massobreloslunes: 12/17/11

sábado, 17 de diciembre de 2011

Baños

Le propongo los baños árabes porque tengo frío y porque es la única manera que se me ocurre de mirarle mucho rato (casi) desnudo. Lo justifico porque estamos cansados, hace ya tiempo que se hizo de noche y no hay muchas otras formas de pasar el tiempo en la ciudad helada. Vamos en ropa interior, porque a ninguno se nos ha ocurrido traernos bañadores en diciembre. Menos mal que los dos somos fans de la sencillez, así que él lleva unos boxer negros elásticos y ajustados y yo llevo sujetador y bragas negras. Podría pasar por un bikini, quiero pensar.

Es curioso cómo en verano andamos paseándonos por ahí con toda la carne al aire, pero cuando nos acostumbramos a sentir la piel bajo las capas de ropa, despojarnos de ellas se convierte en una provocación abierta. Así que cuando salimos de los vestuarios y nos encontramos en el pasillo, nos miramos con curiosidad y sonreímos un poco. El suelo está caliente y todo huele a incienso dulzón y un poco a cloro. La música relajante no es demasiado cutre, así que me siento casi digna cuando atravieso la cortinilla que da entrada al recinto de baños y le noto a él pisándome los talones.

Nada de líos raros, establecimos antes de venir. Sin confusiones. Somos amigos, punto; amigos que van a pasar un fin de semana juntos a una ciudad desconocida. Yo le deseo de forma digamos inofensiva, como se desea a Brad Pitt o al marido de tu hermana: con la resignación tranquila de lo imposible. Ahora mismo, en realidad, sólo quiero meterme en el agua.

Hay varias piscinas con diferentes grados de calor y, en el centro, una de agua fría que corre desde una pequeña cascada. Se trata de ir alternando temperaturas, nos ha contado la señora de la recepción mientras nos daba las llaves de la taquilla. Es bueno para la circulación. Así que empezamos en una piscina templada y rectangular. No tiene mucha altura: la justa para que él tenga que agacharse bastante para mojarse el pelo y después salga del agua como un diosecillo moreno y guapo que me sonríe tras las pestañas mojadas. Y su sonrisa me destruye, pero yo aguanto y también me agacho, y me echo la melena mojada hacia atrás pensando que a lo mejor, si me concentro mucho mucho, puedo convertirme en una diosa sexy y atractiva de esas que salen en los anuncios de perfume.

Porque a él no le gusto. Si algo tengo claro en esta noche de invierno, en este viaje improvisado en el que nos hemos embarcado, es que a él no le gusto. Porque sólo me dice "estás guapa" a veces, cuando me he cambiado el peinado o cuando me pongo falda, pero utiliza el verbo estar y no el verbo ser, y eso, unido al tono casi de sorpresa con que lo dice, me convencen de que no le gusto. No pasa nada. Ningún planeta se ha acabado por eso.

Vamos a la piscina fría. Nos reímos mientras competimos por ver quién tarda menos en ser capaz de meterse en el agua helada, y al final gano yo, que soy tan estoica en el amor como en la temperatura. Él baja los ojos hasta mi sujetador, "¿tienes frío o te alegras de verme?", bromea. "No me hagas mirarte los gayumbos", sigo yo la broma, y salgo corriendo del agua para volver al calor. Esta vez nos metemos en la segunda piscina, un poco más caliente que la primera, y el contacto con la piel fría después del último baño hace que un cosquilleo ingrávido me envuelva el cuerpo. Siento como si mi piel se dilatara y me dejo flotar en la superficie del agua.

Él está sentado en una esquina. Me coloco enfrente. "Ponte a mi lado, ¿no?", me dice, y de repente se enciende una alarma en mi cerebro. Ponte a mi lado. Porque yo no le gusto y lo sé, y no sé si quiero ponerme a su lado porque con el pelo mojado está tan guapo que no puedo respirar. Porque sus ojos claros me miran desde encima de su sonrisa golfa y le brillan en las pupilas los anzuelos que podría clavarme si quisiera.

Así que me evado, sonrío, me levanto, me voy de nuevo a la piscina fría y después a la tercera más caliente, que me sigue pareciendo agradable porque me encanta el agua ardiendo. Ahora es él quien se sienta a mi lado, charlamos un poco, nos quedamos en silencio. Me mira, y no quiero decir que sus ojos se cargan de significado porque me parece una mierda de expresión, un topicazo, pero es así. Y entonces yo comprendo que quizá no le guste, pero que en este momento, en este lugar, no sé si por el aumento de circulación de las dos aguas o por el pelo mojado o por el conjunto bragas y sujetador con relleno, le gusto. Y eso me aterra.

Piscina fría, piscina caliente y él ya empieza a decir que tiene un poco demasiado calor, y yo no sé cómo interpretarlo. Porque esta vez se sienta a mi lado, pero a mi lado de verdad, con una porción considerable de su muslo tocando mi muslo, de su brazo tocando mi brazo. Entra otra pareja y se meten en la primera piscina. Yo miro al frente muy seria, él sonríe, me aparta con la mano el pelo de la cara, y entonces es cuando yo no puedo creer a la voz que sale de mi boca y dice no, de verdad, no, dijimos que amigos, no estropeemos las cosas, de verdad, no. Y entonces él se queda muy serio, y a mí se me ocurre que la única forma de que no me siga es mudarme a la última piscina, la más caliente de todas, y eso hago, no sin antes meterme en el agua fría por razones que a estas alturas son bastante obvias.

Pero me sigue, y aunque frunce el ceño al meterse en el agua ardiendo, vuelve a acercarse a mí. Esta vez su cuerpo no toca el mío y sigue sin sonreír. Yo le miro interrogante, sin atreverme a preguntar si se ha enfadado. No quiero empezar una retahíla de explicaciones, así que bajo un poco el culo, apoyo la cabeza en el borde y cierro los ojos.

Entonces siento su mano en mi estómago, y para cuando abro los ojos y le miro ya es demasiado tarde. Porque me atraviesa serio con sus ojos mientras sus manos juegan con mi ombligo y con mi vientre. Su mano grande, que cubre entera casi toda mi cintura y que es morena, nudosa y muy suave. Intento sonreír, preguntarle qué hace, pero se me mueren las palabras a mitad de camino y miro al frente, porque de repente ya no siento nada en ninguna parte: sólo el burbujeo en la superficie de la piel y en la tripa una bomba, una araña, una serpiente gigante.

Su mano baja, cruza la frontera de las bragas, explora y se hunde entre los pequeños montículos de carne. Yo cierro los ojos, suspiro y me deslizo un poco más en el banco, abriendo las piernas. Porque no es que quiera o que ni quiera: es que sé que en este momento no tengo opción, que podría derrumbarse el techo, que la pareja de la piscina uno podría sentarse ahora mismo en nuestra piscina y yo seguiría sin más opciones que quedarme ahí quieta, con las piernas abiertas y los ojos cerrados. Sigue moviendo despacio los dedos y se mantiene lo bastante alejado de mí como para que su mano sea lo único que me toca. Y me mira, me mira, me sigue mirando, lo noto a través de mis ojos cerrados como el calorcillo persistente de un flexo. Sus dedos se introducen y salen, escarban, dan vueltas con suavidad y yo no puedo creerme que esto esté pasando, y querría girarme y comerle esos labios oscuros que tiene, la frontera dudosa de su sonrisa, pero simplemente no puedo, porque él está serio, tan serio...

Y mientras sigue moviendo los dedos en círculo, abro los ojos, giro la cabeza y veo sus ojos helados clavados en mí, su cara sin un atisbo de sonrisa. Y no son sus dedos diestros los que hacen que al final yo me disuelva en un orgasmo incrédulo y acuático: es eso, es la seriedad que ha tatuado en su cara, la importancia abismal con que me mira.

Huevos kinder

Un euro diez había costado el huevo kinder, y mientras ella le mira rasgar el papel con ojos entusiasmados, se pregunta cómo ha subido tanto el precio, o si valía tanto cuando ella era pequeña. Entendiendo, más o menos, por qué sus padres lo consideraban un artículo de lujo y no se lo compraban casi nunca; por eso y porque ella se dejaba la mitad del chocolate y se iba enseguida a por el juguete.

Él hace lo mismo. Deja las dos mitades del huevo abiertas sobre la mesilla de noche y coloca el otro huevo, el amarillo pequeñito, en la palma de su mano. Está sentado con las piernas cruzadas sobre el edredón, sonriente y espídico, mientras ella, tumbada, apoya la mejilla en la mano y piensa en dormir otro rato.

Sacude el huevo amarillo. Ella comienza a darle mordisquitos al chocolate, que le parece absurdamente fino y dulce, y tan poco motivador como en su infancia. Él pega el oído para ver si consigue averiguar lo que tiene dentro.
- Me gusta cuando suena a piezas, a que hay muchas piezas que se pueden montar.

Ella sonríe. Por fin, él abre el huevecito y saca los papeles de instrucciones y las piezas. La pieza, para ser más exactos. Es un llaverito con forma de coche de carreras. Pero no es un coche, sino la silueta de un coche, y todo lo que hay que hacer es pegarle la imagen del coche real encima y engancharlo a las llaves que todo niño actual debe tener.

Él frunce el ceño.
- Esto es una mierda de regalo - dice, mientras despega el papel y lo adhiere al llaverito de plástico -. ¿Ahora es esto lo que regalan con los huevos kinder? No me lo puedo creer.
- A ver, yo qué sé, ¿qué esperabas? Son regalitos cutres, te parecían mejores antes porque eras pequeño.
- No, no, no es eso - protesta él -. Cuando era pequeño los regalos eran mucho mejores. Traían maquinaria de metal y todo. ¡Traían hasta poleas!
- ¿Poleas? Pues seguramente alguien habrá decidido que era peligroso y las habrán retirado. Es más difícil que los niños se metan el llavero por la nariz que una polea metálica.

Él se ha puesto de pie y da vueltas por la habitación, indignado, mientras agita al inocente llaverito como si quisiera arrancarle alguna confesión.
- Pero es que si por lo menos fuera un coche de verdad... pero es que ni siquiera es un coche, ¡¡es la foto de un coche!!
- No es para tanto, cariño. Tranquilo.

Ella no sabe si reírse o preocuparse, porque la imagen de él, en pantalones de pijama y sin camiseta, con el pelo ligeramente canoso brillando al sol de la mañana y el llavero colgando del dedo índice, le resulta un poco cómica.
- Sï que es para tanto. ¡Son los niños, es su ilusión! ¿Tú te crees que a un niño le puede apetecer jugar con esto? Un niño necesita algo que montar, algo que construir. Necesita piezas. No se puede jugar con un llavero.
- Yo creo que estás exagerando, ¿eh? Los niños juegan con todo.

Él resopla y da vueltas por la habitación, y a ella se le ocurre que a ver si encuentra trabajo de una vez y desfoga toda la energía contenida que está volcando ahora mismo en el huevo kinder. Porque esta escena le parece profundamente rara.
- Voy a llamar al teléfono del consumidor. O a poner una hoja de reclamaciones.
- ¿A quién?
- Pues yo qué sé, a la fábrica kinder o a quien sea. Es que no me parece bien, mi amor, en serio.
- Estás como unas maracas.

Ella se ha sentado en la cama y decide que definitivamente la situación le parece graciosa. Le hace gracia cuando él se pone a repasar los papelitos que venían con el regalo, buscando un número de teléfono al que llamar para protestar. Le hace gracia cuando llama a información telefónica preguntando a quién le puede decir que los regalos del huevo kinder de ahora son una basura. Le hace gracia verle todo sulfurado, repitiendo una y otra vez "¡es que ni siquiera es un coche!". Pero entonces él cuelga el teléfono y suspira. Se sienta en el borde de la cama, se encoge de hombros, acaricia el llavero con resignación y casi con cariño.
- No se puede jugar con un llavero - repite, bajito.

Y es en ese momento cuando a ella la cosa deja de hacerle gracia, y no sabe por qué.