Una cosa que me gustaría dejar clara es que no creo que ser psicóloga sea el único trabajo que me puede hacer feliz. El trabajo de mi vida sería ser escritora full time, seguro. Creo que he nacido para eso. Pero por cuestión de prioridades en la vida y por no convertirme en una John Kennedy Toole más rubia y con menos talento, he decidido aplicar eso del primum vivere, deinde scribire, o más bien primum laborare y ganar dinero, que eso ya no sé decirlo en latín.
Pero incluso no siendo escritora ni siendo psicóloga, estoy segura de que hay muchos otros trabajos que me podrían hacer feliz y que podría desempeñar bien. Tiendo a entusiasmarme con las cosas. Casi cualquier profesión que fuera un poco creativa y que me permitiera aplicar la inteligencia podría valerme. A veces me planteo incluso que en algún momento me gustaría intentar algo completamente diferente, como vivir en el campo, trabajar en la naturaleza o ser cirujana menor para pasar los días tocando el cuerpo de la gente.
Aun así, ser psicóloga se parece bastante a mi trabajo ideal. La primera e importante razón es que me permite usar el cerebro. Cada consulta es diferente, y todos los pacientes retan tu capacidad de analizar, sintetizar, abordar, convencer y hasta manipular, en el buen sentido de la palabra. Y si eso me entusiasma ahora, que lo hago de forma intuitiva y sin tener ni puta idea, no quiero imaginarme cuando vaya controlando un poco más el asunto. También es muy creativo, sobre todo si como os he dicho no tienes ni puta idea y lo solventas inventando tareas raras y escenificando tú sola cuentecitos tipo Jorge Bucay.
Pero aunque me mola poner a prueba a mi cerebro, para mí no es la ventaja más importante de mi curro.
¿Queréis saber por qué me decidí al final a hacer psicología? Porque lo estaba pasando tan de puta pena después de haber dejado el periodismo y Barcelona que quería ayudar en lo posible a que otras personas lo pasaran un poco menos mal. Me di cuenta de que lo que más hace sufrir en esta vida es una mente mal entrenada. El infierno es uno mismo. Me atravesó una vocación tremenda por aliviar el sufrimiento ajeno, y es esa vocación extraña e inesperada la que me hace tirar adelante en los días malos.
Cuando uno vincula su felicidad a objetivos o a situaciones termina por sentirse vacío. Se alcanza una meta, luego otra, luego otra y al final uno siempre vuelve a la insatisfacción como motor y a lo bien que iría todo si solo tuviera otro trabajo, encontrara pareja o se le quitara de una puñetera vez el Acné del Averno. Yo intento vincular mi felicidad a valores que pueda poner en práctica todos los días. Creo que estoy aquí para intentar, con mi minúscula voluntad y mi corazón cansado, ser cada día un poco más consciente y un poco más compasiva. Procuro aprender de todo lo que me pasa. Mi trabajo me permite ejercitar esos valores. Y encima me pagan.
Hace algún tiempo leí que en la vida todos tenemos un proyecto exterior y uno interior. El interior es en realidad el más importante, y el exterior es el que lo soporta económicamente, logísticamente o llámalo X. Supongo que en mi caso los dos coinciden, se nutren mutuamente y se hacen más fuertes. No sé si ha sido mi acierto, la suerte o el destino, pero no está de más recordar que es así, porque si no es fácil ver la botella medio vacía y olvidar que, lo mire por donde lo mire, soy una privilegiada.
Y tengo que parar ya con el optimismo asqueroso y la felicidad desbordante, porque me vais a odiar de principio a fin y os vais a ir a leer blogs de penas, que son más entretenidos.