massobreloslunes: febrero 2007

martes, 27 de febrero de 2007

Haciendo cola

Estoy en la cola del Mercadona. Dice la Frikipedia que Mercadona planea conquistar el mundo a base de productos hacendado y napolitanas de jamón y queso, y viendo la cantidad de gente que hay hoy frente a las cajas, me temo que lo están consiguiendo.

En una de las colas, dos señores mayores se han encontrado por casualidad y charlan. Su conversación parece entretenida, así que me coloco detrás; me hace gracia que los dos estén allí solos, sin sus señoras, arrastrando diligentemente sus cestas llenas de comida. Al final uno de ellos sí que viene con su mujer, que aparece a su lado colocando los huevos, que se le habían olvidado, en precario equilibrio en lo alto de la cesta. “Pues a mí me ha mandado mi mujer y nada, aquí estamos - dice el otro señor, recolocándose el audífono -. Yo creo que he cargado demasiado el carro – echa una mirada dubitativa a su cesta -, pero he pensado que ya que vengo, pues echo bien de todo”.

Me sonrío y miro la cesta, atiborrada de naranjas, magdalenas y yogures. “Y fíjate que a mí las naranjas no me gustan mucho, pero hijo, me ha dicho ella que compre, y sólo había esta bolsa tan grande, pues qué le vamos a hacer”. El otro señor y su mujer sonríen y asienten. Los tres hablan de lo bien que está el Mercadona nuevo, de que sólo le faltaría un aparcamiento para poder venir en un momentillo con el coche y hacer la compra. El señor que viene solo dice que igual se jubila este año. Al parecer, es profesor de cuarto de primaria. “A estos niños de hoy no les interesa nada”, se queja mientras, por fin, va colocando sus cosas en la cinta transportadora.

Visualizo al señor en una clase frente a un montón de niños. Hoy en día, los de cuarto ya son preadolescentes cabroncetes, y me imagino lo que deben de reírse de este hombre, con su sonotone y su enorme barriga. Luego encima el pobre llega a casa y su mujer le manda al mercadona a comprar naranjas, que ni le gustan. Observo sus magdalenas, que han quedado todas espachurradas bajo las naranjas, y me imagino a su señora regañándole: “a quién se le ocurre ponerles tres kilos de naranjas encima, mira cómo han quedado, hechas un higo. Y desde luego hijo, tres paquetes de magdalenas, qué exagerado eres, si sólo comemos tú y yo… luego se ponen duras y hala, el dinero a la basura”. Y el profesor casi jubilado suspirará y se irá a corregir exámenes bajo la luz mortecina de algún flexo viejo.

Coloco mis cosas detrás de las del señor. Su ejército de magdalenas parece intimidar a mi cartón de Chocapic. El señor se despide de sus amigos y saluda a la cajera con una sonrisa. Para pagar, saca una cartera, donde lleva los billetes, y un monederito con las monedas. Es de los que va narrando para sí todos los movimientos que hace “Pues voy a ver si tengo el suelto, ah mira pues parece que sí, te voy a dar veinte céntimos, así me quito la calderilla del monedero, a ver si se dejan sacar…”. Yo miro al señor. A pesar de su mujer víbora y de sus alumnos díscolos, parece razonablemente feliz. Remata a las magdalenas metiéndolas en la misma bolsa que los cartones de leche y se va tarareando, ignorando la que le espera cuando llegue a casa.

domingo, 25 de febrero de 2007

La sinceridad y otros vicios

Mi amiga Elsa ha decidido dejar de decir mentiras. El otro día nos mandó desde Florencia un email colectivo en el que anuncia su propósito de, textualmente, "sacar sus mierdas". Dice que las mentiras, aunque sean pequeñas, te hacen menos libre. No está hablando de engañar a su novio o de mentirles a sus padres sobre las notas… son cosas mucho más insignificantes, esas minúsculas trolas de las que todos echamos mano de vez en cuando para que las cosas salgan como nos convienen.
Todo lo que nos ha confesado hasta ahora, y que no os voy a contar porque no tengo claro hasta dónde quiere que llegue su recién estrenada sinceridad, no llega ni siquiera a la categoría de mentirijilla. Aun así, se empeña en que no haya ni un resquicio de falsedad u ocultación en su relación con nosotras y nos anima a hacer lo mismo; no por los demás, sino por nosotras mismas, que se supone que nos sentiremos mucho mejor cuando lo hagamos. Después de su comunicado, Metemari se ha unido a esa fiebre por abrir nuestro corazón; PK no sabía nada de la iniciativa, pero cuando se lo conté, le entusiasmó.
Vale, pues no me gusta un pelo. Me niego a unirme a esta ola de honestidad new-age. Yo defiendo la sinceridad en los aspectos básicos: el amor, la familia, el dinero y poco más. No hay que mentir sin necesidad, ni mentir en lo realmente importante. No hay que mentir cuando la mentira causa sufrimiento, directa o indirectamente. Pero maquillar la realidad un poco cuando nos conviene es casi un ejercicio de estilo. La realidad tampoco suele ser tan justa como para merecer que no le hagamos trampas de vez en cuando.
Uno de los pocos cuentos de Quim Monzó cuyo final no inspira directamente el suicidio es el del mentiroso compulsivo (no recuerdo el título ahora mismo). Me gusta porque habla precisamente de lo que de creativo tiene mentir, inventar, maquillar la realidad e ir componiendo cada vez una bola más grande para desafiar al mundo a que se la trague. Aunque ni siquiera defiendo la mentira más allá de tergiversar algunos datos sin importancia, sí que hay mucho de interesante en la frontera que separa una horrible mentira de una buena historia.
(Pero ya eso sería irme por territorios un poco metafísicos, y yo sólo quería defender mi derecho a tunear sutilmente la realidad de vez en cuando).
Voy a mentir: a pensar cosas malas de la gente y poner buena cara, a poner excusas a mis amigas e irme a practicar sexo salvaje con J., a decirle a J. que me quedo en casa y salir por ahí con mis amigas. Pienso esconder los anticelulíticos y los libros de autoayuda y decir que estoy viendo una peli cuando realmente me estoy tragando capítulos de “Sexo en Nueva York”. Voy a apartar la mirada cuando estoy leyendo en el autobús y aparece alguien a quien conozco pero con quien no me apetece hablar. Voy a tener fantasías de lo más inconfesable con gente que ni se lo imaginaría.
No, si cuando J. me dice que soy una bruja es por algo.

jueves, 22 de febrero de 2007

Paciente

- ¿Seguro que estás bien?
- Que sí, ¿no me ves?
- No sé… dos semanas en un hospital son mucho tiempo.
- Fue la lista de espera, la operación apenas duró unas horas. Además, me han dejado como nuevo. Anda, no pongas esa cara tan compungida.
- Oye…
- Qué.
- Lo siento.
- ¿Qué sientes?
- Lo del gato, supongo. Y lo del secador. Y lo del agua, aunque no fui yo, fue J., que es un torpe.
- No te preocupes. Esas cosas pasan. Admito que el burro de tu gato me hizo un poco de daño, pero bueno. Se me pasó enseguida. Y perder la sensibilidad en la p fue lo mejor que me pudo ocurrir… Aunque lo siento por ti, que tuviste que estar cortando y pegando cada vez que querías escribirla.
- No pasa nada. Me acostumbré. Al final le daba al controluve en todos los ordenadores, y si no era el mío se me pegaban cosas que no tenían el más mínimo sentido. Pero nunca pensé que fueras a perder el teclado entero.
- Ya, ni yo… pero éste que me han implantado está estupendamente, ¿no te parece? El tacto es igual que el del original. Sólo tú sabrás que me han operado.
- Sí, estás muy bien, muy guapo.
- Gracias.
- ¿Sabes qué?
- Dime.
- Me da un poco de pena el otro teclado. No me despedí de él, ni nada. No le dije que fue un buen compañero, que escribí cosas muy bonitas en él y se lo agradezco. Fíjate, las primeras palabras que le dirigí a J. las escribí en ese teclado. Y mis primeros posts. Es una pena que vaya a ir a la basura sólo por un par de teclas.
- Eres una sentimental. Si te sirve de consuelo, él sabía todo eso. Me lo dijo antes de… bueno, antes de que se lo llevaran.
- Ya…
- Anda, tonta, no te pongas así. Hay que desapegarse de las cosas materiales. Además, este teclado es muy agradable, reconócelo. Muy suave. Escribirás cosas estupendas en él. Posts conmovedores, cuentos grandiosos, preciosas cartas de amor para J.
- Eso espero...
- Así que venga, deja de tratarme como a un enfermo y ponte a trabajar.
- A la orden.

martes, 20 de febrero de 2007

Peripatética

Caminar. Es lunes por la noche, acabo de llegar de Málaga y mis piernas me piden un paseo después de las dos horas de viaje inmóvil.
Escojo mi recorrido, visualizando las diferentes posibilidades como si se encendieran en un mapa en mi cabeza. Cada paseo no es sólo un conjunto de calles: tiene que ver con el mapa sentimental que dibuja, con el significado que esas calles han ido adquiriendo para mí en el tiempo que llevo aquí. Es asombroso lo poco que tardan las ciudades en llenarse de recuerdos. De repente me doy cuenta de que casi cualquier calle que sale de mi casa tiene ya aparejada su propia carga más o menos melancólica. Está bien: iré por Gran Vía. Gran Vía es bastante inocua. Es amplia, y a esta hora ya han cerrado las tiendas y no estará muy llena de gente.
Mientras camino, pienso. Yo soy de la escuela peripatética: cuando quiero pensar, ando. Recuerdo el primer día que viajé a Granada a reflexionar sobre mi futuro. Me daba miedo coger un autobús y perderme, así que caminé desde la estación de autobuses hasta Plaza Nueva. Entretanto decidía mi futuro. Supongo que si no hubiera hecho un uso tan abusivo de la autoayuda mientras estaba en crisis existencial, no me habría decidido por la psicología. Ésa, como otras tantas decisiones en mi vida (estudiar periodismo, dejar el periodismo, irme a Barcelona, venirme a Granada) ha resultado ser, al final, bastante aleatoria. Creo que soy muy mala tomando decisiones. No quiero decir que me arrepienta, pero cuando uno quiere decidir algo piensa que, una vez que se haya inclinado por una de las dos opciones, la vida parecerá un sendero mucho más claro, y todo se cohesionará y cobrará sentido, como en una buena trama de serie de televisión.
Nada más lejos de la realidad (me encanta esa expresión). He tomado decisión tras decisión durante años y mi vida parece aún una especie de collage mal pegado como los que hacía de pequeña (me estoy acordando de uno en particular: me estaba quedando tan mal que no hacía más que pegar unos trozos de papel sobre los anteriores hasta que la hoja tuvo medio centímetro de grosor). Sí que he aprendido cosas: a montar en bici por la ciudad (más o menos), a viajar con una mochila relativamente ligera y a llevar un ritmo aceptablemente bueno en mis coladas (omitiendo el hecho de que soy capaz de convocar a mi antojo la lluvia cuando tiendo la ropa. Regiones secas de España: la solución a vuestros problemas de agua la tengo yo en mis cuerdas de tender).
Camino y camino por Gran Vía, pensando que no sé qué les hubiera costado hacer un carril-bici aprovechando la reforma, y sin conseguir llegar a ninguna conclusión acertada sobre mi futuro más próximo. Gran Vía no es lo suficientemente larga para mis dudas existenciales. Mis pensamientos, como este texto, están demasiado llenos de paréntesis. Al final subo a casa de Adri, porque le echo de menos ahora que no pasamos las mañanas haciendo como que estudiamos (él) o estudiando (moi) y porque me estoy haciendo pis.
Bajo apenas un cuarto de hora más tarde, porque he quedado con mi compañera de piso para ir al Anaïs a escuchar una lectura de cuentos. Por el camino, pienso en qué puedo comer antes de llegar; no he cenado y me muero de hambre. Paso por la Plaza de Derecho y veo la Creperie abierta. Vacía. Entro y pido un crepe de queso y huevo, y observo al guiri-crepero freírlo con habilidad mientras suena un jazz ligerito y agradable que se escapa por la puerta hacia la plaza vacía.
Mientras me como el crepe, que es lo más delicioso que había probado en mucho tiempo, pienso que soy una desagradecida. Que eso de decir que mi vida es un collage no lo puedo decir más que siendo muy desagradecida con los amigos que te abren a tiempo las puertas de sus cuartos de baño y con las creperías que permanecen abiertas un lunes por la noche. Con las compañeras de piso extranjeras que van a oír cuentos aunque no entiendan ni papa y con los escritores que se ponen a leer y a cantar delante de un montón de desconocidos sólo por el placer de que les oigan.
E intento fijar bien el momento en mi cabeza: el momento de mí misma caminando con el crepe calentito en la mano, por las calles silenciosas, junto al jardín botánico, con el cielo encapotado de lluvia. Lo guardo para poder recordarlo cuando haga un pase mental de lo que ha sido este año y quiera verme a mí misma como la feliz protagonista de un videoclip.
Recuérdalo bien. Ése. Justo ése.

viernes, 16 de febrero de 2007

Recta final

Queda una hora y media para que empiece mi último examen. Por fin. Después de un mes estudiando y haciendo trabajos prácticamente sin parar; después de estas últimas dos semanas sin móvil, sin ordenador, sin langosta y sin nada; después de todo, os digo, me siento como si me hubieran taponado los oídos con algodones y no oyera más que el cansino repicar de todas las lecciones del mundo repitiéndose en mi cabeza.
Ahora mismo estoy completamente en contra del sistema educativo, de la universidad, de la psicología y hasta de la palabra escrita. Creo que cuando acabe el examen, en lugar de quedarme en la escalera bebiendo cervezas y tomando el sol, huiré a mi casa y dormiré durante varias horas seguidas, para que al despertar me parezca que es un día completamente distinto.
Lo he llevado bastante bien este febrero; he estado contenta, tranquila, con un montón de proyectos y de alegría bulléndome en la cabeza. Pero hoy no. Hoy ya estoy al límite, lo juro. Me he levantado de noche, llevo dos horas intentando incrustarme en la cabeza la historia de la evaluación psicológica y ni el suizo con café que me he zampado nada más llegar a la facultad consigue quitarme la sensación irreal de la falta de sueño.
En fin. En cuanto haya descansado, prometo retomar este blog con nuevo ánimo, y hasta contar la historia de la pérdida de las teclas del ordenador.

martes, 6 de febrero de 2007

Las típicas disculpas por actualizar poco

Siento la escasez de actualización. Se debe a varios factores:
Factor 1: mi ingenua pretensión de licenciarme en una carrera de aquí a un par de años, que conlleva largas jornadas de estudio sin tiempo ni para ducharme (es coña, que me ducho, ¿eh? Que luego huelen las bibliotecas a humanidad y que por mí no se diga).
Factor 2: mi ordenador está en el hospital de ordenadores, sometiéndose a cirugía estética para reparar el destrozo que hizo el gato en el teclado. Lo bueno es que por fin podré escribir sin tener que estar copiando y pegando las ps con control+v (aunque le había cogido bastante vicio).
En fin, sin ordenador y sin móvil (que el otro día se me cayó al váter), Matilda pierde la cabeza, pero me viene bien estar sin distracciones, al menos hasta el día 16 (día maravilloso en el que acabo exámenes y, simultáneamente, dejo de ser "persona non grata" en la biblioteca de andalucía, que me tiene restringido sacar libros por retrasarme al devolver uno después de navidad). Vaya frase larga y mal escrita. En fin, os dejo, que estoy viendo que esta va a ser una de mis mañanas de bajo rendimiento y aún estoy a tiempo de arreglarlo. Besines.