Yo hoy estoy aquí haciendo mudanza y sintiéndome gorda. Mi cuarto está cubierto de ropa tirada y de objetos desparramados por la mesa. Voy haciendo cajas poco a poco, despacito y buena letra, mezclando los libros con la ropa para que no pesen demasiado. Después escribo en la superficie lo que contienen: "Adornos, tetera, algunos libros". "Zapatos y bolsos". No me disgusta tanto mudarme como podría parecer. Realmente, es agradable poder ordenar los objetos que necesitas, meterlos en cajas, llevártelos a otro lugar y dejar abandonados los recuerdos que te sobran. Después te quieres cambiar de casa y es lo mismo: recoges tu vida, la metes pulcramente en otras cajas, te vas a otro lugar, lo habitas y te parece que has estado allí siempre. Entonces te das cuenta de que la entidad a la que tú llamas vida es un conjunto de objetos colocados en un lugar, un conjunto de actividades desplegadas a lo largo de tus días, un conjunto de personas con las que te relacionas. Cambian los objetos, cambian las actividades, cambian las personas, cambia toda tu vida. Al menos los objetos pueden meterse en cajas.
El mundo es raro, raro, raro de cojones. Lo pienso prácticamente cada día. Cada día pienso en lo extraño que es estar viva, moverse, respirar, en el bonito diseño del cuerpo humano, en el sufrimiento, en la muerte, en el hecho de viajar en un planeta redondo a través de un universo de límites desconocidos. Es rarísimo, rarísimo, y sobre todo es rara la manera que tenemos los humanos de comportarnos como si no nos fuéramos a morir nunca y como si realmente este mundo fuera todo lo que hay y tuviera algún sentido. El problema es que si eres consciente de eso muy a menudo acabas viendo el mundo como un entretenimiento curioso en el que no merece la pena partirse demasiado los cuernos. Para mí últimamente todo es un poco como jugar a los Sims. Me noto poco implicada en el rollo este de la vida.
Excepto, por supuesto, en esos días en los que me siento gorda.