“Algo se muere en el alma
cuando un amigo se va”. Cuán cierta es la
canción: una parte de nosotros, esa que compartimos con
quienes más queremos, desaparece con ellos.
Pero algunos grandes espíritus
consiguen sublimar la herida en la memoria en obras de arte, en perenne
recuerdo del amigo ausente. Los Cuadros de una exposición de Mussorgsky, Llanto por Ignacio Sánchez Mejías de García Lorca y
Elegía a Ramón Sijé de Miguel Hernández son monumentos artísticos que engrandecen tanto a sus autores como a
los destinatarios. Otros reivindican la identidad oculta de genio ya reconocido, como Jacques Guérin con Marcel Proust, o defienden
a capa y espada el talento de grandes artistas desconocidos, como hizo el médico y ensayista García Sabell con Manuel Antonio, un extraordinario poeta modernista
gallego. Hablaremos aquí de esa
poderosa fuerza de la amistad, de la admiración más allá de la muerte y de sus extraordinarios frutos.
1. Modest Mussorgsky (1839-1881) y Viktor Hartmann (1834-1873)
Viktor Hartmann |
Modest Mussorgsky, que era un compositor amateur, sentía una ímpetuosa pasión por la música de su tierra, y una feroz oposición contra toda regla compositiva impuesta por la academia. Cesar Cui, también compositor ruso, dijo de él que tenía un talento salvaje, rebelde a todo freno. Ambos formaron parte del famoso “Grupo de los Cinco”, junto a otras grandes luminarias musicales como Alexander Borodin, Nikolai Rimsky-Kórsakov, y el líder del grupo, Mili Balákirev. Entre 1856 y 1870 estos jovencísimos compositores, todos ellos de formación autodidacta, revolucionaron el panorama musical europeo desde San Petesburgo. Buscaban aprehender la esencia del alma rusa reelaborando los cantos populares y religiosos, las danzas cosacas y las leyendas y tradiciones de la vieja Rusia. Junto con Glinka, son los máximos exponentes del nacionalismo romántico ruso.