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lunes, 9 de diciembre de 2013

EL REQUIEM ATEO DE MICHEL ONFRAY

Michel Onfray, el filósofo ácrata, descendiente de Epicuro, Demócrito y admirador de Camus frente a Sartre,deja su pueblo Argentan; en el que ha vivido durante 37 años. En él pasó la infancia y tras interrupciones por estudios, en él se instaló con su mujer Marie Claude Ruel fallecida en agosto, víctima de un cáncer. La enfermedad duró 13 años y para Onfray Argentan se ha convertido en la ciudad del hospital y de las hospitalizaciones, las urgencias, la quimioterapia, las consultas médicas, la farmacia y al final la ciudad del cementerio donde descansa Marie Claude. Escogieron Argentan para vivir aunque los dos profesores trabajaban en sendas localidades: Michel Onfray en Caen y Marie Claude en Falaise. Cuando Onfray terminó su tesis doctoral le propusieron un puesto en la universidad de Friburgo, Suiza, luego otro en Ottawa. Pero decidieron quedarse en el pueblo. Más tarde entró en el instituto y casi 20 años después publica su primer libro. El primero de los 60 por el momento. Este mes acaba de publicar tres "Requiem Ateo" (poesía), "La constelación de la ballena" (novela) y el quinto tomo de su Diario hedonista.

jueves, 18 de agosto de 2011

SOBRE LOS AFECTOS Y EL ARROZ Y ATÚN



Cierto día de las vacaciones de verano y como suele ser habitual los fines de semana, tuvimos un encuentro familiar, abuelos, tíos y primos, a orillas del Mediterráneo, más concretamente en el puerto de Torrevieja. Estas ocasiones siempre sirven para relajarse, estrechar lazos, sentarse y comer en torno a la mesa y disfrutar de la compañía de los seres queridos.

Pues bien, en este idílico marco, mi tía Encarnación Lorenzo Hernández, “Encar”, colaboradora de este blog, además de madrina y mecenas mía, todo sea dicho, me hablaba de sus últimos hallazgos musicológicos y discográficos en el ámbito de la música de la época barroca, una de sus debilidades.

Tras conversar acerca de algunas arias de óperas de Haendel interpretadas por contratenores de renombre y otros incipientes y la carencia de obras contemporáneas escritas para ese registro de voz, aún más agudo que el de tenor, mi tía me hizo partícipe de una curiosa reflexión acerca de las Suites para violonchelo del maestro Johann Sebastian Bach.

Me decía que cómo era posible que siendo todas diferentes, siempre tengan algo que las haga sonar igual, como si fueran la misma. Mi tía suele ponerme a prueba con esos razonamientos, porque viene a ser algo así como preguntar el número exacto de estrellas en el firmamento. Y como es evidente, hay que dar una respuesta convincente, clara y sintética.

Igor Stravinsky, en una de sus entrevistas con el musicólogo Robert Craft acerca del acto compositivo, afirmaba que los instantes inmediatamente posteriores a recibir el encargo de una obra le agobiaban muchísimo, porque era como sentirse al borde de un abismo con vértigo y sin saber qué hacer. Entonces, analizaba la situación, y su mente comenzaba a crear, a elaborar estructuras, a seleccionar ingredientes. Y la situación de agonía ya no lo era tanto.

Así que extrapolando esa experiencia a mi campo y aprovechando la receta que ese día había preparado la abuela, arroz y atún, mi plato preferido, comencé a dar la respuesta.

Bach fue el último y mayor exponente del Barroco, una gran mente forjada en las adversidades de su tiempo y su familia, capaz de componer semanalmente una cantata para los oficios religiosos, además de un humanista, filósofo y teólogo con un inmenso catálogo de valores morales y una Fe ciega en Dios. Una época, dicho sea de paso, en la que no existían ni la televisión, ni los falsos ídolos ni la vida nocturna, y en la que el trabajo, así como la realización personal que de él se consigue sustraer con los años, ocupaba un lugar preferente de la escala.

Tras esta breve contextualización, entremos, pues, en materia.

La razón aparente por la que dichas suites, aún siendo diferentes, resulten paradójicamente similares, radica en el empleo por parte del compositor de una serie de parámetros que las hacen inteligibles al auditor. Del mismo modo en que construimos oraciones al hablar dotadas de un orden y elementos que contienen y transportan la información, las suites, en nuestro caso, también están construidas con una estructura perfectamente ensamblada, lógica y coherente.

Bach se expresaba mediante líneas y líneas, independientes entre sí, pero compatibles al superponerse unas con otras, creando así un tejido orgánico, un gran tapiz que, visto de lejos, forma una unidad. Al aproximarnos a él, nos revela todos los motivos y detalles de que se compone.

Al observar dichas líneas, se aprecian mensajes diferentes, más o menos codificados, como si asistiéramos a un gran coloquio con distintas opiniones. Dichos mensajes nacen del ejercicio musical y de un inmenso número de normas que ahora no vienen al caso. Pero también nacen de la conjugación entre la denominada Teoría de los Afectos y correspondencias numéricas entre distintos hechos o personajes bíblicos. Correspondencias, por cierto, avaladas por estudios a lo largo del tiempo y en ningún caso surgidas fruto del azar.

Los Afectos son algo así como un código de valores asociados a diversas particularidades de la melodía y la armonía, es decir, de lo horizontal y lo vertical en el discurso musical.

Al igual que en la música de cine, en la que la puesta en escena del malo suele prepararse con sonidos graves y serios, y una situación de suspense, con sonidos débiles y agudos aguardando el golpe que produzca el susto, en Bach hay distintos motivos que representan el sufrimiento, la lágrima, la victoria, el Padre y el Hijo, etc. Hablo de situaciones creadas por esos motivos, que originan la atmósfera de la historia, no de personajes musicales en sí. Eso es algo que Richard Wagner pondrá de relieve tiempo después con el Leitmotiv. Pero ese es otro cantar.

Ya en casa, la abuela echa el arroz sobre el sofrito preparado con anterioridad. La estructura previamente creada, perfecta, que aloja a los personajes de la historia. Las proporciones y el tiempo adecuado, los mejores ingredientes, y el reposo y la pizca de cariño que hacen que el plato y su entorno queden en la memoria.

Nos disponemos a comer. Y al primer contacto con el paladar surge la magia sinestésica de la que, supongo que afortunadamente, soy partícipe. Mi mente queda en blanco y el tiempo se detiene. En la boca se conjugan todos los sabores, y como si de la magdalena de Proust se tratara, el plato me transporta a mi infancia. Y veo en mi mente imágenes de mí mismo, más pequeño, bañándome en el mar con mi familia mientras suena de fondo la Suite nº1 para violonchelo de J. S. Bach.

Es un momento único, irrepetible e inolvidable, pero que sucede por suerte todos los veranos, dando lugar así a la paradoja de vivir siempre en el mismo día aunque hayan pasado casi 20 años. Y sin embargo, son veranos distintos.

En la música de Bach también ocurre eso. Aunque sean distintas entre sí, las concomitancias entre los elementos musicales y la concepción intelectual y artística de las obras, hacen que sean distintas e iguales a la vez.

Y así como un simple plato de arroz y atún es capaz de contar una historia tan entrañable y feliz, la música de Bach ilumina el alma con la luz de la Revelación, narrando siempre la misma historia: la del triunfo del Bien sobre el Mal y de la Vida sobre la Muerte.

La de la felicidad sobre la tristeza.

Eso es BACH.