No sé exactamente qué hora es, pero digamos que algún momento entre las cinco y las siete de la tarde. Estoy en una tienda de alimentación del centro de Puerto Real. En estos momentos mi aspecto es el siguiente: trenza despeluchada, pantalones de deporte grises hasta la rodilla, camiseta de tirantes, una rebeca larga de lana morada y un pañuelo al cuello. Los pies de gatos puestos, aplastándome los dedos en la puntera. La cara y las manos llenas de magnesio, con las uñas pintadas de rojo destacando en medio del polvo blanco.
La razón de que lleve esta pinta de loca y no me haya quitado ni los gatos para ir a comprar agua es que ahora mismo me quedan siete minutos, medidos por el cronómetro del Kpot, para la siguiente serie de veinte movimientos en el desplome del roco. Cuando terminen los siete minutos sonará la alarma que hemos elegido, algo como una sirena de submarino en estado de emergencia, y me tocará colgarme de nuevo para que me marque otra vía.
El tema es que el amigo Kpot y yo no estamos leyendo un libro sobre entrenamiento para la escalada. Que no se puede ser más frikis. Que él vale, porque hace 8a y está muy fuerte y tal, pero ¿yo? Metro y medio de ex rubia sedentaria que cualquier día se lesiona y se tiene que poner a hacer ganchillo. Pero yo qué sé, vi el libro y me llamó la atención, lo compré, luego se lo presté al Kpot y este mediodía me ha recogido del hospital con un planning en Excel de lo que iba a ser a partir de ahora mi entrenamiento de escalada. Algo como: lunes y jueves nadar a muerte, sábado y domingo escalar a muerte, martes y miércoles en el roco a muerte. Ha diseñado series de movimientos con dificultad ascendente, descansos entre vías y entrenamiento de los músculos antagonistas. "Serás mi cobaya", me ha dicho. Y hemos echado la tarde con el cronómetro zumbando cada X tiempo, él marcándome vías y yo tirada de risa, apretando a muerte y sintiéndome como Patxi Usobiaga.
Me comenta Silvia en el post anterior que es complicado construir los vínculos necesarios para acabar con la soledad. Hoy he terminado el libro, y la verdad es que la conclusión es poco esperanzadora. Las herramientas no están claras, y aunque a veces parece que el fin de una soledad grave llega como resultado del esfuerzo de la persona, otras veces sucede de manera casi fortuita. Te cambias de trabajo, conoces a tu pareja en un bar o te apuntas a un curso de escalada de fin de semana, y bueno, los vínculos aparecen y la soledad se va. Más o menos.
La escalada ayuda porque es un deporte que necesita de la gente. No se puede ser un escalador independiente; como mínimo, necesitas a un compañero que te asegure desde abajo. Y asegurar o que te aseguren, de por sí, es una experiencia. Pones tanta confianza en la persona que dejas tu vida en sus manos. Confías en que responderá cuando lo necesites, en que te prestará toda su atención y sabrá amortiguar el dolor cuando te caigas. Aunque no sea más que una metáfora, creo que de alguna forma ayuda a que tu subconsciente construya esos vínculos y esa imagen de los demás como personas que están ahí para respaldarnos.
El tema del post de hoy es que bueno, yo parecía una loca en la tienda de comestibles. El dependiente me miraba contar monedas con las manos temblorosas y llenas de magnesio y no creo que se imaginara que soy la psicóloga de la Unidad de Agudos, y que por las mañanas hago cosas serias como valorar si un paciente tiene o no la intención de suicidarse. Y que es muy divertido y muy motivante ir al roco con un plan hecho, marcarse objetivos, querer mejorar y ser capaz de entrenar tres horas porque realmente no hay ningún otro sitio en el mundo en el que te apetecería estar.
Pero lo que de verdad me ha conmovido del día de hoy es el hecho de que el Kpot se haya parado a pensar un plan para mí. Porque yo me paso la vida en constante autocoaching. Que si escribe todos los días, que si estudia una tarde por semana, que si intenta meditar algo aunque sea antes de dormir. Que si ahora voy a planear mis menús para esta semana o a buscar en Google cómo cojones se cambia la bombilla del techo del baño. Vivo en la autosuficiencia. Y cuando alguien hace algo así por mí sin que yo se lo pida pues oye, me llega. Lo demás, teacher, no tiene tanta importancia: los minutos entre series, el peso de las mancuernas, la cantidad de movimientos. Lo esencial ya lo tenemos.
Así que bueno, Silvia, no sé cómo se construyen vínculos. Es triste, pero creo que la suerte tiene mucho más que ver de lo que pensamos. Pero a veces sucede. A veces sientes esa conexión. Con una actividad, con una pasión, con una o varias personas. Y cuando sucede es tan estupendo que lo único que puedes hacer es agradecerlo así casi con disimulo y cuidarlo con todo el esmero del que seas capaz, porque es algo raro y valioso. Porque sabes que no es fácil. Porque merece la pena.
miércoles, 22 de febrero de 2012
La habitación vacía
La primera vez que vi "La habitación vacía" en la librería, hace como un mes, me sobrecogió. Acababa de tener el accidente de moto y llevaba diez días metida en casa. Apenas habían venido a verme un par de amigos, y dedicaba mis horas a leer, dormir, escribir y arrastrarme cojeando al Covirán a comprar provisiones. La segunda mitad de 2011 había sido genial. Conocer gente, aprender a escalar, hacer amigos, viajar. Pasar fines de semana fuera, recuperar el campo, respirar, divertirme mucho, mucho, mucho. La sensación de pertenecer a un grupo. Los chistes compartidos, las tardes entrenando, la página del roco en Facebook, los illoooooo de treinta segundos. La cena de navidad, la cuerda de equilibrio, las noches con la guitarra, las catas de vino de más de un euro y menos de dos.
Y, de repente, estaba otra vez sola. Otra vez se me acumulaban los días sin ver a nadie más que a mí misma. Mi parte racional sabía que era transitorio y que tenía que ver con las lesiones físicas; a mi parte emocional todo aquello le sonaba demasiado como para no tener miedo. Así que cuando ojeé la contraportada del libro y vi de qué trataba, a saber: de la experiencia de la autora con la soledad crónica, me negué a compralo. No quería saber nada del tema porque no quería estar sola; confiaba en recuperar, junto con la movilidad del tobillo y de las rodillas, la apaciguadora sensación de comunidad que había creado los últimos meses.
Según Emily White, ésta es una de las principales características de la soledad. Nos resistimos a nombrarla. Es un tabú. No nos gusta reconocer que estamos solos ni que los demás lo sepan. En ese momento, aunque pareciera absurdo, coger ese libro de la estantería y pagar por él me resultaba no tanto humillante como casi gafe.
El viernes pasado, sin embargo, decidí llevármelo. Había vuelto a entrenar y a escalar, llevaba un mes trabajando en Agudos y entusiasmada con los locos, me sentía fuerte para leer sobre la soledad. Hoy martes ya casi he terminado el libro. He tenido poco trabajo y he podido leer casi toda la mañana y toda la tarde. De vez en cuando levantaba la mirada, estremecida. Tenía tanto que ver conmigo y con la gente que me rodeaba. Podía identificar mi soledad, la soledad de muchas personas a las que quiero e incluso la de mis pacientes.
El primer mensaje del libro es que la soledad existe. Como problema con entidad propia. Es distinto a la depresión, a la ansiedad, a la tristeza. No es un trastorno del ánimo, sino de las relaciones. No es una debilidad de carácter, sino una experiencia emocional muy dura a la que todos podemos vernos abocados en un momento dado. No sé si alguno habéis pasado por la experiencia de estar realmente aislado. Yo sí. Por fin he podido poner nombre a lo que sentí desde que me fui a Barcelona a estudiar periodismo hasta que empecé en serio con J., casi tres años después. Yo no estaba deprimida. Yo estaba muy, muy, muy sola.
Ahora, desde la distancia, me resulta complicado recordarlo y explicarlo. Sólo sé que mi soledad no disminuía con la compañía. En Barcelona, yo vivía con compañeras de piso, iba a clase con un montón de alumnos de mi edad, tenía amigas de Málaga que también estudiaban allí y un novio estupendo pero tristemente lejano. Y me sentía totalmente apartada. No me integré con mis compañeras de piso, no me integré en la facultad y desplazarme al centro me daba muchísima pereza. Salir con gente me horrorizaba. Los jueves, cuando toda la Vila Universitària donde yo vivía se llenaba de estudiantes con ganas de fiesta, yo sólo quería meterme en mi habitación y enterrar la cabeza en la almohada. Paseaba sola por Barcelona, montaba sola en tren; la única sensación de vínculo la tenía con MQEN, y eso era horrible, porque él siempre se iba.
Cuando llegué a Granada pensé que aquello iba a cambiar. Que podría sentirme unida a alguien. Recuerdo haberle preguntado a mi compañera de piso, que ya llevaba allí un año, cuánto tiempo había tardado en hacer amigos en su facultad. Pero tampoco encajé en el primer curso de Psicología. En una asignatura nos pidieron que hiciéramos una lista con las personas de la clase con las que sentíamos más afinidad. Luego teníamos que preguntarles su opinión sobre una serie de temas para ver hasta qué punto coincidíamos. De las tres personas que escogí, ninguna me había elegido a mí; de hecho, nadie en la clase lo hizo. Al año siguiente cambié de turno, pero tampoco logré enganchar con la gente de la mañana. Todos los viernes me despedía alegremente de mis compañeros exclamando "¡Buen finde!", y en realidad sabía que yo no haría nada interesante con el mío. Y es raro, porque tenía amigos, buenas compañeras de piso e incluso mi relación con J. empezaba a dar sus primeros coletazos, pero seguía estando muy, muy sola.
El concepto a lo mejor es difícil de entender. Yo misma no sé muy bien qué hace que no te sientas vinculado en una etapa determinada de tu vida, porque probablemente ahora paso más tiempo sola que entonces y, sin embargo, no me siento sola. Pero todos estamos en riesgo de llegar a ese punto. No depende de lo sociables, interesantes o atractivos que seamos: quien me conozca en persona sabe que no soy ni tímida ni torpe. Pero te cambias de ciudad, o lo dejas con tu pareja, o pierdes el trabajo, o tus amigos se casan y, cuando te quieres dar cuenta, la soledad ha golpeado y no sabes cómo salir de ella. Siempre he tenido la teoría de que mi vida habría sido distinta de haberme tocado otro piso en la Vila Universitària: un piso con estudiantes de primero con las que haber podido hacer piña. O de haber acertado con la carrera a la primera y haberme sentido identificada con mis compañeras de clase. Sin embargo algo no cuajó, y la soledad atacó de una forma tan profunda que no conseguí quitármela de encima en años.
El libro explica que la soledad es peligrosa. Por una parte, porque por sí misma puede conducir a más soledad: te mantiene en un estado de miedo, de alerta. Te vuelve obsesivo, controlador, casi paranoide. Te dificulta establecer nuevas relaciones sociales: mientras más solo estás, más te cuesta buscar compañía porque, paradójicamente, tu soledad se convierte en un lugar donde puedes estar seguro. Al final de mi estancia en Barcelona, paseaba por las zonas del campus lejanas a mi facultad para no encontrarme a nadie conocido. Me sentía intensamente atacada por todo el mundo. No creía que contar mis problemas o intentar profundizar en las amistades que tenía fuera a solucionar nada. La soledad también tiene consecuencias devastadoras para la salud. Por sí sola, deteriora la función cognitiva, deprime el ánimo, empeora el sistema inmunitario, aumenta el riesgo de complicaciones cardiacas.
Y estar solo no es deseable. La autora nos plantea que en este mundo que nos están vendiendo, donde el individualismo está a la orden de día, donde se transmite la idea de que si uno se lo curra, en realidad, no necesita a nadie, parece que es un estado del que hay que disfrutar por narices. Que si no suena la flauta y no somos capaces de sentirnos emocionalmente unidos o socialmente integrados, no pasa nada: preparemos un baño, compremos cosas ricas para cenar, veamos una buena película. Disfrutemos de nuestra propia compañía. Cuando la realidad es que estamos preparados para socializar igual que para respirar o para comer. Que nuestro sistema nervioso, nuestra sensación de identidad y nuestro cuerpo necesitan la compañía ajena y la sensación de seguridad que proporcionan las relaciones.
Quería escribir esta entrada para todos los que os podáis estar sintiendo solos ahora mismo o lo hayáis sentido en algún punto. Para que tengáis la oportunidad de ver la situación con cierta perspectiva. Si cuando vivía en Barcelona alguien me hubiera dicho que cada movimiento hacia el aislamiento me hacía más propensa a seguir sola, empeoraba mis habilidades sociales y me estresaba más profundamente, a lo mejor me habría esforzado más por vincularme. Si hubiera podido admitir en estos últimos años que socializar y tener gente en la que apoyarme es un objetivo lícito y deseable, a lo mejor me habría sentido no sé si menos sola, pero sí menos perdida. Es un tema importante. Merece toda nuestra atención. Leed el libro.
(Y con esto me despido, que ya llevo colándome en términos de tiempo y espacio por lo menos cinco párrafos.)
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