massobreloslunes: agosto 2023

viernes, 25 de agosto de 2023

La Siesta Unicornio



Cuidar de un recién nacido es duro. Duermes mal, comes como puedes, estás todo el día pegada al niño y si das la teta, entonces el nombre correcto para el asunto es esclavitud.

Pero la Madre Naturaleza es sabia y no quiere que los padres se suiciden en masa, así que nos ha regalado las Siestas Unicornio.

Una Siesta Unicornio es aquella que, por su duración, se distingue de las demás que suele echarse tu hijo.

Es decir, que si tienes una pequeña marmota que duerme por sistema más de hora y media, tu Siesta Unicornio será la que pase de las dos horas y media o tres.

Si, como a mí, te ha tocado un bebé que a los cuarenta y cinco minutos abre el ojo, todo lo que se pase de dos horas es Siesta Unicornio.

(Entre los cuarenta y cinco minutos y las dos horas es Siesta Especial, que se agradece pero no es tan rara como para recibir la Denominación de Origen Unicorneal. 

La SU es como ver un partido de fútbol en el que tu equipo va ganando: te gustaría disfrutarlo, pero te puede la tensión.

Esta tensión va cambiando de forma y motivo y se desarrolla de la siguiente manera:

- Fase 1: dura lo que duran una siesta media de tu hijo. Aquí te pones a hacer las cosas que habías planeado de forma eficiente porque sabes que en breve se te acaba el rollo. Tu nivel de bienestar es el esperable: tienes un respiro, puedes mover los brazos sin que se te caiga nadie y te oyes pensar.

- Fase 2: es la primera extensión de la siesta hasta, digamos, una hora extra. Hasta aquí entra en la categoría de Siesta Especial.

Tú te sientes un poco desorientada porque no habías querido planear por encima de tus posibilidades, pero encuentras algo que hacer y te pones a ello ultra tensa porque no quieres disfrutar demasiado, no vaya a ser que se despierte el bebé y te lo fastidie. 

Aclaración: aunque sea una tarea de la casa, tú la disfrutas, porque casi cualquier cosa (lavar platos con un podcast, cocinar, tender tranquilamente mientras te da el aire) es mejor que cuidar de un niño pequeño. 

Por eso no cuela cuando, por ejemplo, estoy con nuestros dos hijos y Pablo se va a fregar platos con los auriculares en los oídos. Eso es básicamente un spa. Que se lo agradezco y alguien tiene que hacerlo, pero sé perfectamente que la que se está comiendo el marrón soy yo.

- Fase 3: aquí la siesta llega ya a límites apenas explorados en la capacidad de dormir de tu bebé. Cuando se cruza la barrera de las dos horas y media, ya te das cuenta de que estás frente a una Siesta Unicornio y aquí ya sí que no sabes qué hacer. 

¿Es el momento de tomarte un momento para ti? Pero ¿y si cuando te hayas servido tu té y abierto tu libro se despierta el niño? Es cruel para la parte de ti que lleva anulada desde que el bebé nació. Le has mostrado un fragmento de libertad, un bocado del delicioso pastel del placer, y ahora te lo llevas.

Y además, si eres como yo y vives en el drama, empezarás a considerar la posibilidad de que le haya pasado algo al niño.

Y ahí, ¿qué haces?

¿Entras a ver si respira, sabiendo que hay un 99% de posibilidades de que se despierte?

¿Te pones a ver Netflix y a relajarte sabiendo que es posible que TU HIJO HAYA MUERTO?

Al final, te convences a ti misma de que el niño está bien y tratas de hacer algo interesante/divertido.

Por fin, tu bebé se despierta y tú suspiras, aliviada. Pues sí que era una Siesta Unicornio y no la muerte. Pero claro, ahora ya ha terminado. Esas tres gloriosas horas de tiempo libre se han marchado para siempre. Si hubieras sabido que las tenías, te habrías organizado. Lo que pasa es que entonces la maternidad no sería el proceso desquiciante que es.

Y sí: estoy escribiendo este post en una Siesta Unicornio, rezando para que el niño aguante hasta que lo publique y con los dedos agarrotados de tensión.

Mejor lo termino aquí, por lo que pueda pasar. 

sábado, 19 de agosto de 2023

Atlas

Vale, que sí. Que ahora lo veo. Que si escribo una entrada con todas mis paranoias respecto a estar embarazada y luego desaparezco, lo lógico es pensar: «Marina tenía razón y el bebé murió». 

Bueno, pues tranquilidad, que no. El bebé está bien. Nació el 22 de junio, justo en su fecha prevista, en un parto más corto que muchas visitas al baño para hacer un number two. Tiene casi dos meses, está gordito y precioso y es, como un gran porcentaje de bebés de esta edad, molesto pero adorable.

Se llama Atlas, que soy consciente de que es un nombre raro y quizá un poco pretencioso, pero que era el único que nos cuadraba a los tres. Tiene los ojos azules y un antojo en la frente con la forma de Tailandia, que me tuvo preocupadísima las primeras horas tras el parto hasta que múltiples fuentes me aseguraron que se le quitaría. 

Es raro tener un segundo hijo, porque con el primero no tienes con qué compararlo y piensas que eso que sientes esas primeras semanas, el proto-apego inexplicable y las ganas de olerle todo el rato, es amor. Pero luego el bebé crece y poco a poco se va convirtiendo en una personita exquisitamente compleja y luminosa, y te das cuenta de que al bebé no es que no lo quieras ahora, pero esa un amor tan minúsculo en comparación con el tamaño que alcanzará en un tiempo que no sabes muy bien qué hacer con él.

Así que a ratos miro a Atlas desorientada y me pregunto: ¿quién eres tú, bebé? ¿De dónde vienes? Alana ahora me parece inevitable; soy incapaz de imaginar, no ya mi vida sin ella, sino un planeta donde no ha nacido. Atlas, por el contrario, todavía es optativo. Todavía tengo fresco el recuerdo de la vida sin él. Aún es demasiado fino el velo que separa su presencia de la posibilidad de que no hubiera ocurrido nunca.

Lo quiero, claro, y mira que es difícil querer en el posparto. Estoy en esa fase en que desapareces. No eres una persona, no tienes gustos ni aficiones, y tu futuro se difumina porque eres incapaz de imaginarlo. Te conviertes en una incubadora humana y te preguntas por qué nadie te avisó de que los primeros meses de la maternidad se reducen a mantener vivo a tu bebé, un empeño que es una mezcla extraña entre agotador y aburrido. 

Ayer miraba por la ventada y vi un barco cruzando el mar delante de Telendos, la isla que hay frente a la nuestra. «Mira —pensé—, la gente va en barco. La gente entra y sale, y va a restaurantes, y hace planes, y se ducha sin tener que pedir disculpas a su pareja por dejarle cinco minutos con el marrón de la descendencia al completo». Sentí la inmensidad de la pérdida de mí misma, que en realidad no es más que la pérdida del tiempo para hacer las cosas que creo que son yo. 

Lo bueno es que la segunda vez ya sabes que todo pasa. Sabes que poco a poco el niño irá durmiendo, y llegará un punto en que podrás acostarlo temprano y recuperar un poco de espacio. Que dejará el pecho. Que podrá quedarse con otros. Que, poco a poco (y esto es lo más mágico) podrás hacer esas cosas que deseas con ese niño. Y muchas más. Y te abrirá el mundo. Y se convertirá en un chorro de luz cegadora en mitad de tu vida, un cajero automático de ternura del que puedes sacar (casi) siempre que quieras.

Así que me resigno a esta temporal ausencia de Marina y, al mismo tiempo, cuando hoy he podido poner a dormir al enano después de una sesión maratoniana de teta, me he preguntado: «¿qué puedo hacer que sea mío? ¿Qué es solo para mí?».

Y aquí estoy.