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domingo, 21 de octubre de 2012

PASIÓN POR LOS FÓSILES: MARY ANNING Y ELIZABETH PHILPOT





Los  “cazadores de estrellas” viven de noche, escudriñando la inmensa oscuridad del firmamento, al acecho de nuevas luminarias que inmortalicen sus nombres; audaces biólogos persiguen incansablemente, hasta los lugares  más remotos, especies animales o vegetales hasta ahora desconocidas; los más intrépidos fotógrafos se adentran en el corazón de los tornados, en busca de una imagen verdaderamente inédita; las “reinas del barroco”, Cecilia Bartoli y Simone Kermes, rivalizan en presentar en primicia las más deslumbrantes arias, encontradas en geniales partituras dormidas, durante centurias, en polvorientos anaqueles … Los ejemplos podrían multiplicarse hasta el infinito y nos revelan, sin lugar a dudas, que al ser humano le apasiona la aventura de la búsqueda y el hallazgo.
A mi modesto nivel, lo que me atrae como un poderoso imán es  vislumbrar la figura de grandes  mujeres ocultas en la sombra, olvidadas por la historia oficial pero a cuyo desarrollo contribuyeron desde su forzosa oscuridad. A las pioneras que hoy os quiero presentar, consideradas como las mayores cazadoras de fósiles conocidas, también las arrastraba la locura por el descubrimiento, que les llevó a realizar significativas aportaciones científicas durante esa prodigiosa primera mitad del siglo XIX, cuando casi todo estaba por escribir en las nuevas disciplinas de la biología y geología.  Me sentiré dichosa si esta entrada sirve, en alguna medida, para que sus logros se abran un hueco en nuestro almacén de conocimientos.
1.Gabinetes de maravillas
Hasta el siglo XVIII, una lectura literal del Génesis y las genealogías bíblicas había forjado la incuestionable opinión de que la tierra  había sido creada por Dios tan solo unos 6.000 años antes. Para ser exactos, el atardecer del sábado 23 de octubre del año 4004 antes de Cristo, según el concienzudo cálculo realizado por el obispo irlandés James Ussher en 1650. Se creía que todas y cada una de las especies habían existido sin cambios desde la Creación, ordenadas jerárquicamente, según su grado de perfección respectiva, en la “Gran Cadena del Ser”, que se elevaba desde los organismos más simples en la base hasta la cúspide ocupada por el hombre, sin faltar ni un solo eslabón en el plan preconcebido por la divinidad. El hallazgo ocasional de fósiles no lograba perturbar esa tranquilizadora visión estática de la Naturaleza. Inicialmente fueron considerados ludus naturae, caprichosas cristalizaciones minerales, no restos de seres vivos. En los siglos XVI y XVII formaron parte de un exquisito coleccionismo por parte de nobles y estudiosos, exhibiéndose en los que se denominaban como “Gabinetes de Curiosidades” o, con el sugerente nombre alemán, Wunderkammern o “Cuartos de maravillas”. Antecedentes de nuestros museos, en ellos se atesoraban obras de arte e instrumentos científicos junto a raros insectos, conchas y fósiles, a veces asociados a seres mágicos como el dragón. Esa moda, extendida por toda Europa, propició un intercambio de conocimientos que sentaría las bases para el desarrollo posterior de la ciencia moderna.