Siempre me pasa lo mismo. Me echo la siesta a mediodía y a esta hora estoy espabilada, fresca y llena de inspiración y lo último que me apetece es meterme en la cama.
Llevo un rato bocetando estupideces, revisando escritos antiguos y releyendo diarios. Me ha gustado especialmente un texto que escribí el día que descubrí Google Earth y estuve caminando virtualmente por Barcelona y por Pamplona. Empieza con "hoy en la siesta no he podido dormir", y continúa hablando sobre lo duro que me resultaba revivir la yo que fui en aquellas calles. De hecho, aunque se supone que pretendo hablar tanto de Barcelona como de Pamplona, al final me quedo anclada en Barcelona, y es un texto duro y triste que termina de forma bastante desesperanzadora. Lo que pasa es que ahora la desesperanza ha desaparecido, ha desaparecido la sensación de fracaso, y al releer el texto sólo me llega su intensidad.
Se me acaba de ocurrir pasear virtualmente por Granada, pero si algo me pasa con esa ciudad es que me sé las calles de memoria, las tengo grabadas a fuego en el cerebro y soy capaz de verlas en mi mente con muchísima más claridad que con el streetview. Creo que es porque las he paseado con muchísima profundidad, y he pensado y escrito con la mente y con las manos mucho sobre ella. No era sólo lo que me pasaba allí: yo tenía una relación con la ciudad en sí, con sus rincones y sus detalles, como si estuviera analizando una personalidad gigantesca y compleja con la que podía relacionarme directamente.
Así que después de esa relación tan apasionada con mi ciudad favorita, me extraña un poco sentirme tan a gusto en Cádiz. Y es una forma distinta de sentirse a gusto. Es como cuando cambias de novio y estás bien, estás contenta, pero hay muchísimas cosas distintas, y te sientes casi culpable porque te guste algo tan diferente.
Hoy, por ejemplo, no he sido capaz de encontrar un chino razonablemente cerca de mi casa para comprarme un tupper de arroz tres delicias. En Granada había un chino por cada tres habitantes, aproximadamente. A mí me gustaba mucho ir porque era mi oportunidad de comer en plan restaurante, con mesitas, platos y cantidades ingentes de comida, de forma razonablemente barata. Recuerdo que en primero de carrera, cerca de mi piso de Plaza Einstein, había un chino en el que podías comer un menú de tres platos por menos de cuatro euros. Me acuerdo de que Josy y yo cenábamos allí uno de cada dos días, y después de ponernos ciegas a salsa de soja y glutamato monosódico nos entraba lo que habíamos definido como “chinosis”, y nos retorcíamos de náusea en los sofás de nuestro piso-zulo. Sin embargo, al día siguiente, por algún extraño mecanismo secreto chino, nos olvidábamos de la chinosis y nos abalanzábamos otra vez sobre los tallarines con ternera y bambú.
Y en Cádiz no hay chinos, o por lo menos no tantos. Tampoco hay tapas (eso estoy empezando a superarlo ahora), ni montañas, ni Albayzín. La configuración de la ciudad es completamente distinta, pero tambien es armónica a su manera. Para llegar al centro (a Cádiz, Cádiz, según los de aquí) hay que atravesar lo que se conoce como Puertatierra, que imagino que es la puerta de la antigua muralla. A partir de ahí, la ciudad es casi una isla de callecitas estrechas rodeada de mar. Así que estoy en mi piso con el balcón abierto y casi puedo sentir que alrededor de mi barrio y de la ciudad entera sólo hay mar, kilómetros y kilómetros y millones de litros cúbicos de agua que te protege de la tristeza y de los hombres malos.
Pasado mañana viajo a Pamplona, e igual que Granada está grabada a fuego en mi cerebro, me doy cuenta de que a Pamplona apenas la recuerdo. Tenía una distribución confusa, y yo me dejaba arrastrar por las manos largas de Funes y nunca sabía muy bien dónde me encontraba porque estaba demasiado ocupada en contar las horas que me quedaban antes de irme.
De Pamplona recuerdo la sensación de mirar las caras de la gente y envidiar su pertenencia a aquel lugar. No es que yo quisiera vivir allí (líbreme Dios), pero en un momento en que mi vida consistía básicamente en ir y venir entre allí, Barcelona y Málaga, en un momento en el que estaba empezando a descubrir lo que era estar desarraigado, envidiaba la certeza tranquila que tenían los pamploneses de que se levantarían allí durante los próximos meses y años de su vida.
Supongo que parte de lo que me hace sentirme bien aquí es que estoy anclada. Como un barco sin fecha para su próxima salida; como un barco abandonado, casi. No hay relaciones a distancia que me tengan todo el día colgada del teléfono, y el autobús tardaría tanto en llevarme a Málaga que ahora mismo ni me planteo ir allí. No sé cómo va a ser mi vida, pero sí sé que de momento pienso construirla en un solo sitio.