Cuando estás todos los días viendo desgracias (que se dice pronto, hay que joderse), hay preguntas que te haces a menudo y que tienes que encontrar la manera de responder. A saber: ¿qué hacer con esa constatación del sufrimiento? ¿Qué hacer con la sensación de que tú tienes mucha suerte y otros no tienen tanta? ¿Y con tu miedo? ¿Y con todas las reflexiones trascendentes que te vienen a la cabeza a lo largo del día?
Hoy he visto a un paciente al que le están friendo el cuello con radioterapia. Está muy asustado y ha perdido muchos kilos porque no puede comer. El tema es el miedo. Colocamos la desgracia en los demás: nosotros, ellos. Los pacientes graves y los moribundos se sitúan en otro plano de realidad, y parece que con el diagnóstico tiene que venir de serie la aceptación de su condición, y esa sabiduría de enfermísimo grave que nos vende Hollywood. Y la distancia sólo tiene que ver con que es la única forma de apaciguar nuestra inquietud. Pasarlos a otra categoría de humanos, porque si son de otra categoría, eso quiere decir que a mí no me va a pasar nunca. La realidad es que tienen miedo: un miedo que te cagas. Y que al señor mayor con diez mil enfermedades le importa lo mismo su vida que a ti la tuya. Aun así, tú sabes que tienes una mano de cartas mucho más afortunada en esta partida. Qué vas a hacerle. También tú te morirás un día.
Llevo haciéndome esas preguntas desde que empecé la rotación: desde que conocí a mi primer paciente terminal y salí a la calle pensando cómo podía yo seguir viviendo cuando alguien tan cercano estaba a punto de morirse. Sigo viendo terminales y gente que sufre un montón, y ese constante contraste me agota. Yo en el rocódromo, con el corazón latiéndome a toda velocidad después de una vía difícil de pies marcados, abrazándome las rodillas sobre los colchones sucios. Mis pacientes sin poder hablar bien, comerse un bocadillo, subir escaleras sin asfixiarse, planearse la vida más allá del próximo ciclo de quimio, del próximo TAC. Yo sin poder hablar de esto con nadie. Ellos con sus náuseas, sus pelucas y sus lágrimas. Yo incapaz de escribir ficción. Ellos incapaces de imaginarse el futuro.
Lo siento. Siento no ser alegre. Siento escribir sobre esto, porque sigo con la sensación de que entonces los utilizo. En realidad, ellos no son "oncológicos", ni "terminales", ni "moribundos", ni nada. Son personas. Personas que, en su mayoría, me caen bien. Pasa de darte pena que se estén muriendo porque son humanos y empatizas con ellos, a darte pena la posibilidad de que se vayan porque te gustan y no quieres que la tierra les pierda. Porque te lo pasas bien con ellos, hablando en consulta de las cosas importantes, tratando de echar una mano. Sabiendo que los que se van, lo hacen porque les toca, y que a ti también te va a tocar. A veces es como si estar en uno u otro lado de la mesa fuera cuestión de suerte. O cuestión de tiempo.
Ayer le decía al chico con el que quedé para hablar del PIR que la estabilidad es la mentira más grande del mundo. Estabilidad es cuando todo te va bien, y entonces un día te duele la espalda, te hacen una placa, es una metástasis ósea de un cáncer gástrico y a ti te queda un año. Hoy hablaba con un compañero a la salida del roco. "No sé si ir a escalar el sábado - me decía -. La roca me da mucho miedo". También mi padre me pregunta por el viaje a Boulder y me dice que le da miedo. "A mí también, papi - le contesto -, pero es que la vida da miedo".
Supongo que así me contesto a esas preguntas. Me contesto persiguiendo a los pacientes por el hospital para poder verles un rato antes de que les den la quimio. Me contesto escalando. Me contesto yéndome a Boulder y bromeando con la posibilidad de que me descuartice un chalado en cualquier callejón. Me contesto encogiéndome de hombros y repitiéndome una frase que me gusta: cada uno tiene su propio karma. Eso es así.
El sentido de la vida, como dijo Mark Vonnegut a su padre, es ayudarnos unos a otros a cruzar esta cosa, sea lo que sea. Porque esta cosa es jodida. Y mucho.