Son las doce de la noche y yo salgo ahora de tomar algo con las niñas cerca del mercado. He venido hoy a Málaga por las circunstancias menos agradables del mundo, y en plena vorágine huelguística no sé si recordar que hay más vida aparte de la huelga me sienta bien o mal.
Camino hacia la plaza de la Merced y, como siempre, recuerdo tu casa. El año que pasaste en ese ático azul y luminoso con el sol entrando a través de la cortina de colores. De tus siestas de gato y tu incapacidad para tener organizadas las bolsas de reciclaje.
Sobre todo, recuerdo nuestras mañanas. El despertador sonando, tú gruñendo y encendiendo la luz para buscar una camisa, yo tapándome la cara con las manos. Te escuchaba ducharte mientras intentaba apurar el sueño. Salías del baño y te abalanzabas sobre mí con el pelo húmedo y la piel fría. Luego me levantaba yo y desayunábamos juntos en las bandejas de madera que tanto te gustaban. Cantabas loas al inventor de los cereales rellenos de Mercadona. Dudabas una eternidad entre dos camisas prácticamente iguales.
Bajábamos juntos en el ascensor. Tú, yo y la bicicleta como el tercero en discordia. Y a mí esos minutos se me hacían tan cortos. Yo iba a estudiar a la biblioteca y tú a trabajar todo el día frente al ordenador, y me agobiaba pensar que no había nada que yo pudiera hacer para mantenerte conmigo. Que tu empresa tenía más derecho que yo sobre tu cuerpo.
De aquella época recuerdo sobre todo esa imagen. Tú alejándote inexorablemente con tu bicicleta. Yo con el corazón encogido, como si te fueras a la guerra, a pesar de tu imagen desenfadada de treintañero chic. Desde entonces pienso que el amor es rebelarse todo el rato frente a los momentos en que la vida nos separa por fuerza. Como el trabajo, o los sueños. O a veces, qué te voy a contar a ti, simplemente las circunstancias. O el timing. O la falta de intenciones claras.
Ahora estás lejos de verdad, y no deja de ser curioso que no me importe ni la mitad que entonces.
viernes, 30 de noviembre de 2012
miércoles, 28 de noviembre de 2012
La pluma
Cuando saqué el PIR, mi padre me regaló una pluma azul y plateada muy bonita. Fue un regalo de mierda, no os equivoquéis, porque yo no escribo a mano casi nunca y no escribo con pluma Jamás. Él me lo vendió como que "una escritora debe tener una pluma", y también me dijo que así podría firmar con ella mi primer contrato.
Recuerdo cuando me la entregó. Habíamos ido a comer a un japonés fusión muy bueno que hay en el centro de Málaga y atacábamos un surtido de maki sushi. Cuando me dio la pluma pensé esto mismo que os estoy contando: que si lo primero que me dices cuando me das el regalo es "yo sé que tú no escribes con pluma, pero aun así te la voy a regalar", me estás demostrando que lo que yo necesite o quiera te importa un carajo. A lo mejor estoy siendo un poco dura, pero el tema de los regalos me toca especialmente las narices. No es tan difícil ser capaz de mirar al otro el tiempo suficiente como para encontrar lo que le hace ilusión.
Todo esto viene a que llevo peleada con mi padre desde el jueves pasado por su apoyo más bien justito a mi huelga indefinida. Entre otras cosas. Esto es un poco como lo de la pluma: una incapacidad para mirar más allá de su ombligo. A ver, papá, que eres mi padre. Que deberías ser algo así como mi fan number one. Si a mí me pinchan, tú sangras, y si yo me voy a la huelga, tú conmigo a muerte hasta que el cuerpo aguante. Así que me he declarado en huelga indefinida de hijismo hasta que me relaje un poco y sea capaz de renegociar nuestra relación en términos justos.
Hoy he encontrado la pluma en mi bolso. Hace un par de semanas decidí tratar de utilizarla más a menudo y me la coloqué en el bolsillo de la bata, pero resultó que se le había acabado la tinta y me la traje para cambiarle el cartucho. Al desenroscar la parte superior ha caído un papelito enrollado. En él pone lo siguiente:
¡Hola!
Si estás leyendo esto, significa que he perdido mi pluma. Me la regaló mi padre y es muy importante para mí. Te agradecería mucho que me la devolvieras. Ofrezco gratificación. Después añado mi teléfono y mi firma.
Una nota de socorro en un regalo de mierda. Ese es el retrato de mi relación con mi padre.
Y lo peor es que en esta huelga está bastante claro quién dará el primer paso hacia la negociación.
Recuerdo cuando me la entregó. Habíamos ido a comer a un japonés fusión muy bueno que hay en el centro de Málaga y atacábamos un surtido de maki sushi. Cuando me dio la pluma pensé esto mismo que os estoy contando: que si lo primero que me dices cuando me das el regalo es "yo sé que tú no escribes con pluma, pero aun así te la voy a regalar", me estás demostrando que lo que yo necesite o quiera te importa un carajo. A lo mejor estoy siendo un poco dura, pero el tema de los regalos me toca especialmente las narices. No es tan difícil ser capaz de mirar al otro el tiempo suficiente como para encontrar lo que le hace ilusión.
Todo esto viene a que llevo peleada con mi padre desde el jueves pasado por su apoyo más bien justito a mi huelga indefinida. Entre otras cosas. Esto es un poco como lo de la pluma: una incapacidad para mirar más allá de su ombligo. A ver, papá, que eres mi padre. Que deberías ser algo así como mi fan number one. Si a mí me pinchan, tú sangras, y si yo me voy a la huelga, tú conmigo a muerte hasta que el cuerpo aguante. Así que me he declarado en huelga indefinida de hijismo hasta que me relaje un poco y sea capaz de renegociar nuestra relación en términos justos.
Hoy he encontrado la pluma en mi bolso. Hace un par de semanas decidí tratar de utilizarla más a menudo y me la coloqué en el bolsillo de la bata, pero resultó que se le había acabado la tinta y me la traje para cambiarle el cartucho. Al desenroscar la parte superior ha caído un papelito enrollado. En él pone lo siguiente:
¡Hola!
Si estás leyendo esto, significa que he perdido mi pluma. Me la regaló mi padre y es muy importante para mí. Te agradecería mucho que me la devolvieras. Ofrezco gratificación. Después añado mi teléfono y mi firma.
Una nota de socorro en un regalo de mierda. Ese es el retrato de mi relación con mi padre.
Y lo peor es que en esta huelga está bastante claro quién dará el primer paso hacia la negociación.
domingo, 25 de noviembre de 2012
Cansada
Quiero que termine ya la huelga.
No por el dinero. El dinero es lo de menos. Quiero trabajar y ver a mis pacientes. Les echo un montón de menos, queda poco para que termine el rotatorio y aún tenemos muchas cosas por hacer. Quiero ir a Vejer con Anxo a pasar consulta. Quiero recuperar mi rutina y mi energía, seguir escribiendo para Psicosupervivencia y entrenar en el roco. Quiero escalar. Estoy muy cansada de todo esto. Estoy muy cansada de tener que justificar día tras día tras día una protesta que ni siquiera debería tener lugar porque lo que se está haciendo con nosotros es ILEGAL. Estoy harta de currar para un sistema que no me valora a mí ni a todos mis compañeros, personitas brillantes, trabajadoras y dulces que llevan toda la semana partiéndose los cuernos con unos niveles de tensión enormes. Juro por Dios que me voy a hacer autónoma porque no pienso volver a hacer una huelga en mi vida.
Estoy vacía de temas en estos días. En el tiempo que paso en casa no hago mucho más que intentar dormir, comer con cierto orden y conectarme al Facebook para enterarme de cómo van las cosas. Claro que tiene cosas bonitas esto. Conocer a los compañeros, empuñar el megáfono con soltura, sentir que estás donde tienes que estar en el momento en que tienes que hacerlo. Que se te acerque una señora a darte su DNI para que le ayudes a firmar en señal de apoyo. Irte de cañas con los demás huelguistas el viernes por la noche porque no queréis más que olvidaros de todo y beber como si no hubiera un mañana, y terminar la noche charlando con un intensivista majísimo que promete llevarte a hacer surf. Saber que amas tanto tu trabajo que te cuesta pasear por el hospital sin pasarte por las habitaciones de los pacientes.
Pero la cuestión no es poner las cosas en una balanza. Personalmente, siento que no tengo opción. Que mientras esta huelga no se desconvoque o el resto de Andalucía no esté de acuerdo, no puedo permitir que otros luchen por mis derechos mientras yo no hago nada. Lo siento por mi hucha, por mis tareas pendientes y mis nervios destrozados. No me moverán.
Espero poder venir pronto a contaros otras cosas. Tened un muy feliz lunes y recordad a esta niña tan indignada como triste.
No por el dinero. El dinero es lo de menos. Quiero trabajar y ver a mis pacientes. Les echo un montón de menos, queda poco para que termine el rotatorio y aún tenemos muchas cosas por hacer. Quiero ir a Vejer con Anxo a pasar consulta. Quiero recuperar mi rutina y mi energía, seguir escribiendo para Psicosupervivencia y entrenar en el roco. Quiero escalar. Estoy muy cansada de todo esto. Estoy muy cansada de tener que justificar día tras día tras día una protesta que ni siquiera debería tener lugar porque lo que se está haciendo con nosotros es ILEGAL. Estoy harta de currar para un sistema que no me valora a mí ni a todos mis compañeros, personitas brillantes, trabajadoras y dulces que llevan toda la semana partiéndose los cuernos con unos niveles de tensión enormes. Juro por Dios que me voy a hacer autónoma porque no pienso volver a hacer una huelga en mi vida.
Estoy vacía de temas en estos días. En el tiempo que paso en casa no hago mucho más que intentar dormir, comer con cierto orden y conectarme al Facebook para enterarme de cómo van las cosas. Claro que tiene cosas bonitas esto. Conocer a los compañeros, empuñar el megáfono con soltura, sentir que estás donde tienes que estar en el momento en que tienes que hacerlo. Que se te acerque una señora a darte su DNI para que le ayudes a firmar en señal de apoyo. Irte de cañas con los demás huelguistas el viernes por la noche porque no queréis más que olvidaros de todo y beber como si no hubiera un mañana, y terminar la noche charlando con un intensivista majísimo que promete llevarte a hacer surf. Saber que amas tanto tu trabajo que te cuesta pasear por el hospital sin pasarte por las habitaciones de los pacientes.
Pero la cuestión no es poner las cosas en una balanza. Personalmente, siento que no tengo opción. Que mientras esta huelga no se desconvoque o el resto de Andalucía no esté de acuerdo, no puedo permitir que otros luchen por mis derechos mientras yo no hago nada. Lo siento por mi hucha, por mis tareas pendientes y mis nervios destrozados. No me moverán.
Espero poder venir pronto a contaros otras cosas. Tened un muy feliz lunes y recordad a esta niña tan indignada como triste.
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jueves, 22 de noviembre de 2012
Seguimos en la lucha
Donando sangre para nuestros pacientes hoy en el Hospital Puerta del Mar. Dándolo todo por ellos. Como siempre.
(Y sí, por si alguno se lo pregunta, yo soy la del megáfono xDDDD)
(Y sí, por si alguno se lo pregunta, yo soy la del megáfono xDDDD)
Tres días
El primer día es fácil. Hay mucha gente. Vas a Sevilla. Cantas, bailas, gritas, hablas para la cámara y le haces rimas a la consejera.
El segundo día es peliagudo. Ahora estamos menos. Muchos se han descolgado. No sabes muy bien qué decir ni cómo ponerte en la entrada de tu hospital y la gente te mira raro. Lo primero que aprendes es que nadie sabe qué es un residente. Que la consejera recuerda que estáis en formación y que tenéis que agradecer que cobráis por formaros en vez de pagar. A ti te entran ganas de decirle que vale: que cambie el sistema y contrate a facultativos para hacer el trabajo que haces tú. Después recuerdas que tú cuestas tres veces menos que un facultativo y empiezas a entender las cosas.
Poco a poco vas encontrando tu sitio. Extiendes pancartas. Empiezas a gritar un poco. Alguien saca una cacerola. Te entusiasmas. En dos minutos se hace un escote y se compra un megáfono, pilas y media docena de silbatos. Alguien dice que no hagamos ruido, por los pacientes, pero la gente quiere hacer ruido. Estamos muy cabreados y queremos que se note. Para esto les importan los pacientes; para otras cosas, parece que no tanto.
De alguna forma, el segundo día por la tarde se deciden muchas cosas. Se cruzan mensajes de facebook y de twitter. Se cualgan vídeos. Se hacen apuestas sobre cuántos seremos mañana.
Entonces llega el tercer día, y para tu sorpresa la gente es más puntual que el primero, y hay más gente, y se grita más, y los ciudadanos empiezan a enterarse de qué es un residente. Se enteran de que residente es el que te ve en la puerta de urgencias a las tres de la mañana, o el que te atiende solo en una consulta de especialista, o el que procesa las muestras para análisis en el laboratorio, o el que te lleva la nutrición o las medicinas. Que un residente trabaja tanto o más que un facultativo.
Además, el tercer día ya conoces las caras, ya sabes dónde se guardan las pancartas, hay que comprar más pilas al megáfono pero ya os sabéis bien el camino hasta el chino, ya no te da vergüenza pedir firmas. Te repartes, subes fotos al facebook, te apañas para reírte, vas a la facultad de medicina, acabas entrando en la sala donde se diseccionan los muertos y aunque te mueres del asco viendo tu primer cadáver, Chispas, te tienes que reír, porque tu compañero, que acaba de soltarles a los estudiantes un discurso tipo Braveheart, ahora está en el pasillo abanicándose con las hojas de firmas y diciéndote que se le va a salir el estómago por la boca.
El tercer día ya sois un grupo. Ya se cuelgan en el Facebook vídeos de discursos épicos de 300 o de El Señor de los Anillos. Ya se tienen chistes compartidos, se planea para mañana y tú sabes que hay un alto porcentaje de gente que ha erradicado la duda de su mente. Tú misma te has abstraído. Has dejado de hacer cálculos. El dinero te da igual, y asaltarás tu hucha de monedas de dos euros si es necesario. Estás luchando por tu dignidad. Estás luchando porque todas esas horas, esos marrones, esos pacientes y esas dudas que te llevas comiendo durante casi tres años no se las lleve el viento.
Te das cuenta de que eres más que tú, más que un residente: eres un reflejo de lo que está pasando con la juventud en este país de los huevos. Que no os respeta nadie. Que trabajéis en lo que trabajéis, no tenéis derecho ni a respirar. Que da igual que seas un médico y estés salvando vidas, o un psicólogo que lleva a sus espaldas el peso de la locura ajena, o un biólogo, un farmacéutico; lo que sea. No tienes derecho a nada. No tienes derecho a pedir, a costa del montón de dinero que te está costando esta huelga, que te dejen hacer igual que a los adjuntos cuyo puesto sustituyes con tanta alegría: trabajar MÁS cobrando lo mismo.
El tercer día es un follón de emociones. Te quieres ir a la cama, pero no quieres. Tienes miedo de lo que vaya a pasar mañana. Piensas que esto no sirve de nada. Piensas que estáis haciendo historia. Quieres de verdad que esto se termine en alguna dirección, porque te sientes agotada. No te puedes despegar del ordenador.
Y al final, igual que ayer, se te saltan las lágrimas a última hora. A lo mejor es porque te tienes que poner con la regla. Pero miras el facebook y las fotos de tus compañeros y ves sus sonrisas. En medio de la que les está cayendo, les ves sonreír de verdad, con la boca y con los ojos. Y esas sonrisas indefensas de chicos que en dos, tres o cuatro años estarán en la puta calle y que están luchando ahora para no tener un presente de mierda además de un futuro de mierda, te parten el corazón.
Pero al menos hoy tienes claro por qué es.
(Voy a parar con la segunda persona, que me acabaré pareciendo a Paul Auster).
El segundo día es peliagudo. Ahora estamos menos. Muchos se han descolgado. No sabes muy bien qué decir ni cómo ponerte en la entrada de tu hospital y la gente te mira raro. Lo primero que aprendes es que nadie sabe qué es un residente. Que la consejera recuerda que estáis en formación y que tenéis que agradecer que cobráis por formaros en vez de pagar. A ti te entran ganas de decirle que vale: que cambie el sistema y contrate a facultativos para hacer el trabajo que haces tú. Después recuerdas que tú cuestas tres veces menos que un facultativo y empiezas a entender las cosas.
Poco a poco vas encontrando tu sitio. Extiendes pancartas. Empiezas a gritar un poco. Alguien saca una cacerola. Te entusiasmas. En dos minutos se hace un escote y se compra un megáfono, pilas y media docena de silbatos. Alguien dice que no hagamos ruido, por los pacientes, pero la gente quiere hacer ruido. Estamos muy cabreados y queremos que se note. Para esto les importan los pacientes; para otras cosas, parece que no tanto.
De alguna forma, el segundo día por la tarde se deciden muchas cosas. Se cruzan mensajes de facebook y de twitter. Se cualgan vídeos. Se hacen apuestas sobre cuántos seremos mañana.
Entonces llega el tercer día, y para tu sorpresa la gente es más puntual que el primero, y hay más gente, y se grita más, y los ciudadanos empiezan a enterarse de qué es un residente. Se enteran de que residente es el que te ve en la puerta de urgencias a las tres de la mañana, o el que te atiende solo en una consulta de especialista, o el que procesa las muestras para análisis en el laboratorio, o el que te lleva la nutrición o las medicinas. Que un residente trabaja tanto o más que un facultativo.
Además, el tercer día ya conoces las caras, ya sabes dónde se guardan las pancartas, hay que comprar más pilas al megáfono pero ya os sabéis bien el camino hasta el chino, ya no te da vergüenza pedir firmas. Te repartes, subes fotos al facebook, te apañas para reírte, vas a la facultad de medicina, acabas entrando en la sala donde se diseccionan los muertos y aunque te mueres del asco viendo tu primer cadáver, Chispas, te tienes que reír, porque tu compañero, que acaba de soltarles a los estudiantes un discurso tipo Braveheart, ahora está en el pasillo abanicándose con las hojas de firmas y diciéndote que se le va a salir el estómago por la boca.
El tercer día ya sois un grupo. Ya se cuelgan en el Facebook vídeos de discursos épicos de 300 o de El Señor de los Anillos. Ya se tienen chistes compartidos, se planea para mañana y tú sabes que hay un alto porcentaje de gente que ha erradicado la duda de su mente. Tú misma te has abstraído. Has dejado de hacer cálculos. El dinero te da igual, y asaltarás tu hucha de monedas de dos euros si es necesario. Estás luchando por tu dignidad. Estás luchando porque todas esas horas, esos marrones, esos pacientes y esas dudas que te llevas comiendo durante casi tres años no se las lleve el viento.
El tercer día es un follón de emociones. Te quieres ir a la cama, pero no quieres. Tienes miedo de lo que vaya a pasar mañana. Piensas que esto no sirve de nada. Piensas que estáis haciendo historia. Quieres de verdad que esto se termine en alguna dirección, porque te sientes agotada. No te puedes despegar del ordenador.
Y al final, igual que ayer, se te saltan las lágrimas a última hora. A lo mejor es porque te tienes que poner con la regla. Pero miras el facebook y las fotos de tus compañeros y ves sus sonrisas. En medio de la que les está cayendo, les ves sonreír de verdad, con la boca y con los ojos. Y esas sonrisas indefensas de chicos que en dos, tres o cuatro años estarán en la puta calle y que están luchando ahora para no tener un presente de mierda además de un futuro de mierda, te parten el corazón.
Pero al menos hoy tienes claro por qué es.
Y la rubia en medio con el megáfono xD
(Voy a parar con la segunda persona, que me acabaré pareciendo a Paul Auster).
martes, 20 de noviembre de 2012
Cenayuno
La cenayuno es una cena que, en realidad, es un desayuno. Un desayuno antipaleo, para colmo, porque tú ya hace unas cuantas semanas que has decidido que estás hasta el potorro de restricción dietética y que necesitas un poco de aire antes del siguiente embate. Así que llegas a casa y no tienes ninguna gana de cocinar, pero ninguna, y piensas que ya que has comprado molletes antequeranos esta mañana en el Covirán, te vas a dar el gusto y te vas a hacer un cenayuno con pan, aceite, jamón serrano y colacao.
El desayuno es la comida más reconfortante del día, y tú lo sabes. Y hoy necesitas que te reconforten. Porque te has pasado la mañana gritando como una desquiciada en la puerta del hospital y de repente te estás dando cuenta de lo triste que te pone el hecho de tener que denunciar ciertas cosas a través de un megáfono. Porque después de una semana sin dar señales de vida y de que salieras ayer en canal sur porque tu colectivo intenta luchar por sus derechos, tu padre médico inaugura la conversación preguntándote que cómo es eso de que después de un año hay que pagar el whatsapp. Y te lo pregunta por whatsapp Porque has pasado la tarde con Anxo a medias hablando sobre un paciente complicado y a medias echándole un ojo a su hijo de tres años, que correteaba junto a vosotros por la plaza de Candelaria, y justo antes de irte, cuando te has acuclillado junto al niño para despedirte, te ha mirado con sus ojos adormilados y su cara llena de churretes, te ha tendido los brazos y te ha plantado un beso en los morros con sus labios húmedos de casi bebé. Y a ti ese beso te ha partido el corazón y no sabes por qué.
Así que hoy cenas desayuno, porque total, a quién le importa. Si ya no está tu padre para preguntarte qué quieres de cenar, y que tú le digas que algo ligero, y él te conteste que una liebre; ni tu madre para pedirte desde el salón que le hagas también ensalada a ella si te estás cocinando algo; ni J. para quejarse de que una ensalada no es una "cena cenosa" y que él quiere algo acogedor, "como un huevo". A nadie le importa un carajo que comas o no paleo o que cenes desayuno o desayunes cena, Marina. Así que tuesta el mollete sobre la vitrocerámica, caliéntate la leche hasta que esté a punto de quemarte el paladar y tómate tu cenayuno sin cargo de conciencia. Sigue escribiendo después, sigue leyendo, no te rindas. Quizá mañana seas capaz cenar brócoli y desayunar huevos revueltos. Pero por hoy está bien así. Colacao y molletes. Vete a dormir. Descansa. Te lo has ganado.
El desayuno es la comida más reconfortante del día, y tú lo sabes. Y hoy necesitas que te reconforten. Porque te has pasado la mañana gritando como una desquiciada en la puerta del hospital y de repente te estás dando cuenta de lo triste que te pone el hecho de tener que denunciar ciertas cosas a través de un megáfono. Porque después de una semana sin dar señales de vida y de que salieras ayer en canal sur porque tu colectivo intenta luchar por sus derechos, tu padre médico inaugura la conversación preguntándote que cómo es eso de que después de un año hay que pagar el whatsapp. Y te lo pregunta por whatsapp Porque has pasado la tarde con Anxo a medias hablando sobre un paciente complicado y a medias echándole un ojo a su hijo de tres años, que correteaba junto a vosotros por la plaza de Candelaria, y justo antes de irte, cuando te has acuclillado junto al niño para despedirte, te ha mirado con sus ojos adormilados y su cara llena de churretes, te ha tendido los brazos y te ha plantado un beso en los morros con sus labios húmedos de casi bebé. Y a ti ese beso te ha partido el corazón y no sabes por qué.
Así que hoy cenas desayuno, porque total, a quién le importa. Si ya no está tu padre para preguntarte qué quieres de cenar, y que tú le digas que algo ligero, y él te conteste que una liebre; ni tu madre para pedirte desde el salón que le hagas también ensalada a ella si te estás cocinando algo; ni J. para quejarse de que una ensalada no es una "cena cenosa" y que él quiere algo acogedor, "como un huevo". A nadie le importa un carajo que comas o no paleo o que cenes desayuno o desayunes cena, Marina. Así que tuesta el mollete sobre la vitrocerámica, caliéntate la leche hasta que esté a punto de quemarte el paladar y tómate tu cenayuno sin cargo de conciencia. Sigue escribiendo después, sigue leyendo, no te rindas. Quizá mañana seas capaz cenar brócoli y desayunar huevos revueltos. Pero por hoy está bien así. Colacao y molletes. Vete a dormir. Descansa. Te lo has ganado.
Corazón partido
El icono de la página de Facebook de los residentes recortados de mi hospital es un corazón roto. Imagino que lo han elegido por similitud semántica con el tema de los recortes, pero para mí es muy revelador.
A los residentes se nos está partiendo el corazón.
Estas cosas me ponen triste. Las manifestaciones. Ves a tanta gente linda, inquieta, creativa y solidaria, pisoteada por los de arriba sin ningún miramiento. Que los residentes nos cabreemos tiene tela, porque tragamos mucho. Somos un colectivo tan adoctrinado en la vocación, con un sentido del deber tan acusado, que llegamos al hospital dispuestos a aguantar lo que nos echen. Vemos a cientos de pacientes, hacemos guardias sin dormir, cubrimos los puestos de los adjuntos. Para que un residente se ponga en huelga, tiene que estar muy cabreado.
Hoy hemos empezado una huelga indefinida y lo hemos celebrado plantándonos en Sevilla. Era bonito de ver. Una marea de gente joven con batas blancas gritando, bailando y sonriendo. Hemos caminado por el centro hasta los servicios centrales del SAS y allí hemos gritado un buen rato con las manos en alto. Ha sonado el himno de Andalucía y a mí, que en el fondo soy una sentimental, se me han saltado las lágrimas.
Estas cosas me ponen triste. Las manifestaciones. Ves a tanta gente linda, inquieta, creativa y solidaria, pisoteada por los de arriba sin ningún miramiento. Que los residentes nos cabreemos tiene tela, porque tragamos mucho. Somos un colectivo tan adoctrinado en la vocación, con un sentido del deber tan acusado, que llegamos al hospital dispuestos a aguantar lo que nos echen. Vemos a cientos de pacientes, hacemos guardias sin dormir, cubrimos los puestos de los adjuntos. Para que un residente se ponga en huelga, tiene que estar muy cabreado.
Hablo de lo mucho que me gusta mi trabajo, y es verdad. No importa cuánto me esfuerce: ni en un millón de años podré devolverles a mis pacientes lo que ellos me han dado a mí. Lo que no cuento es que curro en un sistema a quien mi esfuerzo se la pela mortal. Cómo veo día tras día que los recursos se distribuyen para apagar fuegos a corto plazo, y no para generar a largo plazo cambios reales. Conseguí evitar mi primera cirugía bariátrica, Chispas, con D.: un señor adorable que me agradece infinito darle la esperanza de que lo puede conseguir solo. El dinero que se ahorra el SAS en no operar a UN obeso equivale casi a la mitad de mi sueldo bruto anual, pero eso no importa, porque cuando me vaya en diciembre no se va a quedar nadie ahí para dar esperanza a otro montón de gente que "no puede" perder peso.
Hablo de lo mucho que aprendo cada día, pero no hablo de que puedo contar con los dedos de una mano las veces que un adjunto, o mi tutora, o mi jefe, me han dicho que valoran mi trabajo, que aprueban lo que hago en consulta o que mi función en el servicio es importante. No cuento que después de que en agosto me pasara lo peor que le puede pasar a un psicólogo, nadie se puso en contacto conmigo para preguntarme cómo me sentía. No hablo de que me piden que haga posters y comunicaciones que queden bien en mi currículum sin que el contenido de esos posters le importe a nadie un carajo.
Todo eso me da rabia, y por eso a veces, cuando la gente me dice que tengo que estar agradecida de poder currar en los tiempos que corren, me entran ganas de mandarlos a tomar viento. Porque yo ahora mismo no tengo más opción que quedarme en esta empresa con las condiciones que me impongan hasta mayo de 2014, si no quiero perder el trabajo que ya he hecho para obtener el título de especialista.
La mayoría de las veces me da igual trabajar un día detrás de otro sintiendo que no importa lo bien o lo mal que lo haga, porque ya se ha decidido que ahí no tengo futuro. Otras es jodidamente frustrante. Es una de las razones por las que he vuelto a volcarme en Psicosupervivencia; porque si no siento que dedico al menos parte de mi esfuerzo a algo mío, a algo que perdure, me voy a volver loca.
Oficialmente, estamos en huelga para que se nos reconozca el derecho a ampliar la jornada a treinta y siete horas y media como a todo el mundo, en lugar de quitarnos dinero de nuestro ya justito sueldo para cuadrar las cuentas del SAS. Extraoficialmente, yo estoy en huelga por mi dignidad. Porque me gustaría que por una puta vez en la vida a los jóvenes de este país se nos tratara con respeto. Tenemos vidas humanas en nuestras manos, joder. Criaturas que vienen a consulta y ponen en tus manos su sangre, sus órganos y sus emociones. Toleramos unos niveles de estrés y sobrecarga laboral muy altos. Y desde arriba lo único que nos dicen es que tenemos suerte porque la especialidad se nos pague y no se haya convertido en un master privado.
Tócate los pies.
Me voy a dormir con sentimientos encontrados. Estoy contenta de haber compartido un día con tanta gente dispuesta a sacrificarse por lo que cree, pero estoy triste cuando pienso en nuestros gritos abajo, en la calle, y las ventanas cerradas arriba. Sólo me queda pensar que si al final esas ventanas no se abren, tendremos que gritar lo bastante fuerte como para romper los cristales.
domingo, 18 de noviembre de 2012
Que veinte años no es nada: mi no-carrera literaria
Pensaba el otro día en mis méritos como escritora porque tengo algunos proyectos relacionados con ese tema. Voy a empezar a hacer coaching literario con un lector, que es algo que básicamente me he inventado y que consiste en un taller individualizado vía Internet. Además, quiero organizar unos talleres de escritura terapéutica o psicoescritura con César, el amigo con el que di las clases cuando vivía en Granada.
Cuando doy vueltas a todos esos proyectos y a lo que se me ocurren por el camino, me entra la inseguridad. Escribir no es una carrera. Nadie me va a dar un título. Si los veinte años que llevo escribiendo los hubiera empleado en aprender a tocar un instrumento, podría ser concertista. En cambio, aquí estoy: intentando dominar una destreza cuyo secreto último muchas veces se me escapa.
Para huir de la paranoia, visualizo mi currículum de escritora, que está hecho ni más ni menos que de todas las imágenes de mí enfrente de un cuaderno o de una pantalla.
Siete años. Escribo sobre gemelas que quieren irse a Hawaii de viaje con un estilo copiado de Enid Blython. Creo que hasta tenían nombres ingleses. Cuando era pequeña estaba obsesionada con tener una hermana gemela: creo que es por mi ego gigantesco, que quería otra como yo.
Ocho años. Intercambio cartas con mi primera mejor amiga, Marta Arcas, que se quedó en Córdoba cuando yo tuve que mudarme a Málaga con mis padres. Escribo frases como: "he decidido ser santa; qué pena que tú no estés aquí para que podamos serlo juntas". Vale, admito que seguramente con esa edad todavía no utilizaba el punto y coma.
Nueve años. Llevo dos diarios: uno normal y otro llamado "Impresiones". Creo que "Impresiones" fue mi primer blog. Cuando mi padre lo vio, me dijo que él iba a empezar otro sobre problemas financieros llamado "Presiones".
Diez años. Me carteo con mi amiga Elsa, que está pasando un año en Irlanda. Planeo estrategias secretas para que deje de ser amiga de mi archienemiga María. Se enteran y se enfadan un poco; lógico. En la escritura y en la bondad aún me queda mucho camino por recorrer.
Once años. Sigo con los diarios (y eso que todavía no conozco a Ana Frank). Escribo sobre la boda de la Infanta Elena y todavía estoy empeñada en ser santa. Seguramente sea la única niña del mundo que se tomó en serio su comunión.
Doce años. Quedo tercera en mi primer concurso literario con un cuento sobre una historia de unas niñas que fundaban un club secreto y abrían un túnel que les llevaba a la India colonial. Verídico. Mi archienemiga María queda primera.
Trece años. Quedo también tercera en el Concurso de Redacción de Coca-Cola. Señor K., ahí va un estado de Facebook para ud.: el tercerismo sentimental.
Catorce años. Sigo escribiendo cuentos que nunca termino. Uno se llama "La vieja tienda de las curiosidades". No quería plagiar a Dickens; es que hay una tienda en Málaga que se llama así. Hablando de plagios: escribo un cuento titulado "La buscadora de conchas" y mi padre me dice que tenga cuidado para que no me denuncie Rosamunde Pilcher. Qué adorable.
Quince años. Intercambio salvaje de cartas con la PK y otras amigas de clase. Son cartas escritas con bolis de colores y un montón de dibujos absurdos que todavía hoy me hacen reír. La PK escribió una en tinta amarillo fluorescente en la que el primer párrafo estaba destinado a burlarse de mí porque iba a quedarme ciega. Entro en parálisis creativa en lo que a ficción se refiere. Me escribo mi primera carta a mí misma para cuando tenga veinticinco.
Dieciséis años. Descubro "El gozo de escribir". Se termina mi parálisis creativa y escribo decenas de hojas de ordenador sobre un montón de temas. Gano un concurso del colegio con un cuento muy cursi llamado "Ojos de lluvia".
Diecisiete años. Me apunto a mi primer taller literario. Soy con diferencia la más joven, pero creo sin ánimo de presumir que, proporcionalmente a mi edad, soy la que mejor escribe. Escribo un cuento llamado "Invisibles" sobre el divorcio de mis padres y por qué estoy emocionalmente tarada y empiezo a aprender sobre los peligros de la ficción y la realidad. Gano otra vez el concurso del colegio con un relato minimalista llamado "Qué tal ayer" parcialmente basado en MQEN, cuando yo le amaba y él pasaba de mí. Empiezo mi vergonzosa novela Física o Química.
Dieciocho años. Me mudo a Barcelona. Lleno varios cuadernos en mis tardes solitarias en la biblioteca de la facultad. Escribo temas en papelitos y voy llenando una caja que guardo en mi habitación. Pruebo lo de escribir en bares, pero nunca dejo de sentirme rara. Le presto "El gozo de escribir" a mi amiga Ana la Loca 1*, y cuando lo termina nos juntamos a escribir los jueves por la noche mientras la gente de la facultad se va de fiesta.
Diecinueve años. Escribo en Zulito con la luz encendida por la falta de iluminación natural. Redacto párrafos muy largos y muy deprimentes sobre lo sola que me siento y lo poco que entiendo que todo el mundo encaje en la facultad menos yo. Al menos, MQEN ya me ama, así que le escribo a él.
Veinte años: Me escribo mi segunda carta para el futuro, la "carta para los treinta". Describo detalladamente la primera noche que paso con J. y él la lee en mi casa con los ojos llorosos, justo antes de decirme que no vamos a volver a vernos más. Escribo post sugerentes para que él los lea. Escribo escenas de nuestro supuesto futuro juntos en las noches que paso sola en mi piso de Camino de Ronda. Vamos juntos al taller de César y nos besamos como idiotas en el ascensor que sube.
Veintiún años: sigo en el taller de César y le corrijo las comas de los apuntes. Él me odia y ama por ello al mismo tiempo. Intento inspirar a J. con alegorías ingenuas. Hago mi primera lectura en público en el Anaïs, con un cuento minimalista llamado "Fantasmas", pero la vida literaria, en realidad, me importa un carajo. Participo en varios concursos y no gano ninguno.
Veintidós años: publico mi primer minilibrito en el Anaïs, "Mi fea preciosa", y cuando termino de leerlo Cesar me pregunta si he traído algo más. Yo me encojo de hombros y digo que no. La autopromoción nunca ha sido lo mío. Intercambio mails con J. Sigo con el blog.
Veintitrés años: escribo en casa de Marco cuando todavía no había aprendido a identificar el desinterés poscoital de ciertos hombres y pensaba que unas palabras mías bastarían para sanarles. Leo en voz alta en castellano, aunque él no lo hable, y me abraza en silencio cuando termino; ahora pienso que probablemente quería que me largara ya de su casa, pero le daba cosa decírmelo.
Veinticuatro años: empiezo a impartir talleres. Mis alumnos me idolatran, y ni siquiera les importa que no haya publicado nada jamás y que sea, como dice el Señor K., un fracaso temprano. Me lo paso estupendamente organizando maratones de escritura y rondas de historias a la luz de las velas. Retomo mi vergonzosa novela Física o Química. Escribo a mano sobre J. en cuadernos de rayas.
Veinticinco años: dejo de escribir en el blog porque tengo que estudiar para el PIR. Abro otro blog sobre el PIR con artículos muy frikis donde el nombre en clave de J. es Mazinger. Me hago un pequeño grupo de fans en el Foropir. Retomo cautelosamente el blog cuando me doy cuenta de que lo necesito cual oxígeno virtual. Abro la carta que me escribí cuando tenía quince años.
Veintiséis años: sigo con el blog. Empiezo y completo el Michelian Challenge. Escribo posts sugerentes para que IA los lea. Escribo en una libreta negra pensando en IA, y después lo paso todo a ordenador y se lo envío. Cuando lo releo, meses después, me doy cuenta de que no sé calibrar la intensidad y, por otra parte, de que escribo dramáticamente bien. Me engancho a bloguear todos los días de una forma salvaje y desesperada. Empiezo una novela con cierto entusiasmo, pero la dejo a los tres capítulos porque la vigorexia apenas me deja tiempo para más.
Veintisiete años: aquí estoy. Escribo casi todos los días. Me marcho de viaje en verano con el Summer Steinbeck-Hill Project y escribo en el portátil sobre gijoneses guapos. Hoy me he pasado escribiendo al menos tres horas. Ahora lo escribo todo. Proclamas revolucionarias sobre la huelga de residentes, largas cartas para Anxo donde comento los pacientes que me preocupan, mails para mis lectores, posts y más posts y más posts sobre mí, la vida, la psicología, la autoayuda, el futuro, el miedo, la vergüenza, la navidad, las peluqueras, los hombres y la copa menstrual. Enlazaría todas las palabras anteriores, pero quiero dormir.
Ahora, veinte años después de comenzar, puedo decir que la escritura y yo estamos en paz: somos un solo ser, y nada me va a faltar mientras la tenga a ella y os tenga a vosotros. Siempre va a estar de mi lado. No importa lo que pase en adelante. No importa si escribo un libro o dos, una novela o cinco, si se vende o no. Mi sueño siempre ha sido escribir y que me lean. Ser escritora.
Y, ¿sabéis qué? Lo soy.
Cuando doy vueltas a todos esos proyectos y a lo que se me ocurren por el camino, me entra la inseguridad. Escribir no es una carrera. Nadie me va a dar un título. Si los veinte años que llevo escribiendo los hubiera empleado en aprender a tocar un instrumento, podría ser concertista. En cambio, aquí estoy: intentando dominar una destreza cuyo secreto último muchas veces se me escapa.
Para huir de la paranoia, visualizo mi currículum de escritora, que está hecho ni más ni menos que de todas las imágenes de mí enfrente de un cuaderno o de una pantalla.
Siete años. Escribo sobre gemelas que quieren irse a Hawaii de viaje con un estilo copiado de Enid Blython. Creo que hasta tenían nombres ingleses. Cuando era pequeña estaba obsesionada con tener una hermana gemela: creo que es por mi ego gigantesco, que quería otra como yo.
Ocho años. Intercambio cartas con mi primera mejor amiga, Marta Arcas, que se quedó en Córdoba cuando yo tuve que mudarme a Málaga con mis padres. Escribo frases como: "he decidido ser santa; qué pena que tú no estés aquí para que podamos serlo juntas". Vale, admito que seguramente con esa edad todavía no utilizaba el punto y coma.
Nueve años. Llevo dos diarios: uno normal y otro llamado "Impresiones". Creo que "Impresiones" fue mi primer blog. Cuando mi padre lo vio, me dijo que él iba a empezar otro sobre problemas financieros llamado "Presiones".
Diez años. Me carteo con mi amiga Elsa, que está pasando un año en Irlanda. Planeo estrategias secretas para que deje de ser amiga de mi archienemiga María. Se enteran y se enfadan un poco; lógico. En la escritura y en la bondad aún me queda mucho camino por recorrer.
Once años. Sigo con los diarios (y eso que todavía no conozco a Ana Frank). Escribo sobre la boda de la Infanta Elena y todavía estoy empeñada en ser santa. Seguramente sea la única niña del mundo que se tomó en serio su comunión.
Doce años. Quedo tercera en mi primer concurso literario con un cuento sobre una historia de unas niñas que fundaban un club secreto y abrían un túnel que les llevaba a la India colonial. Verídico. Mi archienemiga María queda primera.
Trece años. Quedo también tercera en el Concurso de Redacción de Coca-Cola. Señor K., ahí va un estado de Facebook para ud.: el tercerismo sentimental.
Catorce años. Sigo escribiendo cuentos que nunca termino. Uno se llama "La vieja tienda de las curiosidades". No quería plagiar a Dickens; es que hay una tienda en Málaga que se llama así. Hablando de plagios: escribo un cuento titulado "La buscadora de conchas" y mi padre me dice que tenga cuidado para que no me denuncie Rosamunde Pilcher. Qué adorable.
Quince años. Intercambio salvaje de cartas con la PK y otras amigas de clase. Son cartas escritas con bolis de colores y un montón de dibujos absurdos que todavía hoy me hacen reír. La PK escribió una en tinta amarillo fluorescente en la que el primer párrafo estaba destinado a burlarse de mí porque iba a quedarme ciega. Entro en parálisis creativa en lo que a ficción se refiere. Me escribo mi primera carta a mí misma para cuando tenga veinticinco.
Dieciséis años. Descubro "El gozo de escribir". Se termina mi parálisis creativa y escribo decenas de hojas de ordenador sobre un montón de temas. Gano un concurso del colegio con un cuento muy cursi llamado "Ojos de lluvia".
Diecisiete años. Me apunto a mi primer taller literario. Soy con diferencia la más joven, pero creo sin ánimo de presumir que, proporcionalmente a mi edad, soy la que mejor escribe. Escribo un cuento llamado "Invisibles" sobre el divorcio de mis padres y por qué estoy emocionalmente tarada y empiezo a aprender sobre los peligros de la ficción y la realidad. Gano otra vez el concurso del colegio con un relato minimalista llamado "Qué tal ayer" parcialmente basado en MQEN, cuando yo le amaba y él pasaba de mí. Empiezo mi vergonzosa novela Física o Química.
Dieciocho años. Me mudo a Barcelona. Lleno varios cuadernos en mis tardes solitarias en la biblioteca de la facultad. Escribo temas en papelitos y voy llenando una caja que guardo en mi habitación. Pruebo lo de escribir en bares, pero nunca dejo de sentirme rara. Le presto "El gozo de escribir" a mi amiga Ana la Loca 1*, y cuando lo termina nos juntamos a escribir los jueves por la noche mientras la gente de la facultad se va de fiesta.
Diecinueve años. Escribo en Zulito con la luz encendida por la falta de iluminación natural. Redacto párrafos muy largos y muy deprimentes sobre lo sola que me siento y lo poco que entiendo que todo el mundo encaje en la facultad menos yo. Al menos, MQEN ya me ama, así que le escribo a él.
Veinte años: Me escribo mi segunda carta para el futuro, la "carta para los treinta". Describo detalladamente la primera noche que paso con J. y él la lee en mi casa con los ojos llorosos, justo antes de decirme que no vamos a volver a vernos más. Escribo post sugerentes para que él los lea. Escribo escenas de nuestro supuesto futuro juntos en las noches que paso sola en mi piso de Camino de Ronda. Vamos juntos al taller de César y nos besamos como idiotas en el ascensor que sube.
Veintiún años: sigo en el taller de César y le corrijo las comas de los apuntes. Él me odia y ama por ello al mismo tiempo. Intento inspirar a J. con alegorías ingenuas. Hago mi primera lectura en público en el Anaïs, con un cuento minimalista llamado "Fantasmas", pero la vida literaria, en realidad, me importa un carajo. Participo en varios concursos y no gano ninguno.
Veintidós años: publico mi primer minilibrito en el Anaïs, "Mi fea preciosa", y cuando termino de leerlo Cesar me pregunta si he traído algo más. Yo me encojo de hombros y digo que no. La autopromoción nunca ha sido lo mío. Intercambio mails con J. Sigo con el blog.
Veintitrés años: escribo en casa de Marco cuando todavía no había aprendido a identificar el desinterés poscoital de ciertos hombres y pensaba que unas palabras mías bastarían para sanarles. Leo en voz alta en castellano, aunque él no lo hable, y me abraza en silencio cuando termino; ahora pienso que probablemente quería que me largara ya de su casa, pero le daba cosa decírmelo.
Veinticuatro años: empiezo a impartir talleres. Mis alumnos me idolatran, y ni siquiera les importa que no haya publicado nada jamás y que sea, como dice el Señor K., un fracaso temprano. Me lo paso estupendamente organizando maratones de escritura y rondas de historias a la luz de las velas. Retomo mi vergonzosa novela Física o Química. Escribo a mano sobre J. en cuadernos de rayas.
Veinticinco años: dejo de escribir en el blog porque tengo que estudiar para el PIR. Abro otro blog sobre el PIR con artículos muy frikis donde el nombre en clave de J. es Mazinger. Me hago un pequeño grupo de fans en el Foropir. Retomo cautelosamente el blog cuando me doy cuenta de que lo necesito cual oxígeno virtual. Abro la carta que me escribí cuando tenía quince años.
Veintiséis años: sigo con el blog. Empiezo y completo el Michelian Challenge. Escribo posts sugerentes para que IA los lea. Escribo en una libreta negra pensando en IA, y después lo paso todo a ordenador y se lo envío. Cuando lo releo, meses después, me doy cuenta de que no sé calibrar la intensidad y, por otra parte, de que escribo dramáticamente bien. Me engancho a bloguear todos los días de una forma salvaje y desesperada. Empiezo una novela con cierto entusiasmo, pero la dejo a los tres capítulos porque la vigorexia apenas me deja tiempo para más.
Veintisiete años: aquí estoy. Escribo casi todos los días. Me marcho de viaje en verano con el Summer Steinbeck-Hill Project y escribo en el portátil sobre gijoneses guapos. Hoy me he pasado escribiendo al menos tres horas. Ahora lo escribo todo. Proclamas revolucionarias sobre la huelga de residentes, largas cartas para Anxo donde comento los pacientes que me preocupan, mails para mis lectores, posts y más posts y más posts sobre mí, la vida, la psicología, la autoayuda, el futuro, el miedo, la vergüenza, la navidad, las peluqueras, los hombres y la copa menstrual. Enlazaría todas las palabras anteriores, pero quiero dormir.
Ahora, veinte años después de comenzar, puedo decir que la escritura y yo estamos en paz: somos un solo ser, y nada me va a faltar mientras la tenga a ella y os tenga a vosotros. Siempre va a estar de mi lado. No importa lo que pase en adelante. No importa si escribo un libro o dos, una novela o cinco, si se vende o no. Mi sueño siempre ha sido escribir y que me lean. Ser escritora.
Y, ¿sabéis qué? Lo soy.
viernes, 16 de noviembre de 2012
Matar a la Navidad
Queridos míos:
Tengo una duda preocupante.
Quiero matar a la navidad y no sé cómo hacerlo.
Yo sé que es pronto para hablar del tema, pero teniendo en cuenta que adelantan tanto la movida que cualquier año regalan polvorones con los libros del colegio, creo que no está fuera de lugar.
Ya dije hace unos cuantos posts que me estoy esforzando un montón en intentar pensar por mí misma y no aceptar cosas porque sí. Una de esas cosas es la navidad. Me aberra. Yo soy una chica muy maja, de verdad; no es una pose para el blog. Voy por mi hospital como la Bella en su pueblo, dando los buenos días a todo el mundo y deseando feliz lunes. Me gusta comer bien. Me gusta ver a mi familia. Me gusta hacer regalos.
Pero no aguanto la navidad.
Están las razones emocionales, que ya mencioné. Las navidades son tiempo de carencia. De pensar en lo que te falta y los que no están. Las mejores navidades te ocurrieron cuando eras pequeño y ya han pasado: a partir de ahí, sólo pierdes cosas.
Sobre todo, está el asunto de no aceptarlas desde el punto de vista lógico. Me parecen JODIDAMENTE ABSURDAS. No creo en Dios nada. Creer que existiera gente como Napoleón ya me cuesta, ¿cómo voy a creer en Dios? Un señor mayor que nos creó por la cara y luego nos juzga y maneja a su antojo.
(Por otro lado, la última frase resume un poco lo que pienso de la paternidad, así que igual no es tan raro).
El caso es que aunque creyera en Dios, no acepto que Él quiera que celebremos su venida al mundo cebándonos a turrón y comprando iPads. En serio. Es tan absurdo que mi mente llora por dentro. Y es absurdo una vez al año, de forma inequívoca e inexorable. No importa lo que hagas los otros once meses: cada puñetero diciembre la misma historia.
Además, el problema es que te jode lo que podrían ser unas vacaciones estupendas. Yo querría pasar las dos semanitas libres que me quedan descansando, escribiendo, viajando o viendo a mis amigos. Y puedo hacerlo, sí, pero con las calles atestadas y una agenda sobrecargada y absurda de compras, comilonas y compromisos de por medio.
Mi ideal sería que las navidades se abolieran. Escribí un cuento sobre eso una vez: mi versión personal y reducida de "La Isla".
La pura realidad es que eso es imposible.
Así que intento encontrar una manera de reconciliarme con el asunto sin perturbar mis convicciones ni las de los demás.
La opción A es ignorar la navidad. Decir a todo el mundo que ni voy a regalar ni quiero que me regalen, trabajar en Cádiz en esos días, hacer un acto de presencia somero el 24 y 25 y procurar abstraerme del mundo. Pero la maquinaria capitalista es poderosa y yo soy débil. Si me paso la navidad sola en mi piso, acabaré navegando en autocompasión y yéndome a dormir con mi llavero de Matilda para que me consuele.
Por no hablar de que si todo el mundo tiene regalos el 24 y yo no, lloraré. Que voy de dura, pero soy muy ñoña.
La opción B es decir que no me pienso gastar un duro en navidad y hacer regalos artesanales para todo el mundo. En lenguaje de Marina, eso quiere decir componer textos y odas a toda la gente que conozco, imprimirlos bonito y regalarlos con cara de perdonavidas. El problema es que para eso me hace falta tiempo. Y si hay algo de lo que voy corta en esta vida, además del dinero, es de tiempo.
La tercera opción es un compromiso. Voy a Málaga una semana antes o así. Veo a mi gente. Reservo un par de días para el navimal. Compro regalos baratos a pequeños comercios o artistas incipientes. Fabrico mis propios polvorones con fructosa y aceite de oliva. Me tapo los oídos cuando suenen villancicos en los comercios. De momento, es la opción que más puntos tiene. Compleja y activista, sí, pero elegante.
En serio. No Es Justo. Ni siquiera mi corazón hippy puede escapar de esto. Cuando sea rica y haya dominado el mundo de la psicología, pasaré las navidades escalando en algún país no cristiano. Lo juro por Dios.
Ah, no, por Dios no.
Tengo una duda preocupante.
Quiero matar a la navidad y no sé cómo hacerlo.
En realidad no soy rubia. Soy así.
Ya dije hace unos cuantos posts que me estoy esforzando un montón en intentar pensar por mí misma y no aceptar cosas porque sí. Una de esas cosas es la navidad. Me aberra. Yo soy una chica muy maja, de verdad; no es una pose para el blog. Voy por mi hospital como la Bella en su pueblo, dando los buenos días a todo el mundo y deseando feliz lunes. Me gusta comer bien. Me gusta ver a mi familia. Me gusta hacer regalos.
Pero no aguanto la navidad.
Están las razones emocionales, que ya mencioné. Las navidades son tiempo de carencia. De pensar en lo que te falta y los que no están. Las mejores navidades te ocurrieron cuando eras pequeño y ya han pasado: a partir de ahí, sólo pierdes cosas.
Sobre todo, está el asunto de no aceptarlas desde el punto de vista lógico. Me parecen JODIDAMENTE ABSURDAS. No creo en Dios nada. Creer que existiera gente como Napoleón ya me cuesta, ¿cómo voy a creer en Dios? Un señor mayor que nos creó por la cara y luego nos juzga y maneja a su antojo.
(Por otro lado, la última frase resume un poco lo que pienso de la paternidad, así que igual no es tan raro).
El caso es que aunque creyera en Dios, no acepto que Él quiera que celebremos su venida al mundo cebándonos a turrón y comprando iPads. En serio. Es tan absurdo que mi mente llora por dentro. Y es absurdo una vez al año, de forma inequívoca e inexorable. No importa lo que hagas los otros once meses: cada puñetero diciembre la misma historia.
Además, el problema es que te jode lo que podrían ser unas vacaciones estupendas. Yo querría pasar las dos semanitas libres que me quedan descansando, escribiendo, viajando o viendo a mis amigos. Y puedo hacerlo, sí, pero con las calles atestadas y una agenda sobrecargada y absurda de compras, comilonas y compromisos de por medio.
Mi ideal sería que las navidades se abolieran. Escribí un cuento sobre eso una vez: mi versión personal y reducida de "La Isla".
La pura realidad es que eso es imposible.
Así que intento encontrar una manera de reconciliarme con el asunto sin perturbar mis convicciones ni las de los demás.
La opción A es ignorar la navidad. Decir a todo el mundo que ni voy a regalar ni quiero que me regalen, trabajar en Cádiz en esos días, hacer un acto de presencia somero el 24 y 25 y procurar abstraerme del mundo. Pero la maquinaria capitalista es poderosa y yo soy débil. Si me paso la navidad sola en mi piso, acabaré navegando en autocompasión y yéndome a dormir con mi llavero de Matilda para que me consuele.
Por no hablar de que si todo el mundo tiene regalos el 24 y yo no, lloraré. Que voy de dura, pero soy muy ñoña.
La opción B es decir que no me pienso gastar un duro en navidad y hacer regalos artesanales para todo el mundo. En lenguaje de Marina, eso quiere decir componer textos y odas a toda la gente que conozco, imprimirlos bonito y regalarlos con cara de perdonavidas. El problema es que para eso me hace falta tiempo. Y si hay algo de lo que voy corta en esta vida, además del dinero, es de tiempo.
La tercera opción es un compromiso. Voy a Málaga una semana antes o así. Veo a mi gente. Reservo un par de días para el navimal. Compro regalos baratos a pequeños comercios o artistas incipientes. Fabrico mis propios polvorones con fructosa y aceite de oliva. Me tapo los oídos cuando suenen villancicos en los comercios. De momento, es la opción que más puntos tiene. Compleja y activista, sí, pero elegante.
En serio. No Es Justo. Ni siquiera mi corazón hippy puede escapar de esto. Cuando sea rica y haya dominado el mundo de la psicología, pasaré las navidades escalando en algún país no cristiano. Lo juro por Dios.
Ah, no, por Dios no.
jueves, 15 de noviembre de 2012
Las galletas de Marian Keyes y otros asuntos absurdos
Desde que decidí lanzar en serio Psicosupervivencia, mi vida mental es una locura. Puede que por fuera parezca normal, pero por dentro estoy revolucionando el mundo de la psicología a nivel de usuario. Incluso he comprado un libro: "The 100$ Startup", sobre microbusiness alternativo. Es muy divertido. La idea no es hacerme rica, sino ganarme la vida ayudando a la gente. El libro hace mucho hincapié en la necesidad de "crear auténtico valor". Es decir: crear algo que sea verdaderamente útil. No se trata de vender humo, sino de pensar en cómo puedes hacer de éste un mundo mejor y cobrar por ello una cantidad decente.
Yo estoy cien por cien de acuerdo con eso. De hecho, las sufridas víctimas de mi lista de correo ya saben que voy a inventar un concepto nuevo: la heteroayuda. Creo que ya está bien de mirarnos el ombligo buscando la forma más rápida de acabar con la ansiedad.
[Consejo rápido de psicóloga: la ansiedad es parte de la vida. No se quita del todo NUNCA. Yo tengo ansiedad. Asúmelo.]
Total, que ando a medias entusiasmada con el proyecto y a medias luchando con mis demonios paranoides, que me dicen cosas como "el mundo no necesita otro libro de autoayuda, Marina. En serio".
He pasado la tarde en casa leyendo, navegando por Internet y reflexionando intensamente con el cerebro a toda máquina. Al final he puesto una lavadora, y como tengo un problema con el sonido del centrifugado (me perturba la mente), he salido a la calle a dar una vuelta.
Después de comprar en el chino aguja, hilo y una funda dorada para el móvil, me he metido en una librería. Mi idea era echarle un ojo a los libros de psicología divulgativa y autoayuda generalizada (AKA: La Competencia) para asegurarme de que yo tengo algo que ofrecer que no está ahí.
El problema es que yo en las librerías me lío, y cuando me he querido dar cuenta estaba leyendo entusiasmada un libro de recetas de Marian Keyes. Aquí es donde todos me miráis raro y me preguntáis: ¿En serio, Marina? ¿Marian Keyes? Y yo os digo que sí, sí, y mil veces sí, y que si algo tengo claro en esta vida es que pienso comprarme todos los libros que esa señora saque en el futuro.
La enésima vez que dejé a J. me recorrí Málaga llorando dentro de mi coche tres veces antes de que un libro de Marian Keyes me distrajera lo bastante como para evitar cortarme las venas. Cuando volví el año pasado del rudo norte, donde IA me había dejado el corazón hecho fosfatina, agradecí a Dios que en Atocha vendieran en edición de bolsillo una novela suya que todavía no había leído.
En el apartado "galletas" de su libro, Marian dice que las galletas son fabulosas, entre otras cosas, porque puedes hacerles formas. Entonces suelta la frase más épica que he leído en los últimos meses: "si me quedara una hora de vida, la pasaría haciendo galletas en forma de zapato". Me puesto a reírme en una esquina de la tienda como una retrasada. Va, Marian: eres grande. Te mereces ser millonaria.
No sé si tengo algo que ofrecer que no se les haya ocurrido ya a Punset, a Enrique Rojas o a Jorge Bucay. Seguramente, no. No hay nada nuevo bajo el sol, y ya en la antigüedad los chamanes decían que el demonio se había metido en ti; hoy los psicólogos modernitos lo llamamos "exteriorización del síntoma" y nos creemos que estamos inventando la rueda. Lo que sí sé es que querría que al menos un lector mío se descojonara solo en una librería o, en su defecto, delante del ordenador.
Así que voy comprarme el libro de Marian Keyes. Aunque quizá tenga que ahorrar un poco antes, porque estoy tiesa nivel llevo dos meses con las lentillas de quince días. Pero estoy contenta. Qué más se puede pedir.
Yo estoy cien por cien de acuerdo con eso. De hecho, las sufridas víctimas de mi lista de correo ya saben que voy a inventar un concepto nuevo: la heteroayuda. Creo que ya está bien de mirarnos el ombligo buscando la forma más rápida de acabar con la ansiedad.
[Consejo rápido de psicóloga: la ansiedad es parte de la vida. No se quita del todo NUNCA. Yo tengo ansiedad. Asúmelo.]
Total, que ando a medias entusiasmada con el proyecto y a medias luchando con mis demonios paranoides, que me dicen cosas como "el mundo no necesita otro libro de autoayuda, Marina. En serio".
He pasado la tarde en casa leyendo, navegando por Internet y reflexionando intensamente con el cerebro a toda máquina. Al final he puesto una lavadora, y como tengo un problema con el sonido del centrifugado (me perturba la mente), he salido a la calle a dar una vuelta.
Después de comprar en el chino aguja, hilo y una funda dorada para el móvil, me he metido en una librería. Mi idea era echarle un ojo a los libros de psicología divulgativa y autoayuda generalizada (AKA: La Competencia) para asegurarme de que yo tengo algo que ofrecer que no está ahí.
El problema es que yo en las librerías me lío, y cuando me he querido dar cuenta estaba leyendo entusiasmada un libro de recetas de Marian Keyes. Aquí es donde todos me miráis raro y me preguntáis: ¿En serio, Marina? ¿Marian Keyes? Y yo os digo que sí, sí, y mil veces sí, y que si algo tengo claro en esta vida es que pienso comprarme todos los libros que esa señora saque en el futuro.
La enésima vez que dejé a J. me recorrí Málaga llorando dentro de mi coche tres veces antes de que un libro de Marian Keyes me distrajera lo bastante como para evitar cortarme las venas. Cuando volví el año pasado del rudo norte, donde IA me había dejado el corazón hecho fosfatina, agradecí a Dios que en Atocha vendieran en edición de bolsillo una novela suya que todavía no había leído.
En el apartado "galletas" de su libro, Marian dice que las galletas son fabulosas, entre otras cosas, porque puedes hacerles formas. Entonces suelta la frase más épica que he leído en los últimos meses: "si me quedara una hora de vida, la pasaría haciendo galletas en forma de zapato". Me puesto a reírme en una esquina de la tienda como una retrasada. Va, Marian: eres grande. Te mereces ser millonaria.
No sé si tengo algo que ofrecer que no se les haya ocurrido ya a Punset, a Enrique Rojas o a Jorge Bucay. Seguramente, no. No hay nada nuevo bajo el sol, y ya en la antigüedad los chamanes decían que el demonio se había metido en ti; hoy los psicólogos modernitos lo llamamos "exteriorización del síntoma" y nos creemos que estamos inventando la rueda. Lo que sí sé es que querría que al menos un lector mío se descojonara solo en una librería o, en su defecto, delante del ordenador.
Así que voy comprarme el libro de Marian Keyes. Aunque quizá tenga que ahorrar un poco antes, porque estoy tiesa nivel llevo dos meses con las lentillas de quince días. Pero estoy contenta. Qué más se puede pedir.
miércoles, 14 de noviembre de 2012
Te olvidaré. Seguro.
El día en el que dejes de importarme
caerá en una mañana de domingo:
brillara un sol de invierno sobre el parque,
volarán pajaritos de sus nidos.
Caminaré ligera como el viento
y cuando pase aplaudirá la gente,
me harán la ola y corearán mi nombre,
y yo agradeceré mi buena suerte.
¿Qué podré hacer después con tu recuerdo?
¿Con los restos de ti que me han sobrado?
Tus sonrisas, tus fotos, tus cuadernos,
no me caben encima del armario.
Pero no importará: te habré olvidado
Toda nueva, valiente, generosa;
me desperezaré de este letargo
y mi antigua tristeza será hermosa
y mi antigua tristeza será hermosa
Sonreirán las yemas de mis dedos
libres de los grilletes de tu olvido
y ese pez abisal que es tu silencio
ya no tendrá nada que ver conmigo
será un martes de invierno por la tarde
y encenderé las luces de mi cuarto
para que no se llene de penumbra el aire
Escribiré poemas mal rimados
me iré a la cama demasiado tarde
y sólo al despertar sin tu recuerdo
sabré que ya has dejado de importarme
Etiquetas:
Amor y sucedáneos,
Penita,
Poesía de la experiencia
martes, 13 de noviembre de 2012
Persianas y luz
Esta tarde he llegado de trabajar tarde y cansada y he parado en la tienda de mi calle a comprar leche para hacerme un colacao. Sí, he vuelto al colacao. La paleodieta está bien, pero quizá una vida donde lo más parecido al colacao es leche de coco con cacao en polvo y stevia no merece la pena ser vivida. Quizá sea mejor morir joven y deteriorada y poder disfrutar de un colacao con grumitos en mi lecho de muerte.
Iba caminando para mi casa con la leche en la mano pensando que a) el ser humano puede cambiar si ya el tendero de mi barrio ha dejado de dar bolsas por defecto y b) la leche semidesnatada es el mal. Me arrepiento de haberla comprado. Es un quiero y no puedo de la leche. Porque a ver: si quieres leche rica, cómprala entera; si quieres adelgazar, cómprala desnatada. Por Dios, Marina: ELIGE. Sé valiente.
Al llegar a mi casa me he quedado observando los visillos que cubren las ventanas del salón. Cuando empecé a vivir aquí atravesaba el Gran Ataque de Alergia del verano y le dije a la casera que no pusiera cortinas para no acumular polvo. Ahora tengo visillos, que también son un quiero y no puedo de la visibilidad. Si quieres oscuridad, echa las persianas; si quieres luz, ábrelas del todo. Los visillos son la leche desnatada del menaje de hogar.
Luego he recordado las ventanas de la sala de reuniones de endocrino. Endocrino es El Bien como rotación, aunque es verdad que yo no tengo criterio y me gusta todo. Pero me encanta tratar obesos. Es tan fácil ser la buena de la película con ellos. Están tan habituados a que la gente les juzgue que agradecen que se les mire como si supieran lo que están haciendo. El caso es que todas las mañanas nos reunimos los endocrinos y yo en la sala de reuniones y hablan de cosas raras, asquerosas o ambas cosas, como la hipófisis o las fístulas. Pero a mí me gusta aprender y, por otra parte, tengo una capacidad preocupante para abstraerme y pensar en mis cosas.
Después veo a mis pacientes en la sala vacía, porque no hay despachos libres, y llevaba un tiempo preguntándome por qué me agobiaba la habitación. La persiana estaba siempre bajada, y yo ni siquiera me había molestado en averiguar si podía subirse o estaba rota o con la ventana cegada, como otras en el hospital. Y ayer, simplemente, levanté la persiana y dejé que entrara el sol. El cristal estaba muy muy sucio. Quizá no la suben por eso. Quizá no la suben por costumbre.
Hoy seguía la persiana levantada. Voy a experimentar con esto de aquí a que me vaya: a ver si la bajan o no. A ver cuánto tardan. A ver si alguien hace algún comentario. De momento, nada.
Hay un libro precioso que se llama "Cuando me acosté ya estaba ardiendo", de Robert Fulghum. Es una colección de textos vitalistas sin ser ñoños de estos que te hacen sentir que la vida es una cosa bonita con colores brillantes. En uno de los textos, el autor cuenta que cada vez que va a una conferencia, sea del tipo que sea, cuando el conferenciante pregunta si hay alguna pregunta, él levanta la mano y salta: "¿Cuál es el sentido de la vida?". Explica que casi todos los conferenciantes se callan, se ríen y después pasan al siguiente, como diciendo "Muy gracioso".
Después cuenta que un profesor griego, un tal Papadopoulos, le contestó una vez a la pregunta. Que sacó un trozo de espejo del bolsillo y lo movió hasta que reflejó la luz que entraba por la ventana, y explicó que él pensaba que su misión era reflejar la luz.
Pero esta mañana, mientras observaba el sucísimo cristal de la sala de reuniones y el sol brillante de Cádiz entrando por la ventana, no he pensado en el simbolismo de la historia, ni en que ojalá mi misión en la vida sea ir abriendo persianas que llevan mucho tiempo cerradas sin que nadie sepa por qué. Lo único que he pensado es que espero que se hayan dado cuenta. Y que ojalá a alguien le importe.
Iba caminando para mi casa con la leche en la mano pensando que a) el ser humano puede cambiar si ya el tendero de mi barrio ha dejado de dar bolsas por defecto y b) la leche semidesnatada es el mal. Me arrepiento de haberla comprado. Es un quiero y no puedo de la leche. Porque a ver: si quieres leche rica, cómprala entera; si quieres adelgazar, cómprala desnatada. Por Dios, Marina: ELIGE. Sé valiente.
Al llegar a mi casa me he quedado observando los visillos que cubren las ventanas del salón. Cuando empecé a vivir aquí atravesaba el Gran Ataque de Alergia del verano y le dije a la casera que no pusiera cortinas para no acumular polvo. Ahora tengo visillos, que también son un quiero y no puedo de la visibilidad. Si quieres oscuridad, echa las persianas; si quieres luz, ábrelas del todo. Los visillos son la leche desnatada del menaje de hogar.
Luego he recordado las ventanas de la sala de reuniones de endocrino. Endocrino es El Bien como rotación, aunque es verdad que yo no tengo criterio y me gusta todo. Pero me encanta tratar obesos. Es tan fácil ser la buena de la película con ellos. Están tan habituados a que la gente les juzgue que agradecen que se les mire como si supieran lo que están haciendo. El caso es que todas las mañanas nos reunimos los endocrinos y yo en la sala de reuniones y hablan de cosas raras, asquerosas o ambas cosas, como la hipófisis o las fístulas. Pero a mí me gusta aprender y, por otra parte, tengo una capacidad preocupante para abstraerme y pensar en mis cosas.
Después veo a mis pacientes en la sala vacía, porque no hay despachos libres, y llevaba un tiempo preguntándome por qué me agobiaba la habitación. La persiana estaba siempre bajada, y yo ni siquiera me había molestado en averiguar si podía subirse o estaba rota o con la ventana cegada, como otras en el hospital. Y ayer, simplemente, levanté la persiana y dejé que entrara el sol. El cristal estaba muy muy sucio. Quizá no la suben por eso. Quizá no la suben por costumbre.
Hoy seguía la persiana levantada. Voy a experimentar con esto de aquí a que me vaya: a ver si la bajan o no. A ver cuánto tardan. A ver si alguien hace algún comentario. De momento, nada.
Hay un libro precioso que se llama "Cuando me acosté ya estaba ardiendo", de Robert Fulghum. Es una colección de textos vitalistas sin ser ñoños de estos que te hacen sentir que la vida es una cosa bonita con colores brillantes. En uno de los textos, el autor cuenta que cada vez que va a una conferencia, sea del tipo que sea, cuando el conferenciante pregunta si hay alguna pregunta, él levanta la mano y salta: "¿Cuál es el sentido de la vida?". Explica que casi todos los conferenciantes se callan, se ríen y después pasan al siguiente, como diciendo "Muy gracioso".
Después cuenta que un profesor griego, un tal Papadopoulos, le contestó una vez a la pregunta. Que sacó un trozo de espejo del bolsillo y lo movió hasta que reflejó la luz que entraba por la ventana, y explicó que él pensaba que su misión era reflejar la luz.
Pero esta mañana, mientras observaba el sucísimo cristal de la sala de reuniones y el sol brillante de Cádiz entrando por la ventana, no he pensado en el simbolismo de la historia, ni en que ojalá mi misión en la vida sea ir abriendo persianas que llevan mucho tiempo cerradas sin que nadie sepa por qué. Lo único que he pensado es que espero que se hayan dado cuenta. Y que ojalá a alguien le importe.
lunes, 12 de noviembre de 2012
¡¡Dios!! Os he echado de menos
¿Sabéis esas escenas de las pelis de amor, cuando los protagonistas se encuentran después de un montón de vicisitudes, y ya todo está claro, y se aman, y se abrazan, y uno de ellos le dice al otro "por favor, no vuelvas a dejarme nunca", y el otro niega con la cabeza, y hay un antizoom y música bonita y zumbido en blanco?
Vale, pues esa soy yo ahora con mi blog.
Yo: ¡Lo siento, blog! ¡Siento haberte dejado solo todos estos días!
Blog: ¡¡No lo hagas más!!
Yo: ¡¡No lo haré!! Fui estúpida, pensé que quería algo más... pero no puedo dejarte. Como dicen Los Ronaldos, "no puedo vivir sin ti. No hay manera".
Hace un par de días me preguntaba Ángel si de la escritura uno se termina enamorando con el tiempo, aunque al principio te cueste ponerte. Sí, sí, y mil veces sí, contestaría yo. Escribir bien, entendiendo bien como con honestidad, con energía, con franqueza y con asiduidad, te cambia la vida. No se trata sólo de lo que pasa cuando escribes; se trata de lo que pasa cuando no escribes. De cómo eres capaz de mirar con más atención, de encontrar la compasión en los detalles y de masticar tu vida lo bastante como para regurgitarla aquí de forma decente.
¿Qué ha pasado en estas dos semanas?
Me he vuelto emprendedora. Se me ha abierto una ventana al futuro y soy yo trabajando como escritora y psicóloga freelance.
He escrito como si no hubiera un mañana.
He pensado en miles de historias para contaros aquí, y después las he olvidado todas.
He leído al menos un libro genial: La Lección de August. He concluido que la ficción es lo único que de verdad, de verdad no puede faltarme.
Me he sentido angustiosamente poseída por el espíritu de Bucay.
He luchado contra el despertar precoz y otras formas de insomnio.
He estrenado nuestro nuevo y precioso roco nuevo.
He escalado. Poco, pero he escalado. He encadenado el segundo 6b de mi vida, después del que hice en Asturies durante el SSHP.
He recibido el que quizá sea el mejor regalo que me han hecho:
Es muy estúpido aferrarse a un blog, pero es cierto que dejar de escribir aquí me hace perder consistencia. Me deshago como un personaje de cuento trasladado a la vida real. Me queman en los dedos mis historias con la extraña especie masculina, los mantecados de chocolate, el gruísta más mafioso de San Fernando y los bolígrafos de tinta verde. Me gusta escribir sobre psicología, dar consejos e intentar arreglar vidas, pero hay una parte de mí que necesita ser amoral y absurda, describir los detalles sólo por describirlos y sin necesidad de ilustrar nada con un ejemplo.
Así que ¡¡volvemos!! A pesar de todo, creo que he batido récords de desenganche del blog, así que vamos a darme un mini-aplauso o una 30 seconds party dance como las de Anatomía de Grey. Además, a estas alturas de mi vida, enterarme otra vez de que no puedo vivir sin escribir es, sin duda, una buena noticia.
Vale, pues esa soy yo ahora con mi blog.
Yo: ¡Lo siento, blog! ¡Siento haberte dejado solo todos estos días!
Blog: ¡¡No lo hagas más!!
Yo: ¡¡No lo haré!! Fui estúpida, pensé que quería algo más... pero no puedo dejarte. Como dicen Los Ronaldos, "no puedo vivir sin ti. No hay manera".
Hace un par de días me preguntaba Ángel si de la escritura uno se termina enamorando con el tiempo, aunque al principio te cueste ponerte. Sí, sí, y mil veces sí, contestaría yo. Escribir bien, entendiendo bien como con honestidad, con energía, con franqueza y con asiduidad, te cambia la vida. No se trata sólo de lo que pasa cuando escribes; se trata de lo que pasa cuando no escribes. De cómo eres capaz de mirar con más atención, de encontrar la compasión en los detalles y de masticar tu vida lo bastante como para regurgitarla aquí de forma decente.
¿Qué ha pasado en estas dos semanas?
Me he vuelto emprendedora. Se me ha abierto una ventana al futuro y soy yo trabajando como escritora y psicóloga freelance.
He escrito como si no hubiera un mañana.
He pensado en miles de historias para contaros aquí, y después las he olvidado todas.
He leído al menos un libro genial: La Lección de August. He concluido que la ficción es lo único que de verdad, de verdad no puede faltarme.
Me he sentido angustiosamente poseída por el espíritu de Bucay.
He luchado contra el despertar precoz y otras formas de insomnio.
He estrenado nuestro nuevo y precioso roco nuevo.
He recibido el que quizá sea el mejor regalo que me han hecho:
Es muy estúpido aferrarse a un blog, pero es cierto que dejar de escribir aquí me hace perder consistencia. Me deshago como un personaje de cuento trasladado a la vida real. Me queman en los dedos mis historias con la extraña especie masculina, los mantecados de chocolate, el gruísta más mafioso de San Fernando y los bolígrafos de tinta verde. Me gusta escribir sobre psicología, dar consejos e intentar arreglar vidas, pero hay una parte de mí que necesita ser amoral y absurda, describir los detalles sólo por describirlos y sin necesidad de ilustrar nada con un ejemplo.
Así que ¡¡volvemos!! A pesar de todo, creo que he batido récords de desenganche del blog, así que vamos a darme un mini-aplauso o una 30 seconds party dance como las de Anatomía de Grey. Además, a estas alturas de mi vida, enterarme otra vez de que no puedo vivir sin escribir es, sin duda, una buena noticia.
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