Llegué aquí el 15 de mayo, así que hoy ya ha pasado una octava parte de mi residencia. Es una barbaridad, si tenemos en cuenta lo corto que se me ha hecho. Ya llevo seis meses trabajando, seis meses viviendo sola, seis meses en Cádiz... No sé. Es raro. Tres meses más y será un curso escolar y, sin embargo, a mí me parece que acabo de llegar.
Cádiz es... no sé, es bonita. Y alegre. Granada es como más dramática. Las callejuelas del centro, las vistas imponentes desde el Albayzín, la digna contención de la malafollá. Boabdil llorando al echarle la última mirada. La Alhambra, los ríos, la sierra, los pasadizos, el peso de la historia.
Aquí, sin embargo, no hay más que luz. Una luz blanca, casi dañina, cayendo a plomo desde el cielo sobre los tejados blancos y reflejándose en el océano. Granada exhibe su belleza, la sabe y se siente orgullosa, pero a Cádiz es como si se le escapara a chorros, como si le sobrara. Quiero decir, que en el mirador de San Nicolás la gente está sentada mirando la vista, y aquí sencillamente caminan por el paseo marítimo cada mañana, bajo unos amaneceres tan brutales que parecen retocados con Photoshop.
No sé si he escogido bien. Me gusta estar aquí, me da la sensación de que encajo, pero igual es puro sesgo postdecisional. También me gusta la gente a la que hace seis meses no conocía y que ahora forma parte de mi vida. Y me gusta mi vida, porque es la que quiero llevar. Mi trabajo, mi piso, mi Dhamma, mi paleodieta, mis lunes.
En general, creo que no está nada mal para seis meses.