Se lo esperaban todo menos eso.
Se esperaban reproches, desconfianza, miedo. Esperaban, y con razón, que habría celos: celos de esos que te caen al estómago con pesadez de comida china y luego no te abandonan en unos días. Creían que habría desinterés: que la magia de aquellos primeros meses, hilada sobre todo en la clandestinidad y el deseo ardiente por lo prohibido, se desvanecería en cuanto la sucia rutina les tocara con su varita de plástico chungo.
Él esperaba, de verdad, que ella dejaría de parecerle interesante y seductora; que, detrás de la charla entretenida y de la ternura sin fin entre las sábanas, no habría más que un barniz de ingenio falso y un poco de pasión inventada para el momento. Ella creía, y no la culpo, que el incontenible entusiasmo de vivir de él y el olor a animalillo cálido de su cuello no eran más que engaños de su mente, y que acabaría rezongando por la ropa tirada en el suelo y las manchas de pis en la tapadera del váter.
Pero esa armonía, ese buen rollo de comedia americana mala, ese cursi cogerse de la mano antes de dormir y besuquearse al despertar, ignorando el pesado y agrio aliento matutino; esa inesperada complicidad, que se agrandaba con el tiempo y no desaparecía aunque a veces (sólo a veces) se tiraran los trastos a la cabeza; esas ganas de estar juntos, de hacer planes, de reírse… Eso, os lo digo en serio, no se lo esperaban ni de coña.
Y, francamente, estaban acojonados.