Ayer me propuse no mencionar en absoluto la Maldita Pandemia en este blog. Es curioso, porque el último intento que hice por recuperar la escritura aquí fue justo antes del Horrible Confinamiento de 2020, y si algo pensé a menudo en esa época fue que debía escribirlo para recordarlo. Ahora, sin embargo, no quiero recordarlo, igual que no quiero ver pelis y series que incluyan la pandemia, ni que suceda en los libros que yo escriba. El primer confinamiento tenía un punto emocionante y dramático. Lo que vino después, la famosa nueva normalidad, ya no es ni emocionante ni dramática, sino claustrofóbica y anodina a la vez.
Sin embargo, me he sentado a escribir y solo me ha venido a la mente que echo de menos las sonrisas. Todas las semanas doy clase de violín con un profesor de aquí, Luis. No tengo claro que sea un gran violinista, pero pilla mi sentido del humor y me toma en serio, y con eso me vale. Ambos llevamos mascarilla todo el rato, pero aun así sé que le hacen gracia mis chistes estúpidos porque los ojos se le llenan de arruguitas cuando los hago.
La semana pasada subía a la escuela de música a mis clases de canto (que ya contaré lo del canto en otro momento; por alguna razón, tengo una fase musical-renacentista que ni yo misma entiendo muy bien) y Luis estaba tomando algo en la cafetería de abajo, sin mascarilla. Era la primera vez que lo veía con la cara descubierta. Me saludó, me sonrió y me pareció un hombre muy guapo. Pero pensándolo bien, no creo que sea especialmente atractivo. Creo que simplemente me había olvidado de lo bonito que es que alguien te sonría.
Aquí me pasa cada dos por tres. De repente veo sin mascarilla por primera vez a gente con la que llevo meses relacionándome, como las profesoras de mi hija, y tengo que reajustarme a esta nueva imagen de su cara. Sus bocas me parecen blancas y desmesuradas. Hay un punto aterrador, como cuando sonríe Miércoles Adams en una de las secuelas de la peli.
Aun así, voy a intentar no escribir sobre la pandemia porque, de verdad, me aburre y aberra a partes iguales, y porque ya no se puede escribir sobre la pandemia sin politizarse y nunca he querido que este blog sea político. Finjamos que no existe. Finjamos que el mundo entero tiene más de un tema de conversación. Es lo que echo más de menos de la vida pre-COVID: la variedad y privacidad de los problemas de cada país. Yo no sabía qué preocupaba, por ejemplo, a los indios, más allá de lo tópico que uno puede imaginarse por lo que ha oído. Ahora sé qué preocupa a los indios: el COVID. Y a los americanos. Y a los europeos. Y a toda la puñetera población mundial. Es aburrido y no quiero hablar de ello.
Quizá hoy no quería escribir sobre la pandemia. Quizá solo quería contar lo mucho que me gustaría ver sonreír a mi profesor de violín cada vez que doy clase con él.
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