massobreloslunes: diciembre 2022

domingo, 18 de diciembre de 2022

Locura Perinatal


Pasé en el limbo preconcepcional exactamente un mes. Al mes siguiente, cuando los primeros tests de embarazo dieron negativo, empecé a lamentarme y literalmente a llorar pensando que por mi edad, iba a tener que enfrentarme a la infertilidad como siempre había sospechado.

Porque no sé si eso lo he contado aquí, pero yo he sufrido durante años de infertilidad imaginaria. 

Tendría unos veinte (¡veinte!) cuando empecé a seguir blogs de mujeres que no podían tener hijos. Más adelante, leí libros sobre el tema y todo el rato, os lo juro, me imaginaba en sus zapatos y creía que yo iba a ser una de ellas. A veces todavía me pregunto si no lo habré soñado, porque en mi mente yo he sido infértil y he vivido el miedo a no poder tener hijos nunca.

La realidad, sin embargo, es que las dos veces que he intentado quedarme embarazada ha sucedido muy, muy rápido; el segundo mes de limbo, cuando ya había dado la oportunidad por perdida, apareció una sombra en uno de mis tests de embarazo baratos de Amazon. 

Mi paranoia era tal que, a pesar de tener positivos cada vez más fuertes los siguientes días y un análisis de sangre con buenos niveles de hormona del embarazo, pasé las primeras cuatro semanas (las semanas 4-8, de hecho, si una sigue el calendario tradicional) considerándome «pre-embarazada». 

El pre-embarazo era mi estrategia emocional para no desilusionarme cuando la ecografía confirmara lo que ya sabía: que nunca había estado embarazada o que, si lo había estado, el embrión había muerto a los pocos días. Según yo, si la ecografía salía bien, ahí ya podría empezar a considerarme embarazada «de verdad».

La eco salió bien, pero por supuesto yo no me quedé tranquila porque el embrión medía un poquito menos de lo esperado y eso CLARAMENTE quería decir que dos semanas después me haría otra eco y esta vez sí: no habría bebé.

Salvo que la siguiente eco también salió perfecta, así que esa era la oportunidad perfecta para obsesionarme con... ¡las malformaciones genéticas! Literalmente entraba en el foro de la Asociación Española de Síndrome de Down para leer los testimonios de las madres y preguntarme qué haría yo si me tocaba.

A todo esto, estábamos en Tailandia esperando los resultados del Test Prenatal No Invasivo, y yo ya me había montado mi película, que iba más o menos así:

  1. Algo iba a salir mal en el test genético.
  2. Pero como solo era un cribado, tendría que hacerme una amniocentesis.
  3. Que confirmaría que algo estaba fatal con mi bebé, así que tendría que interrumpir mi embarazo...
  4. ... pero seguro que en Tailandia la ley no me lo permitía (esta era mi movida mental sin haber consultado siguiera la ley) y tendría que ir a España.
  5. Y para entonces ya estaría de un montón y sería algo mega-traumático que me dejaría destrozada.
Para colmo, los del hospital Quirón, donde me hice el test, se habían hecho la picha un lío con mis resultados, que estaban listos desde el 5 de diciembre, y andaban mareándome y diciéndome que lo subirían a la app. Y ahí me tenéis a mí, loca perdida, actualizando la app y maldiciendo a los de Quirón porque todo esto era valioso tiempo que yo estaba perdiendo para hacerme otra prueba y confirmar que mi embarazo estaba condenado como yo siempre sospeché.

Total, que los resultados están bien, y vamos a tener un niño, y yo estoy haciendo todo lo posible por salir de las garras de la locura perinatal.

Con Alana me duró la paranoia hasta el primer año de vida. Los tres últimos meses de embarazo me los pasé pensando que la niña se me iba a morir en el útero. Me despertaba por la mañana, la notaba patalear y pensaba «gracias, Alana, gracias». Luego nació y yo sabía, en lo más profundo de mi corazón, que mi bebé iba a dejar de respirar en la cuna.

No sé si todo esto tiene que ver con que en mi mente, nunca me imaginé con un hijo, y menos aún con hijos, plural. Yo pensaba que era incasable como Jo la de Mujercitas y que nadie me querría nunca, y luego estaba el tema de mi infertilidad imaginaria.

Total, que todo esto para contaros que estoy embarazada, pero que lo estoy llevando regular. 

Lo bueno es que he llegado al punto en que mi locura perinatal es muy obvia incluso para mí misma, así que en general la vivo con suficiente distancia como para que no me amargue (toda) la vida. Es como tener a una caricaturesca vecina de Aquí no hay quien viva que no para de darte la brasa, pero que es tan pesada que te hace un poco de gracia.

(Y ahora, por supuesto, estoy temiendo que con este post he gafado el embarazo y que seguro que algo va a salir terriblemente mal)

Menos mal que he esperado tanto para contarlo aquí que apenas os quedan seis meses de esta tortura. Intentaré que mis siguientes posts sobre el tema sean más optimistas.

PD: La foto es de todos los tests de embarazo que me hice hace dos meses. Lo mejor del asunto es que aún ahora, con un bebé del tamaño de una naranja en mi barriga, todavía los miro y pienso que no están lo suficientemente oscuros y que probablemente no estoy embarazada. Lo que yo os diga: loca como una p*ta regadera.

miércoles, 14 de diciembre de 2022

Mi relación complicada con los hoteles


Creo que fue a Rosa Montero a la que le leí que hay dos tipos de personas: a las que les encantan los hoteles y las que los odian.

Yo soy del tipo A. Me encantan, me encantan, ME ENCANTAN los hoteles. Me gusta su impersonalidad, lo vacío de sus habitaciones y la sensación de estar aislada. En una habitación de hotel llegas, cierras la puerta, pones el cartel de no molestar y se acabó: te dejan tranquila hasta que llegue el momento del check-out.

No hay ningún sitio donde me sienta más segura que en un hotel. Imagino que si fuera una fugitiva de la mafia, un sicario podría entrar y encontrarme como en cualquier otro lugar, pero así a priori me siento como dentro de un capullo protegido por recepcionistas, limpiadoras y esas puertas de tarjeta que no se abren bien ni con la tuya. 

Curiosamente, no duermo especialmente bien en los hoteles, pero porque yo no duermo especialmente bien en ningún lado. El problema suelen ser las millones de lucecitas que hay en sus habitaciones: que si la salida de emergencia, que si el teléfono junto a la cama, que si la televisión. Desenchufo todo lo desenchufable, pero siempre suele quedar algo que inunda la habitación de una luminescencia fantasmal. Aun así, no me importa: mi amor permanece inalterable. 

Me gustan las duchas, que suelen ser fabulosas. El punto débil de los AirBnBs suelen ser las duchas; imagino que porque todo lo demás lo puedes ir cambiando/limpiando sin mucho esfuerzo, pero si el edificio tiene problemas de fontanería, poco puedes hacer. Me gusta la posibilidad casi nunca utilizada de pedir al servicio de habitaciones. Me encanta cuando hay cafeteras, aunque nunca tengan descafeinado y la leche evaporada que ofrecen sea repugnante.

Con los hoteles soy como la amante de un truhán: hago la vista gorda a todos sus defectos y me concentro solo en cómo me hacen sentir cuando estoy dentro.

No soy fan de los especiales o modernitos como el de la foto de arriba. El hotel no tiene que distraerte de la experiencia de estar en el hotel. Me gustan elegantes, pero sobrios, como una página en blanco o una cocina minimalista de encimeras impolutas.

Por desgracia, Pablo no comparte mi fascinación. Dice que los AirBnBs son más grandes, más cómodos, que tienen cocina, que normalmente hasta salen más baratos. Lo peor es que tiene toda la razón del mundo y por eso casi siempre acabamos en un AirBnB, aunque solo sea porque yo ya #soyunaseñora y comer en restaurantes más de dos días seguidos me pone el estómago del revés. 

Aun así, a veces me salgo con la mía. Últimamente, solo me quedan como excusa los días que tenemos que dormir junto a un aeropuerto, por la comodidad del shuttle y porque los AirBnBs cercanos al aeropuerto suelen ser antros en barrios discutibles. Encima, esos son los peores hoteles y Pablo se reafirma en su creencia de que los odia.

Algún día, cuando mi hija crezca y yo sea una elegante señora de mediana edad, me iré por ahí un par de días al mes a probar distintos hoteles, bañarme en la enérgica presión de sus duchas, ponerme como una moto con su café cafeinado y saltar en la cama mientras espero al servicio de habitaciones.

PD: En otro momento hablaré de AirBnB y la extrema ambivalencia y amordio que siento hacia sus apartamentos.

martes, 13 de diciembre de 2022

Retomar


Cada vez que dejo algo más de tiempo (ejem, algo) entre entrada y entrada, me enfrento al típico problema de retomar.

Como mi vida es un frenesí, en estas últimas dos semanas he estado en cuatro países y he cambiado de casa/hotel cinco veces, así que ahora no sé si dar ese contexto o lanzarme directamente a hablar de lo que tengo enfrente: por ejemplo, que mi hija Alana se ha despertado a las seis los tres últimos días de finde largo, pero hoy que tiene colegio sigue durmiendo como un ceporro.

El problema de dar contexto y resumir lo que ha pasado es que el blog se convierte en un aburrido diario pra-adolescente que no es lo que estábamos buscando, pero al final la única culpable de eso soy yo, así que  resumamos:

  • Nos fuimos de Kalymnos, nuestra isla griega, en una borrachera de nostalgia y de «oh-Dios-esta-gente-es-la-más-amable-de-la-faz-de-la-Tierra». De verdad que no he conocido nunca a un pueblo más simpático que el kalymniano (gentilicio inventado).
  • Pasamos diez días en España que fueron un poco horribles porque...
  • ... a Pablo le han sacado dos muelas, le han hecho un destrozo tremendo y lleva desde entonces con un dolor súper intenso.
  • Por suerte, ya está un poco mejor, entre otras cosas porque se ha dado a la marihuana terapéutica...
  • ... que aquí en Tailandia es legal. Vaya, y la recreativa también; el cannabis, en general. Lo pides en la calle como el que pide un café. Y yo que todavía tengo estrés postraumático de la típica película en que un occidental se queda atrapado en una cárcel tailandesa porque lo pillan con droja en la maleta.
  • Tailandia: más cara y con más lluvia de lo que pensábamos, pero de momento estamos a gusto y los paisajes son brutales.
  • La escalada aquí es un timo, eso sí. No merece la pena venir a escalar.
  • Pero los masajes valen siete dólares la hora.
  • ¡SIETE DÓLARES!
  • ¿He dicho ya que los masajes valen siete dólares la hora?
  • Me doy literalmente un masaje cada dos días.
  • Me van a tener que arrancar de aquí con agua caliente.
  • Fin.
Al final, la dificultad de retomar no es más que la enésima lección en constancia. No hay nada como ser constante, chicos; ninguna otra cualidad que merezca realmente la pena cultivar.

Sigo pronto, lo prometo.