massobreloslunes: 2021

viernes, 30 de julio de 2021

Ficción y pandemia

Salvo excepciones como This Is Us o New Amsterdam, parecería que el mundo de la ficción se ha puesto de acuerdo en ignorar la pandemia. Lalalaaa —parecen decir—, no hay virus, el mundo sigue como antes.

Imagino que, igual que me ha pasado a mí como escritora, se han dado cuenta de que  hay dos opciones: o ignoras la pandemia o el único género de ficción que quedará en pie será el apocalipsis distópico. 

Me pregunto si ha sido así siempre. ¿Se escribía sobre la Segunda Guerra Mundial mientras estaba sucediendo? ¿Se creaba ficción, de hecho, o estaban todos demasiado preocupados por sobrevivir?

Lo que es seguro es que se ha escrito y hecho cine en abundancia sobre todas las grandes crisis, pero parecería que hace falta resolverlas para poder mirarlas desde la distancia y esto no tiene pinta de ir a resolverse pronto. 

Quizá algo que hace esta pandemia especialmente poco fiction-friendly es el tema de las mascarillas. Confesión: en noviembre del año pasado, durante el NaNoWriMo, me puse a escribir una novela juvenil que transcurría en tiempos del COVID, y la razón principal por la que lo cambié fue que pensé que sería un coñazo verlo en Netflix porque todos los actores llevarían la cara tapada.

(Delirios de grandeza nivel no escribo nada que no pueda acabar en Netflix)

Yo apruebo la negación generalizada del COVID en las series y pelis y, de hecho, es el camino que voy a seguir en los libros que escriba a partir de ahora; por lo menos, hasta que haya pasado tanto tiempo desde esta crisis que no me importe recordarla. 

El mero hecho de pensar que esa sea un posibilidad (la pandemia lejos, en la distancia, como un mal sueño), me hace sentir pena por mí misma. Sé que eso no va a suceder. Me da pena por la Marina que vivió treinta y cuatro años de su vida sin saber lo que se le venía encima y, sobre todo, me da pena por mi hija Alana, que no va a recordar el mundo como era antes. Todavía me parten el corazón las últimas fotos que le hicimos antes del primer confinamiento, el último día que estuvimos en el parque con ella antes de que se pasara dos meses sin que le diera el sol. 

Pero yo no quería hablar de la Maldita Pandemia. Nunca quiero.

Es ella la que no se calla. 

lunes, 26 de julio de 2021

Incomodidad


Últimamente pienso en el valor de la incomodidad. Con la edad, cada vez me he ido volviendo más comodona. La última casa que alquilamos antes de venir, en Castellón, se estaba convirtiendo en la nave donde vivían los gordos de la peli de Wall-e. Paradójicamente, una de las cosas que compré fue una cinta de correr que, por cierto, todavía hoy considero que era una buena idea para andar mientras trabajaba. Pero llegó un momento en que sentía que estaba diseñándolo todo para que hubiera la mínima fricción posible entre la realidad y yo, y de alguna forma, eso se sentía sucio espiritualmente hablando.

Venir a Costa Rica ha sido un baño de fricción. Que sí, que estamos en una urbanización privada con piscina, pero la casa no deja de ser un apartamento de dos habitaciones con unas espantosas luces blancas por todas partes y cortinas que dejan pasar la luz. El nivel de incomodidad que toleramos aquí es inaceptable para mucha gente. Incluso algunos expats se quejan de que esto es demasiado rústico, demasiado crudo: las calles de tierra, no poder comprar como lo hacías en casa, que no esté todo tan disponible y al alcance de la mano con Amazon Prime.

Para mí it's a feature, not a bug. Y ojo, hay que tener cuidado y no frivolizar porque lo que para mí es optativo y un ejercicio espiritual de estoicismo, para otros es su vida y no les quedan opciones. Pero teniendo en cuenta que no voy a solucionar la vida de los ticos sintiéndome culpable, lo mejor que puedo hacer es estar contenta de vivir aquí y gastarme el dinero en sus negocios. 

Me decía mi amiga María que ella ve una tontería buscar estar deliberadamente incómodo. Hay una doctrina entera de filosofía que piensa lo contrario, pero más allá de eso, para mí la incomodidad es movimiento. Cuando no estás cómodo, te mueves; de ahí, por ejemplo, el valor de sentarse en el suelo en vez de en una silla. Cuando estás cómodo te incomodas y anquilosas. Me gustaría ser capaz de tolerar mayores niveles de incomodidad y voy, sin duda, a tratar de encaminar mi vida por ahí. Porque mi prioridad es seguir moviéndome y no llegar a los setenta preguntándome a dónde se fue la segunda mitad de mi vida.

lunes, 19 de julio de 2021

Objetos



Mi abuela murió el pasado Día de Todos los Santos. No es ningún drama: era mayor y hacía tiempo que había perdido la cabeza, y en esta época loca de COVID, aislamiento y mascarillas, la pobre ya no tenía mucho de lo que disfrutar.

La cuestión es que hoy se han reunido mis seis tíos a repartir sus pertenencias. No tengo claro qué se ha llevado mi madre; el único recado que yo le di fue: pide el reloj con la campana.

Se trata de un reloj antiguo cubierto con una campana de cristal. Lo tuvimos un tiempo en mi casa y siempre me gustó: me parecía mágico, como la rosa de La bella y la bestia. Cuando le dije a mi madre hace un par de días que me gustaba, me respondió: 

—Pero ¿para qué lo quieres tú, si no sabes dónde vas a poner el huevo?

No le falta razón. Ahora mismo hay como seis universos de distancia entre la yo actual y Marina comprándose una casa o instalándose a largo plazo en algún sitio. Aun así, no sé, me gusta este reloj y me gusta pensar que algún día tendré dónde ponerlo. 

Esto me ha hecho pensar en objetos a los que doy valor sentimental, que no son muchos.

Así que recuerde ahora mismo (e imagino que si no lo recuerdo ahora mismo, será porque no cuenta) solo se me ocurren tres: mi alianza de casada, mi llavero de Matilda y el Señor Chupete.

La alianza me la compré en el Multiplaza Escazú: un enorme centro comercial de San José donde me pasé un día probándome todo lo que tuvieran en blanco tratando de encontrar algo para la boda. 

Había perdido la esperanza de encontrar una. En todo sitios las hacían solo por encargo y no estaríamos en San José el tiempo suficiente. Me resigné a casarme sin alianza y pedir una más adelante.

Sin mucha fe, entré en una de las varias joyerías del Multiplaza. Aquel día llovía un montón y se escuchaba el aguacero contra los tejados del centro comercial. 

—Quiero una alianza —dije.

—¿Oro blanco, rosa, con diamantes...?

—Oro amarillo normal, de las de toda la vida.

«Señora —me entraron ganas de decirle—, si usted supiera. Nunca pensé que me casaría. Tengo hasta una etiqueta en mi blog sobre eso. Incluso aunque encontré a mi Maromo Definitivo, no creía que lo convencería para hacerlo oficial porque es de los de a mí el Estado no va a decirme a quién quiero. Pero ME CASO, SEÑORA, y el mundo ha de saberlo, y por eso quiero que mi alianza parezca una alianza y no cualquier otra cosa hippie».

Solo tenían una pareja de alianzas de oro amarillo. Me probé la más pequeña y me encajaba como anillo al dedo (JAJAJA). Además, me pareció preciosa. No sé cuántos kilates tiene, pero su dorado es como muy mágico y puro. 

La compré en el momento y luego me encerré en un baño del centro comercial, me senté sobre la tapa del váter, deshice los lazos de la bolsa y de la cajita donde me la habían guardado y me la probé con gran orgullo.

Quedaban solo dos semanas para la boda y me las pasé deseando que llegara para poder ponerme mi anillo.

E igual parece muy superficial en plan esclava del patriarcado, pero estoy orgullosa de mi anillo porque mi relación con Pablo es lo que me hace sentir más orgullosa de mi vida ahora mismo. Es lo que mejor me está saliendo. Mi hija me enorgullece, claro, pero no me da la sensación de que sea mérito mío nada de lo que hace. Mi matrimonio es otra cosa: eso sí que me lo he ganado con sangre, sudor y lágrimas.

En cuanto al llavero de Matilda: creo que ya he hablado de él otras veces. Me lo regaló mi querido Anxo por sorpresa. Se lo encargó a su madre, que iba a la feria del libro de Frankfurt, si no me equivoco, donde ella había comprado uno igual varios años antes. 

No sé si es el llavero en sí o el hecho de que hubiera tanta logística involucrada en el regalo (su madre, la feria del libro de Frankfurt, que su madre lo trajera de Guadalajara, donde vivía, a Cádiz). El caso es que fue uno de los regalos que más me han conmovido en mi vida.

El último objeto entrañable lo perdimos en el avión de España a Costa Rica. Se trata del Señor Chupete: el primer chupete de Alana y su favorito desde que nació, al que Pablo le había cortado el asa para que no se lo quitara sin querer con su manita. Imaginaba ese chupete como uno de los pocos objetos de mi hija que guardaría toda la vida, pero se perdió para siempre entre los asientos de un avión de Iberia cualquiera.

Es lo que tienen los objetos con valor sentimental, supongo; que su destino último es perderse en el olvido. O igual solo soy yo con mi despiste.

lunes, 12 de julio de 2021

Prioridades

 

Esta mañana estaba escuchando una entrevista de Tim Ferriss a una tal Debbie Millman, una diseñadora muy famosa que vive en Manhattan desde hace treinta años. Al parecer, se crió entre Brooklyn y Queens, y Manhattan había sido su sueño desde que era niña. Después de la universidad, se trasladó a un piso minúsculo: para entrar a su habitación tenía que pasar por el dormitorio de la pareja con la que vivía, y en el exterior de su ventana, que no podía abrirse, anidaba una familia entera de palomas. 

Debbie se contaba a sí misma que lo que de verdad quería en la vida era ser artista: escritora o pintora, pero que para eso necesitaba un sueldo decente. Decidió hacerse diseñadora porque así pagaría el alquiler mientras se convertía en artista. No fue hasta mucho tiempo después que se dio cuenta de que se había mentido a sí misma.

«Si hubiera querido de verdad ser artista —explica—, me habría mudado a un sitio más barato. Me hice diseñadora porque mi verdadera prioridad era vivir en Manhattan». 

Es curioso mirar nuestras decisiones en retrospectiva y darnos cuenta de que ellas son las que revelan la auténtica historia de nuestras prioridades. La mía, sin duda, nunca ha sido ser escritora. En todas las bifurcaciones del camino he tomado decisiones que me han llevado a otros lugares. ¿Cuál ha sido mi prioridad, entonces?

No sé: llevo todo el día dándole vueltas a una pregunta, como el que trata de resolver un crucigrama difícil, y no encuentro la respuesta. ¿Ha sido el dinero? Tampoco. Por dinero habría tomado muchas decisiones de manera distinta. ¿Ha sido el amor, la amistad, vivir en un lugar determinado? No lo sé. Quizá no había ninguna gran prioridad, y esa opción es, quizá, la más aterradora. 

Sería bonito encontrar una respuesta a esta pregunta. Vale, no sé si bonito es la palabra, pero podría ser práctico; poético, incluso. ¿Qué tienen en común la decisión de estudiar en Granada, hacer la residencia en Cádiz, mudarme a Margalef, luego a Granada de vuelta, luego a Castellón y luego ni más ni menos que a Tamarindo, Costa Rica? ¿Qué tienen en común estudiar psicología, después hacer el PIR, después montar mi negocio, después crear una membresía de desarrollo personal?

Tengo la sensación de que si hay algo que vincula todas esas decisiones es mantener los desafíos en el campo de lo predecible, lo probable, lo que puedo controlar con relativa facilidad. No me gustan los retos demasiado ambiciosos ni me gusta jugar a la lotería con mis elecciones.

Quizá lo que ha guiado todas mis decisiones hasta ahora es el control. Decida lo que decida, quiero seguir controlando, quiero seguir sabiendo que la mano ganadora la sostngo yo. O puede que sea la comodidad: que las cosas sean medianamente asequibles, que la famosa zona de confort siga rodeándome incluso aunque a ojos de otros parezca que estoy fuera de ella.

Ni idea. Es una pregunta interesante que explorar. Si se me ocurre algo nuevo, seréis los primeros en saberlo.

viernes, 9 de julio de 2021

De por qué los Celtas Cortos tuvieron tanto éxito

 Me fascina la historia de los éxitos: cuando los analizas, en retrospectiva, y te das cuenta de que era imposible que no lo fueran. Tenían todos los ingredientes. Estaban en el momento adecuado, en el lugar adecuado.

Por ejemplo: Celtas Cortos, el grupo de música. Ayer estuve viendo unos vídeos en los que tocan con la Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias. Son una gozada, aunque solo sea para ver lo bien que se lo pasa la ¿violista? que está justo detrás del cantante.

¿Por qué pegaron los Celtas el pelotazo?

Primero, tenían un sonido único. No sé mencionar a otro grupo español que se les parezca; por otra parte, eso tampoco quiere decir nada, porque tengo más o menos la misma cultura musical que mi hija de dos años. Pero desde mi ignorancia los veo frescos, con buenos arreglos, ritmos pegadizos y una energía contagiosa.

Luego estaba la voz de Cifu, su cantante. No es una voz bonita, no es agradable, no es la voz del que deja boquiabiertos al jurado de America's Got Talent... pero chorrea personalidad por los cuatro costados. Lo oyes cantar y sabes que es él aunque, como yo, no fueras especialmente fan de los Celtas.

Tenemos la imagen del grupo: la calvicie (o afeitado, llámalo como quieras) de Cifu es otro ingrediente que no podemos pasar por alto. Ya no solo identificas fácilmente al grupo por su sonido: visualmente, también los distingues al momento entre veinte grupos como ellos. 

Y, por último, las letras: por una parte, la revolución fácil y palatable de canciones como Tranquilo majete o Haz turismo, que te permitían, como adolescente de los noventa sin Twitter, sentir que protestabas y que estabas políticamente implicado. Por otra, la angustia romántico-existencial de La senda del tiempo o Lluvia en soledad, que condensaban en un par de frases lo que es ser joven, estar enamorado y sentir que te arrancan las tripas y el mundo se te derrumba porque la chica que te gusta no te hace caso.

La más genial de sus canciones es, claro está, Veinte de abril. Sobre esa canción se podrían escribir tres o cuatro libros de marketing. Primero, por el nombre, que hace que todos los años, cada veinte de abril, te acuerdes de la canción. Todos los puñeteros años, cada vez que escribías la fecha en la hoja del instituto, luego de la universidad, luego del trabajo, luego de un informe del curro. Lees veinte de abril y empiezas a tararear. Con ese título, tienes una campaña de publicidad anual gratuita garantizada.

Pero es que además, Veinte de abril contaba una historia que hemos vivido todos; y que, si no hemos vivido porque somos demasiado jóvenes, podemos anticipar que viviremos en algún momento. Es jodidamente brillante. Puro subtexto. Se lo dices todo sin decirle nada. Tú qué tal, chata, ¿todo bien? Por aquí bien también. Hala, nos vemos. Y tú ves que tiene el corazón roto, y que nunca se le va a arreglar. 

Yo no tengo claro si la destinataria de la carta era una ex novia; en mi cabeza, es la amiga con la que nunca llegó a pasar nada. Él era el pardillo de la guitarra, el torturado friki con granos que tocaba canciones oscuras mientras la guapa se enrollaba con el guapo entre unos arbustos, y nunca reunió el valor para decirle nada hasta ahora, el veinte de abril del noventa que, por lo que sea, se ha acordado de ella y de unos tiempos que nunca volverán a ser iguales.

Y como todos tenemos esas nostalgias, y si no las tenemos nos las imaginamos, todos conectamos con esa canción. Para colmo, cada año, cuando la recuerdas, echas la cuenta: veinte de abril del noventa. Han pasado (X) años desde que salió. Madre del amor hermoso. Y la nostalgia se aviva y se recrudece y te retuerce las entrañas, y te vas a Youtube, y te ves un vídeo de un directo y lloras por tu juventud que no volverá.

Así, desde la distancia, lo inimaginable es que los Celtas no la petaran. Lo tenían todo. Aun así, me pregunto, como siempre que pienso sobre un gran éxito, cuan cerca estuvieron de que nada de eso sucediera nunca. De que alguien dijera que lo de meter violín y flauta en las canciones era demasiado raro, que ponerle la fecha a la canción no vendería, que con Haz turismo se iba a ofender alguien. Que el Cifu se tenía que hacer un transplante de pelo y, ya puestos, mejor que cante otro con mejor voz. Que mejor la maqueta no la mandamos, qué tontería, vamos a sacarnos una oposición.

(Acabo de leer que, de hecho, Cifuentes llegó a sacarse una oposición)

Y ahora no sé si publicar este post o dejarlo para el veinte de abril del año que viene.


miércoles, 7 de julio de 2021

Orgullo materno, I


Últimamente a Alana le ha dado por escuchar el Carnaval de los Animales de Saint-Saëns. Que nadie se piense que tiene el nivel cultural de la Princesa Leonor: el 95% de lo que escucha son canciones horriblemente malas, por la sencilla razón de que a su hora de pantalla (por la noche) a Pablo y a mí no nos queda energía para más que para poner Youtube Kids y que sea lo que Dios quiera. Pero yo qué sé, lo de los animales le ha hecho gracia y ahí andamos, escuchándolo en bucle. 

La cuestión es que ayer le enseñé que cuando en una canción no hay nadie cantando se le dice «pieza». Me escuchó sin prestar demasiada atención y pensé que le había entrado por un oído y le había salido por el otro.

Hoy, sin embargo, estábamos oyendo de nuevo el Carnaval y viendo juntas distintos vídeos de Youtube basados en los diferentes animales (era mediodía: de ahí el Montessorismo), hasta que yo le he dicho que ya estaba bien y que se había acabado la pantalla hasta la noche.

—¡La última canción, mamá! —ha pedido ella. Sabe que «la última» suele funcionar porque nos sentimos culpables, al menos yo, por no haberle dado «tiempo de transición» entre decirle que hay que dejar la pantalla y hacerlo, y eso nos convierte en malos padres. O quizá sabe que funciona, pero no entiende por qué—. ¡La última!

Entonces, ha cambiado de estrategia.

—¡La última pieza, mamá! ¡La última pieza!

Lo que más me ha enorgullecido no es el esnobismo de que mi hija hable con propiedad sobre música, no. Lo que me ha llenado el corazón de satisfacción y orgullo han sido sus habilidades como vendedora: cómo ha hablado en el lenguaje de su cliente (yo) para convencerle de lo que quería.

Obviamente, le he puesto una última pieza.

Como madre, soy un cliente bastante fácil, las cosas como son.

miércoles, 23 de junio de 2021

31 consejos sobre el amor que le daría a la Marina del pasado

 He aquí algunas cosas que le diría a la yo del pasado respecto a los hombres.

1. Te gustan los guapos-muy-guapos; claro, como a todas. Déjalo estar. Pasa de ellos. No te convienen y tú (en general) no les gustas; ahórrate humillaciones e ignóralos, porque incluso aunque consigas a alguno, te romperá el corazón.

2. Con esto no quiero decir que te vayas a por los que no te gusten. Fíjate en los que son físicamente del montón, pero interesantes y divertidos y, sobre todo, buenas personas, y te garantizo que te parecerán atractivos cuando pases algo de tiempo con ellos.

3. Los introvertidos un pelín frikis son un buen nicho. Ahí hay mucho guapo que no se da cuenta de que lo es y son, en general, tirando a fieles. No te fíes de un extrovertido, y menos aún de un extrovertido guapo.

4. Me vas a matar con esto por antigua, pero no te acuestes con ellos la primera noche. No sale nada bueno de ahí para nadie.

5. No te van a querer más por escribir bien. Enseñarles este blog no suele ser una buena idea ni te vuelve de repente fascinante y atractiva. Es demasiada información y te quita el misterio.

6. Ve al gimnasio. Te pondrás más guapa pero, sobre todo, te sentirás millones de veces mejor contigo misma.

7. Sé que crees que eres un patito feo, pero no lo eres. Sobre todo, porque eres joven. No infravalores la increíble belleza que da la juventud y que no se consigue con ninguna otra cosa. 

8. Piénsate bien lo del flequillo.

9. Los tíos inteligentes no necesariamente valoran que tú lo seas. Los tíos graciosos no necesariamente valoran que tú lo seas. No busques un tío inteligente y gracioso, sino uno que a su vez busque a una tía inteligente y graciosa.

9b. Esto vale para todo, en realidad. Los tíos type A no siempre quieren a una mujer type A. Los que escalan no necesariamente se enamoran de una que escala. Etcétera.

10. Sé tú la que da el primer paso. Propónles quedar. Los estudios han mostrado que los hombres dicen que sí a una mujer la inmensa mayoría de las veces si es más o menos normalita.

11. Léete este fantástico artículo escrito por la tú del futuro.  Entiendo que acabo de enredarte en una paradoja espacio-temporal, pero de verdad: es muy bueno.

12. Apps de citas: con criterio y estrategia, te pueden ser útiles, pero tampoco pierdas la cabeza.

13. Ten claro, en primer lugar contigo misma, que no necesitas a un hombre. Luego muéstralo con tus acciones. Serás más atractiva y, sobre todo, más feliz.

14. No lo intentes nunca con hombres de tu pasado. 

15. No fuerces las cosas. Todo será fácil cuando des con el hombre adecuado. 

16. Vas a tener toda tu vida para estar en pareja. Aprovecha tu soltería y disfruta de ella. 

17. Vas a tener toda tu vida para vivir con tu pareja. Aprovecha las inconmensurables ventajas de vivir sola. 

18. Aclárate cuanto antes con el tema de los hijos y filtra a los hombres prontito con ese criterio. 

19. NO IMPORTA NADA EN ABSOLUTO que no comparta tus intereses. Lo verdaderamente crucial es que comparta tus valores y tu forma de ver la vida. Traducción: no lo descartes porque no le guste Franzen.

20. En tus relaciones, mientras más aceptes a la persona con la que estás y más responsabilidad le cedas sobre su propia vida, mejor te va a ir.

21. Tener una buena pareja te dará mucha felicidad, así que no te avergüences de querer conseguirla. 

22. Si fue un cabrón con su ex, va a ser un cabrón contigo. 

23. No te enamores del potencial no realizado. Fíjate solo en lo que es real y se hace presente a través de las acciones.

24. No engañes a tu pareja, no contribuyas a que otro engañe a su pareja, no sigas con un tío que te engaña. 

25. Aléjate de los que mienten, aunque sea en tonterías. 

26. La cantidad de tíos disponibles tendrá mucho que ver con la ciudad en la que vives: elige en consecuencia. 

27. Escoge siempre dignidad antes que sexo. 

28. Ignora total y absolutamente a las sensibles almas torturadas. Ten especial cuidado con escritores y músicos. Tu alma ya tiene sensibilidad y torturación suficiente: necesitas a alguien con los pies en el suelo.

29. El olor no es un buen criterio para elegir marido.

30. No basta con quererles; también te tienen que gustar.

31. En realidad, no cambies nada, porque ahora mismo, en el presente, ha salido todo la mar de bien.

martes, 22 de junio de 2021

Algunas cosas que todavía no he contado aquí

Ahora vivo en Costa Rica. Es la primera parada en nuestra NVN o Nueva Vida Nómada. Llevamos desde marzo instalados en Tamarindo, en la costa noroeste. Es una mezcla entre Tarifa y la imagen mental que tengo yo de California. Todo el mundo es guapo y surfero. Los animales son enormes, la naturaleza es violenta y por las noches puedes ver luciérnagas.

Pablo y yo nos casamos en abril; el día del libro, concretamente, que me hace mucha ilusión pero que, la verdad, fue un poco por casualidad. Fue una boda sencilla pero preciosa.



Tengo ya en mi cabeza la segunda parte de El arte de encontrarse por casualidad; el problema es que me he complicado la vida con un argumento que necesita cierta parte de investigación (o, idealmente, experiencia) que ahora no me viene nada bien.

Mis días fluctúan entre arrepentirme desesperadamente de ser madre y querer desesperadamente tener otro hijo (cualquier cosa menos el fantástico término medio que es mi realidad).

Estoy aprendiendo a tocar el violín y lo llevo a todas partes, así que cuando me ve un taxista o el de la cafetería donde desayuno antes de las clases, asumen de inmediato que soy violinista profesional. Por mi edad, imagino. No se les pasa por la cabeza que el 80% de los niños asiáticos menores de cinco años tocan mejor que yo.

(No, no el 80% de los niños asiáticos que tocan el violín; de todos los niños asiáticos)

Me he venido a pasar unos días sola a un hotel porque necesitaba oírme pensar  y sacar la cabeza del venga-vamos-vamos-venga en que parece haberse convertido mi vida. Al llegar, la recepcionista me ha preguntado a qué venía. «A trabajar», he contestado yo. Admitir que me escapo de mi familia «solo» para descansar me da un poco de vergüenza.


La próxima vez que un desconocido me pregunte voy a decir que sí, que soy una violinista profesional. Solo espero que no me pida que toque nada.

domingo, 20 de junio de 2021

Yo pensaba que Internet me odiaba...

 ... y lo que pasa es que no me había dado cuenta de que tenía que aprobar los comentarios.

A todos los que me habéis escrito algo en los últimos años, gracias, disculpad y, ahora sí: os leo. 


Camología

 

A lo largo de la vida, el tamaño de nuestras camas se va agrandando.

Empiezas con el moisés, sigues con la cuna, pasas a una cama pequeña.

Durante muchos, muchos años, la medida de 90x190 es tu única opción. Observas con intriga las películas americanas donde los adolescentes tienen cama de matrimonio; en España, a lo más que puedes aspirar es a una cama-nido que sacan cuando se queda a dormir una amiga.

En la universidad sigues con cama de noventa: ya vivas en residencia, colegio mayor o piso compartido, lo normal es que te tengas que apañar con eso. Ahí empiezan o aumentan en intensidad y frecuencia los escarceos amorosos, así que te toca limitarte a posturas muy concretas y, sobre todo, jugar al tetris a la hora de dormir. Lo bueno es que todavía la edad no ha deteriorado tu sueño y caes como un tronco aunque tengas un sobaco en la cara y una pierna por encima de la tuya. 

Puede que tus colegas y tú deis con un piso compartido en el que hay una cama de matrimonio. En ese caso, hay dos opciones: o bien el que tiene pareja fija suplica un poco y se la queda, o lo echáis a suertes y el ganador de repente tiene el deber de honrar La Cama (con mayúsculas) con una sucesión de amantes. Si, por lo que sea, el curso no se da como esperabas y acabas durmiendo solo, no puedes evitar sentirte un poco culpable por el desperdicio.

Igual eres de esas personas que por alguna razón ha dormido en lo que J. llamaba «la cama del soltero afortunado»: esa que era más grande que la individual, pero más pequeña que la doble. Alguno de mis amigos la tenía y resultaba la mar de desconcertante.

Evolucionas, te mudas a tu propio piso con o sin pareja y, por fin, llegas a ello: la cama de matrimonio. A partir de cierta edad en la vida, ya no hay vuelta atrás: tengas o no pareja, dormir en un colchón individual es señal de un patetismo insoportable. El de matrimonio te hace sentir de repente mega-adulto. Si estás solo, porque de repente se abre la interesante opción de poder invitar a dormir contigo a quien tú quieras y echar un polvo en la posición que te dé la gana. Si vives con tu pareja, al principio os sentís un poco impostores porque hasta ahora los que se metían en la cama de matrimonio eran tus padres y eh, ¡tú todavía eres súper joven!

Pasan los años y la cama de matrimonio se va ensanchando. Para empezar, ya casi ninguna casa tiene la de 1'35 en la que dormían nuestros abuelos. Esas eran para parejas de toda la vida que aguantan carros y carretas, y si estás incómodo, pues te aguantas, que para eso te has casado. Pero en nuestra generación de príncipes y princesas del guisante, si el piso amueblado que acabas de alquilar tiene un colchón de menos de 1'50, lo cambias en cuanto te lo puedes permitir. 

Luego, a medida que pasa el tiempo uno empieza a roncar, la otra tiene un insomnio de campeonato, de repente descubres que necesitas una superficie más dura o más blanda para tu dolor de espalda y te preguntas si no ha llegado el momento de invertir en salud. Con suerte, tienes dinero, así que puedes permitirte un somier gigante partido por la mitad y un colchón con distinta dureza en cada lado. Compras sábanas especiales para tu macro-cama. Das un beso de buenas noches a tu codurmiente y después os vais cada uno a un extremo como náufragos.

Yo ahora tengo una de esas macro-camas porque es la que estaba en nuestro apartamento. Estoy rematadamente en contra de ella. Pablo no lo entiende porque dice que siempre puedo acercarme si quiero, pero a mí me gusta dormir cerca del borde y al final muchas noches me levanto a hacer pis y luego ruedo hasta su extremo para comprobar que sigue conmigo.

Mientras mayor es la cama, mayor eres tú.

Quién pudiera recuperar esos sueños profundos y ahítos en una cama de noventa compartida.

jueves, 17 de junio de 2021

Nostalgia de sonrisas

 


Ayer me propuse no mencionar en absoluto la Maldita Pandemia en este blog. Es curioso, porque el último intento que hice por recuperar la escritura aquí fue justo antes del Horrible Confinamiento de 2020, y si algo pensé a menudo en esa época fue que debía escribirlo para recordarlo. Ahora, sin embargo, no quiero recordarlo, igual que no quiero ver pelis y series que incluyan la pandemia, ni que suceda en los libros que yo escriba. El primer confinamiento tenía un punto emocionante y dramático. Lo que vino después, la famosa nueva normalidad, ya no es ni emocionante ni dramática, sino claustrofóbica y anodina a la vez.

Sin embargo, me he sentado a escribir y solo me ha venido a la mente que echo de menos las sonrisas. Todas las semanas doy clase de violín con un profesor de aquí, Luis. No tengo claro que sea un gran violinista, pero pilla mi sentido del humor y me toma en serio, y con eso me vale. Ambos llevamos mascarilla todo el rato, pero aun así sé que le hacen gracia mis chistes estúpidos porque los ojos se le llenan de arruguitas cuando los hago.

La semana pasada subía a la escuela de música a mis clases de canto (que ya contaré lo del canto en otro momento; por alguna razón, tengo una fase musical-renacentista que ni yo misma entiendo muy bien) y Luis estaba tomando algo en la cafetería de abajo, sin mascarilla. Era la primera vez que lo veía con la cara descubierta. Me saludó, me sonrió y me pareció un hombre muy guapo. Pero pensándolo bien, no creo que sea especialmente atractivo. Creo que simplemente me había olvidado de lo bonito que es que alguien te sonría.

Aquí me pasa cada dos por tres. De repente veo sin mascarilla por primera vez a gente con la que llevo meses relacionándome, como las profesoras de mi hija, y tengo que reajustarme a esta nueva imagen de su cara. Sus bocas me parecen blancas y desmesuradas. Hay un punto aterrador, como cuando sonríe Miércoles Adams en una de las secuelas de la peli. 

Aun así, voy a intentar no escribir sobre la pandemia porque, de verdad, me aburre y aberra a partes iguales, y porque ya no se puede escribir sobre la pandemia sin politizarse y nunca he querido que este blog sea político. Finjamos que no existe. Finjamos que el mundo entero tiene más de un tema de conversación. Es lo que echo más de menos de la vida pre-COVID: la variedad y privacidad de los problemas de cada país. Yo no sabía qué preocupaba, por ejemplo, a los indios, más allá de lo tópico que uno puede imaginarse por lo que ha oído. Ahora sé qué preocupa a los indios: el COVID. Y a los americanos. Y a los europeos. Y a toda la puñetera población mundial. Es aburrido y no quiero hablar de ello.

Quizá hoy no quería escribir sobre la pandemia. Quizá solo quería contar lo mucho que me gustaría ver sonreír a mi profesor de violín cada vez que doy clase con él. 

miércoles, 16 de junio de 2021

Doña Norma


Una vez por semana viene a limpiar nuestro apartamento Norma, una mujer de Nicaragua sonriente y plácida que tarda tres veranos pero lo deja todo reluciente.

Me gusta Norma porque el primer día que llegó iba a cobrarnos una cifra y luego vio cómo estaba la casa y dijo con su voz tranquila que iba a ser un 30% más porque estaba muy sucio.

Me gusta también que se llama a sí misma «Doña Norma».

—Ayer me avisó un señor de los condominios que estaba de viaje —me cuenta hoy, mientras yo me preparo la comida y ella barre despacio como Beppo el de Momo—. Le cancelaron el vuelo a su esposa y a él. Tiene dos gatitas, así que me llamó. «Doña Norma, ¿podría usted ir a limpiar el condominio y a vigilar que las dos gatitas estén bien?». Me preguntó si me dan miedo los gatos. A mí me gustan los niños y los animales. Así que fui. Estaban las dos gatitas un poco tristes, pero bien. Le mandé un vídeo al señor. «Ay, qué bueno, Doña Norma», me dijo él.

Historias como esta me cuenta muchas. De un cliente suyo que ya no necesitaba que limpiara una casa porque la vendía, pero se la llevó al apartamento siguiente. De que otra mujer que vive en EEUU le deja las llaves porque solo se fía de ella.

Lo que me gusta, me doy cuenta ahora escribiéndolo, es que está orgullosa de sí misma y del papel que ocupa en el mundo. Contrasta con mi neurosis recurrente de no ser lo suficientemente relevante, de no tener impacto y pasar por la vida sin pena ni gloria. Norma sabe que ayer, concretamente, alguien necesitaba que una persona de confianza fuera a ver que sus gatitas estaban bien. Eso era lo más importante. Y esa persona de confianza era ella. Doña Norma.

Ojalá yo tuviera los pies plantados en la tierra con la misma firmeza.