La felicidad..., la alegría, el grado limitado pero real de la felicidad que podemos alcanzar en esta vida, no solo está asociado a la capacidad y la oportunidad de disfrute, sino también -tal vez sobre todo- a la capacidad para resistir y tolerar los inevitables sinsabores, desencuentros, pérdidas y problemas, o quizá, a la habilidad con que aprendamos y desarrollemos esos mecanismos de defensa que tan bien describió el psicoanálisis: represión, racionalización, sublimación, transferencia, desplazamiento...
Dicho en términos más morales, menos mecanicistas: para ser feliz hay que ser un persona
sufrida. Pero somos nada sufridos, al menor síntoma de dolor, nos narcotizamos, buscamos un analgésico
. Y nos quejamos más que un cantaor de flamenco, "¡ay!, ¡ay!". Sin embargo, aguantar sin quejarse permite conservar a los amigos; la gente se aleja de quien continuamente se queja, aun con razón. Uno huye del quejoso relator de achaques, del que no ve más que malintenciones y conspiraciones por doquier, del "querulante" que denuncia sin cesar los "delitos" de los demás pero no la idiotez propia.
Los estoicos hicieron de la tolerancia al sufrimiento una vocación filosófica. El filósofo galduriense Emilio López Medina sigue su senda. Acaba de publicar un libro de aforismos:
El Dolor (Octaedro, 2011), del dolor en su más amplia acepción: infelicidad, decepción, fracaso, desilusión, desesperanza, hastío, desamparo, enfermedad...
Los estoicos sabían que para sufrir poco hay que ambicionar poco o -dicho a la inversa- conformarse con poco. Conformarse con los placeres más simples formaba parte de la refinada estrategia hedonista, epicúrea, a fin de cuentas, como dijo Oscar Wilde, los placeres sencillos son el último refugio de los seres complicados. A la naturaleza no se la puede doblegar, ni engañar, aunque se la pueda instrumentalizar, así que solo nos queda conformarnos con su terrorífico dominio, con su fascismo inclemente. Esta noción de la conformidad con lo inevitable, en última instancia, con la muerte, se abarraganó con la noción cristiana de resignación durante el fin del mundo antiguo. Conformidad, resignación, mortificación, prácticas de fortalecimiento de la voluntad, virtudes olvidadas, hábitos mentales saludables de los que el consumismo nos ha desarraigado, porque el que se conforma con lo que es y tiene, no gasta, no despilfarra. La austeridad, la sobriedad nos hacen ahorrativos, ¡pero nos ahorran muchísimos sinsabores y dolores de cabeza!
No obstante, ese principio de sabiduría, el de que la felicidad se halla en comer pan cuando se tiene hambre y beber agua cuando se tiene sed, el de que la alegría se encuentra en las pequeñas cosas, le parece a nuestro amigo Emilio L. Medina de lo más
antipedagógico: porque si los jóvenes lo comprendieran y asumieran, "toda ambición, todo afán de superación y progreso desaparecerían
ab ovo". Solo los viejos y los enfermos deben conformarse con poco, huyendo del dolor y del sufrimiento.
El estoicismo mismo es una filosofía crepuscular, una lírica más que una épica, la escenificación de una tragedia más que un drama real. Una filosofía para ancianos, no para jóvenes. Los jóvenes no se entregarían a una ética analgésica, indolora, grosera o refinadamente hedonista, no renegarían como lo hacen de todo esfuerzo, de todo compromiso, si se enamoraran de una causa justa, si percibieran como valioso algo más grande que ellos mismos, algo por lo que luchar. La juventud siempre ha estado dispuesta a sufrir, incluso a entregar la vida, por una ilusión sublime, por una pasión ideal. Pero el desencanto, la desilusión, el desengaño, sólo parecen dejar lugar a ese misil contra la línea flotación del ideal que es el sarcasmo, expresión retórica de la desilusión. Desdichadamente, también la desilusión contra la "clase" política se expresa, negativamente, en sarcasmos, más que en propuestas positivas.
Emilio cita a Gide: conquistar la alegría vale más que abandonarse a la tristeza. Pero comenta que lo malo es que el abandono es más fácil (y a veces más dulce) que la esforzada conquista. La pasividad -tan frecuente en muchos escolares como una especie de disrupción- resulta de un abandonarse para no dolerse, de una huida del sufrimiento, por pequeño que éste sea: un suspenso en un ejercicio, una burla del compañero por un lapsus en la lectura...
Se les tendría que haber habituado al sufrimiento, al menos a ciertos sufrimientos. Antes se nos enseñaba a ser sufridos, a resignarnos, a aguantar firmes la frustración y el dolor... Si llorábamos por una leve herida, "¡ten cuidado, por ahí se te saldrán las tripas!". Aprendiamos a
aguantarnos y eso nos hacía fuertes. Si al menor dolor, se les da un calmante, ¿cómo se conformarán con el dolor crónico en que la vida deviene? Una vida que se les ha disfrazado edulcorada, como un inmenso parque de atracciones, el cual no es sino evasión, paréntesis, escape de la vida. Se les ahorran pequeñas molestias, se les lleva en coche al colegio para que no les llueva, se les arropa demasiado...
Al contrario que Emilio, no creo que la felicidad se dé en ese estado transitorio de descuido ante la vida, de desatención ante ella. Tal vez yo siga siendo demasiado vitalista, pero creo que la felicidad auténtica tiene que ver con el logro de metas muy reales, con ese alivio glorioso después del sufrimiento, como el abrazo tras el parto, como el gozo que experimentan los argonautas de Apolonio cuando, tras durísimos trabajos, ven por fin relucir, flamante, el vellocino.
El "racionalista" Descartes, que dedicó su última gran obra a las pasiones del alma, lo supo: la felicidad depende, sobre todo, del modo en que equilibremos y armonicemos el juego completo de nuestros sentimientos. Sin embargo, ese juego no es solo un solitario que juguemos con naipes propios, porque nuestra vida se desarrolla en un complejo entramado social en el que siempre debemos sacrificar una baza para ganar otras.