras darle muchas vueltas y barajar la posibilidad de crear otro blog en plan cuentavidas, he decidido sencillamente abrir la veda en este, porque a) así puedo escribir más a menudo mis pequeñas paranoias sin necesidad de transformarlas en “literatura” y b) cuando me salga un engendrillo, podréis leerlo sin necesidad de tener que estar pulsando ningún link.
Después de esta pequeña noticia, aquí va algo que escribí el otro día y que no es exactamente un cuento (aunque puede ser un comienzo).
“Ella y yo hacemos el amor sin practicar el sexo. Yo lo sé y ella lo sabe, pero nos callamos la boca.
Cuando hace calor, la abrazo y recorro con la mano el surco sudoroso de su columna. El sudor es agua y sal, es líquido y cálido, es un fluido que, sobre todo, le pertenece.
A veces me deja lavarle el pelo. Se tiende, vestida, en el suelo del baño, con la alfombrilla debajo para no coger frío, y apoya la cabeza en el borde de la bañera. Yo le aprieto el cuero cabelludo con los dedos y le aclaro la espuma con cuidado, procurando no echarle agua en los ojos.
Cuando como en su casa, coge las aceitunas con los dedos y luego me los tiende para que chupe el líquido salino. Yo le doy el yogur y observo cómo absorbe el contenido viscoso de la cuchara. Me quita las patatas fritas de la mano con su boca, y deja que le limpie con una servilleta el zumo de naranja que le queda en los dedos después de pelarla.
Le pinto los labios, y a veces le visto como a una muñeca. Le ato el cinturón y se lo ajusto a las caderas, y aprovecho para hurgar con los pulgares en el hueco que deja la pelvis. Cubro sus piececitos blancos, que se llenan fácilmente de rozaduras, con calcetines de colores, y le amarro los zapatos sin apretar demasiado. Ella me afeita, y a menudo me corta, pero creo que lo hace sólo para poder masticar un poco de papel higiénico y colocármelo, empapado en saliva, sobre la herida.
Le ayudo a fregar los platos, y cuando tiene los guantes puestos, me pide que le rasque la espalda y que le coloque detrás de la oreja los mechones que le caen sobre la cara. Amarro su delantal y deshago su cola de caballo cuando acaba.
Salimos a la calle y le pongo la chaqueta, abrochándole los botones desde detrás. Llueve y se mete bajo mi paraguas, apretándose contra mí, y si se moja le sacudo las gotas de lluvia de la melena.
Me deja que limpie sus gafas con la camiseta y guarda mi cartera en su bolso. Le espío, y lo sabe, a través de la rejilla de la puerta cuando entra al baño.
Luego llega su novio y le achucha, muerde sus labios, le estruja el culo. Yo pienso que vaya ingenuo, y ella se calla, pero sé que en el fondo piensa igual.”
Después de esta pequeña noticia, aquí va algo que escribí el otro día y que no es exactamente un cuento (aunque puede ser un comienzo).
“Ella y yo hacemos el amor sin practicar el sexo. Yo lo sé y ella lo sabe, pero nos callamos la boca.
Cuando hace calor, la abrazo y recorro con la mano el surco sudoroso de su columna. El sudor es agua y sal, es líquido y cálido, es un fluido que, sobre todo, le pertenece.
A veces me deja lavarle el pelo. Se tiende, vestida, en el suelo del baño, con la alfombrilla debajo para no coger frío, y apoya la cabeza en el borde de la bañera. Yo le aprieto el cuero cabelludo con los dedos y le aclaro la espuma con cuidado, procurando no echarle agua en los ojos.
Cuando como en su casa, coge las aceitunas con los dedos y luego me los tiende para que chupe el líquido salino. Yo le doy el yogur y observo cómo absorbe el contenido viscoso de la cuchara. Me quita las patatas fritas de la mano con su boca, y deja que le limpie con una servilleta el zumo de naranja que le queda en los dedos después de pelarla.
Le pinto los labios, y a veces le visto como a una muñeca. Le ato el cinturón y se lo ajusto a las caderas, y aprovecho para hurgar con los pulgares en el hueco que deja la pelvis. Cubro sus piececitos blancos, que se llenan fácilmente de rozaduras, con calcetines de colores, y le amarro los zapatos sin apretar demasiado. Ella me afeita, y a menudo me corta, pero creo que lo hace sólo para poder masticar un poco de papel higiénico y colocármelo, empapado en saliva, sobre la herida.
Le ayudo a fregar los platos, y cuando tiene los guantes puestos, me pide que le rasque la espalda y que le coloque detrás de la oreja los mechones que le caen sobre la cara. Amarro su delantal y deshago su cola de caballo cuando acaba.
Salimos a la calle y le pongo la chaqueta, abrochándole los botones desde detrás. Llueve y se mete bajo mi paraguas, apretándose contra mí, y si se moja le sacudo las gotas de lluvia de la melena.
Me deja que limpie sus gafas con la camiseta y guarda mi cartera en su bolso. Le espío, y lo sabe, a través de la rejilla de la puerta cuando entra al baño.
Luego llega su novio y le achucha, muerde sus labios, le estruja el culo. Yo pienso que vaya ingenuo, y ella se calla, pero sé que en el fondo piensa igual.”
lunes, 16 de mayo de 2005
Cementerio de ideas
Llevo diez días casi sin respirar. O casi sin escribir, que es lo mismo. Hoy, por fin, me he decidido a coger el ordenador, porque si sigo sin dejarme tiempo para lo que más me gusta, me moriré.
Quería contaros muchas cosas. Se me ocurren ideas dispersas que no sé muy bien por donde enfocar. Quería hablaros de mí volviendo de Pamplona, cruzando en tren los paisajes húmedos y verdes de Navarra y pensando que sé muy poco de amor, pero lo que sé lo estoy aprendiendo a base de hostias. Quería contaros cómo me sentí cuando salí del metro de Madrid en Plaza de Castilla y me encontré en medio de las Torres Kio, que proyectaban una sombra enorme en la mañana soleada, contemplando a los repartidores de periódicos gratuitos y a los jovencitos con máster y corbata que cruzaban de un edificio a otro.
Luego fue pasando la semana, y quise contaros que mi madre, cuando estaba embarazada de mí, se tumbaba en la sala de ecografías del hospital las noches que tenía guardia y se dedicaba a pasarse el ecógrafo por la barriga y a mirarme en la pantallita. Me acordé de mi mayor enemiga de la infancia y me entraron ganas de escribir un cuento sobre ella. Subía y bajaba los 74 escalones de mi facultad y pensaba, rabiosa, en cuándo iba a tener tiempo para escribir, por fin, un cuento titulado "todos los ingenieros van al cielo" (mi título favorito), en lugar de colorear láminas del cerebro humano con rotuladores carioca (es a lo que me dedico últimamente).
Este fin de semana he estado en Madrid, y por el camino iba ensayando palabras para explica lo mucho que amo el paisaje andaluz, los olivos plateados, la tierra roja. Me acordé de "los amores inútiles", una frase que se me ocurrió hace tiempo y sobre la que quería escribir.
Ahora estoy aquí, cansada, con los ojos enrojecidos, pensando en todo lo que podría haber escrito y no he hecho, o peor aún: en todas las ideas que han muerto, pequeñitas y olvidadas, porque no he podido pensar en ellas el rato suficiente como para que se fijen en mi cerebro.
(Esto como muestra, para que veáis las joyas literarias que me está haciendo perder la puta psicobiología.)
Quería contaros muchas cosas. Se me ocurren ideas dispersas que no sé muy bien por donde enfocar. Quería hablaros de mí volviendo de Pamplona, cruzando en tren los paisajes húmedos y verdes de Navarra y pensando que sé muy poco de amor, pero lo que sé lo estoy aprendiendo a base de hostias. Quería contaros cómo me sentí cuando salí del metro de Madrid en Plaza de Castilla y me encontré en medio de las Torres Kio, que proyectaban una sombra enorme en la mañana soleada, contemplando a los repartidores de periódicos gratuitos y a los jovencitos con máster y corbata que cruzaban de un edificio a otro.
Luego fue pasando la semana, y quise contaros que mi madre, cuando estaba embarazada de mí, se tumbaba en la sala de ecografías del hospital las noches que tenía guardia y se dedicaba a pasarse el ecógrafo por la barriga y a mirarme en la pantallita. Me acordé de mi mayor enemiga de la infancia y me entraron ganas de escribir un cuento sobre ella. Subía y bajaba los 74 escalones de mi facultad y pensaba, rabiosa, en cuándo iba a tener tiempo para escribir, por fin, un cuento titulado "todos los ingenieros van al cielo" (mi título favorito), en lugar de colorear láminas del cerebro humano con rotuladores carioca (es a lo que me dedico últimamente).
Este fin de semana he estado en Madrid, y por el camino iba ensayando palabras para explica lo mucho que amo el paisaje andaluz, los olivos plateados, la tierra roja. Me acordé de "los amores inútiles", una frase que se me ocurrió hace tiempo y sobre la que quería escribir.
Ahora estoy aquí, cansada, con los ojos enrojecidos, pensando en todo lo que podría haber escrito y no he hecho, o peor aún: en todas las ideas que han muerto, pequeñitas y olvidadas, porque no he podido pensar en ellas el rato suficiente como para que se fijen en mi cerebro.
(Esto como muestra, para que veáis las joyas literarias que me está haciendo perder la puta psicobiología.)
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