Autora Ana Azanza
Hacía tiempo que tenía pendiente hacerme eco de este maravilloso libro de Frédéric Gros, habitual estudioso de la historia de la psiquiatría (Creation et folie), profesor en la universidad de París VII y editor de los últimos cursos que Michel Focuault pronunció en el Collége de France:
Se hace eco de las meditaciones que sobre el andar hicieron grandes pensadores, Rousseau, Nietzsche, Thoreau, el poeta Rimbaud que pasó su vida huyendo a pie de todas partes.
Comienza el libro con un simple reconocimiento: andar no es un deporte. No hay marcas que batir, no hay espectáculo, ni ropas especiales de marca que ponerse. No hay técnicas que necesiten de un lento y largo aprendizaje. Para andar lo esencial son las dos piernas, lo demás es vanidad. ¿Quieres ir más rápido?, no andes, haz otra cosa, vete en coche, esquía, vuela. No te dediques a andar.
Nietzsche se pasó la vida andando. De sus paseos destaca el movimiento de ascensión. Dice Zaratustra: "soy el hombre que viaja, que sube las montañas, no me gustan las llanuras, no puedo quedarme sentado mucho tiempo, y cualquiera que sea mi destino futuro, siempre necesitaré caminar y ascender, la experiencia es siempre de uno mismo" Andar es para Nietzsche elevarse, trepar, subir.
El cuerpo que sube hace un esfuerzo, está en tensión continua. Ayuda al pensamiento en su ascensión: un poco más lejos, un poco más alto. No hay que desfallecer, hay que movilizar la energía para avanzar, apoyar firmemente un pie y alzar el cuerpo lentamente, luego reencontrar el equilibrio. Lo mismo que el pensamiento: una idea sirve para elevarse a otra cosa más increíble, más nueva.
Tenemos que subir siempre más arriba, lentamente, pero cada vez más alto, para obtener un punto de vista separado sobre nuestra vieja civilización. Compasión que siente Nietzsche al ver a los humanos ocuparse en mil cosas, en ir a misa o a jugar, buscando el reconocimiento de los demás, dejándose ahogar por tristes imágenes, pobres de si mismos. Mientras que desde arriba se comprende que es el veneno de las morales sedentarias lo que enferma al hombre.
En el curso de un largo paseo siempre encontramos ese paso del collado en el que de pronto aparece un nuevo paisaje. Está el esfuerzo, la subida y luego el cuerpo se gira y ve a sus pies la inmensidad, o bien al girar en el camino, ocurre una transformación: una cadena de montañas, un esplendor que nos estaba esperando.
Cuando andamos las noticias no importan. Si se trata de una larga caminata de varios días enseguida se olvida todo lo que ocupa al mundo, el último eco del último caso. Ya no interesa enterarse de cómo empezó todo ni cómo siguió. "¿Sabes la última noticia?". Cuando se anda todo esto no importa. Al estar en presencia de lo que dura absolutamente nos despegamos de las noticias efímeras que normalmente nos hacen cautivos. Es extraño observar como, cuando se anda lejos durante mucho tiempo, uno llega a preguntarse cómo podía interesarse por esas cosas. La respiración lenta de las cosas hace aparecer el jadeo cotidiano como vana y enfermiza agitación.
La primera eternidad con la que nos encontramos es la de las piedras, del movimiento de las llanuras, de las líneas del horizonte: todo eso resiste. Y al ser confrontados con esta solidez que está por encima de nosotros los hechos cotidianos, las noticias aparecen como polvo arrastrado por el viento. Es una eternidad inmóvil que vibra ahí mismo. Andar es hacer la experiencia de esas realidades que insisten, sin hacer ruido, humildemente -el árbol que crece en medio de las rocas, el pájaro que está al acecho, el arroyo que encuentra su curso- sin esperar nada.
Andar acalla de pronto los rumores y las quejas, detiene el interminable parloteo por el que uno comenta sobre los otros sin cesar, o se evalúa, se recompone, se reinterpreta a sí mismo. Andar silencia el indefinido soliloquio en el que surgen los agrios rencores, las satisfacciones imbéciles, las venganzas fáciles. Estoy en frente de esta montaña, ando en medio de los árboles y pienso: están ahí. Están ahí y no me esperaban, están ahí desde siempre. Llegaron mucho antes que yo y seguirán mucho después.
Llegará un buen día en que dejaremos de estar preocupados, acaparados por las tareas, prisioneros de ellas, muchas de ellas las inventamos, nos las imponemos a nosotros mismos. Trabajar, juntar ahorros, estar siempre pendiente para no perdernos las ocasiones de hacer carrera, ambicionar tal o tal puesto, terminar deprisa, inquietarse por los demás. Hacer esto, ir a ver aquello, invitar a fulano: obligaciones sociales, modas culturales, agitación... Siempre haciendo algo. ¿Y ser? Lo dejamos para más tarde: siempre hay cosas mejores, más urgentes, más importantes que hacer. Mañana será otra día. Pero mañana trae consigo las tareas de pasado mañana. Túnel sin final. Y a eso le llaman vivir...
Incluso los momentos de rélax deben llevar la marca de esta obstinación: deporte a ultranza, descansos excitantes, fiestas caras, noches competentes, vacaciones caras. De tal forma que al final no queda más salida que la melancolía o la muerte.
Nada se hace mientras se anda, nada más que andar. Pero el hecho de no tener que hacer otra cosa permite reencontrarse con el puro sentimiento de ser, de redescubrir la simple alegría de existir, la de la infancia. Así el caminar al descargarnos, al arrancarnos de la obsesión por hacer, es un juego de niños. Maravillarse del día que hace, del resplandor del sol, de la grandeza de los árboles, del azul del cielo.No necesito para ello ninguna experiencia, ninguna competencia. Por eso precisamente hay que desconfiar de los que andan demasiado y demasiado lejos: ya lo han visto todo y sólo hacen comparaciones. El niño eterno es el que nunca ha visto nada tan bello porque no compara. Cuando uno se va durante días o semanas, no sólo deja atrás su oficio, a sus vecinos, sus negocios, sus costumbres, sus preocupaciones. También quedan atrás nuestras identidades complicadas, nuestras máscaras. Ya nada de eso sirve porque para andar sólo se necesita el cuerpo. Ni el saber ni las lecturas ni las relaciones van a ser útiles: bastan las dos piernas y dos ojos para ver.
Andar, irse solo, ascender montañas o atravesar bosques. No eres nadie para las colinas ni para las grandes masas forestales. No eres ni un rol ni un estatus, ni siquiera un personaje, sólo eres un cuerpo, un cuerpo que nota las piedrecillas del camino, la caricia de las hierbas más altas, y el frescor del viento. Cuando se anda, el mundo ya no tiene ni presente ni futuro. Ya no queda más que el ciclo de las mañanas y de los atardeceres. Hay que hacer lo mismo cada día, andar. Pero el que andando se maravilla (el azul de las piedras bajo la luz de un atardecer de julio, el verde plateado de las hojas de un olivo a mediodía, las colinas violetas por la mañana) no tiene ni pasado, ni proyectos, ni experiencia. En él está el eterno niño. Andando no soy más que una simple mirada.
Con sus sacudidas la Naturaleza nos despierta de la pesadilla del hombre....
Cuando voy en coche a veces me paro, hay paisajes, contemplo la línea pura de las montañas, soy transportada a fascinantes desiertos, atravieso increíbles bosques. A veces me paro, doy algunos pasos, hago una foto. Me enseñan y detallan; el nombre de los árboles, la forma de las plantas, el revés de los relieves. También el sol quema, los colores son igual de brillantes, el cielo igual de generoso.
Pero andar impregna. Andar interminablemente, hacer pasar por los poros de la piel la altura de las montañas cuando se les enfrenta durante largo tiempo, respirar durante horas la forma de las colinas bajándolas lentamente. El cuerpo es moldeado por la tierra que pisa. Y progresivamente ya no está en el paisaje, es el paisaje. No se trata de una disolución como si el que anda se desvaneciera y se transformara en una simple inflexión, una línea suplementaria. Porque en él de pronto se ilumina esta relación. Es como un instante que estalla. Un fuego brusco: el tiempo se enciende. Sentimiento de eternidad, de golpe la vibración de la presencia. La eternidad aquí, como una chispa...
Hacía tiempo que tenía pendiente hacerme eco de este maravilloso libro de Frédéric Gros, habitual estudioso de la historia de la psiquiatría (Creation et folie), profesor en la universidad de París VII y editor de los últimos cursos que Michel Focuault pronunció en el Collége de France:
Se hace eco de las meditaciones que sobre el andar hicieron grandes pensadores, Rousseau, Nietzsche, Thoreau, el poeta Rimbaud que pasó su vida huyendo a pie de todas partes.
Comienza el libro con un simple reconocimiento: andar no es un deporte. No hay marcas que batir, no hay espectáculo, ni ropas especiales de marca que ponerse. No hay técnicas que necesiten de un lento y largo aprendizaje. Para andar lo esencial son las dos piernas, lo demás es vanidad. ¿Quieres ir más rápido?, no andes, haz otra cosa, vete en coche, esquía, vuela. No te dediques a andar.
Nietzsche se pasó la vida andando. De sus paseos destaca el movimiento de ascensión. Dice Zaratustra: "soy el hombre que viaja, que sube las montañas, no me gustan las llanuras, no puedo quedarme sentado mucho tiempo, y cualquiera que sea mi destino futuro, siempre necesitaré caminar y ascender, la experiencia es siempre de uno mismo" Andar es para Nietzsche elevarse, trepar, subir.
El cuerpo que sube hace un esfuerzo, está en tensión continua. Ayuda al pensamiento en su ascensión: un poco más lejos, un poco más alto. No hay que desfallecer, hay que movilizar la energía para avanzar, apoyar firmemente un pie y alzar el cuerpo lentamente, luego reencontrar el equilibrio. Lo mismo que el pensamiento: una idea sirve para elevarse a otra cosa más increíble, más nueva.
Tenemos que subir siempre más arriba, lentamente, pero cada vez más alto, para obtener un punto de vista separado sobre nuestra vieja civilización. Compasión que siente Nietzsche al ver a los humanos ocuparse en mil cosas, en ir a misa o a jugar, buscando el reconocimiento de los demás, dejándose ahogar por tristes imágenes, pobres de si mismos. Mientras que desde arriba se comprende que es el veneno de las morales sedentarias lo que enferma al hombre.
En el curso de un largo paseo siempre encontramos ese paso del collado en el que de pronto aparece un nuevo paisaje. Está el esfuerzo, la subida y luego el cuerpo se gira y ve a sus pies la inmensidad, o bien al girar en el camino, ocurre una transformación: una cadena de montañas, un esplendor que nos estaba esperando.
Cuando andamos las noticias no importan. Si se trata de una larga caminata de varios días enseguida se olvida todo lo que ocupa al mundo, el último eco del último caso. Ya no interesa enterarse de cómo empezó todo ni cómo siguió. "¿Sabes la última noticia?". Cuando se anda todo esto no importa. Al estar en presencia de lo que dura absolutamente nos despegamos de las noticias efímeras que normalmente nos hacen cautivos. Es extraño observar como, cuando se anda lejos durante mucho tiempo, uno llega a preguntarse cómo podía interesarse por esas cosas. La respiración lenta de las cosas hace aparecer el jadeo cotidiano como vana y enfermiza agitación.
La primera eternidad con la que nos encontramos es la de las piedras, del movimiento de las llanuras, de las líneas del horizonte: todo eso resiste. Y al ser confrontados con esta solidez que está por encima de nosotros los hechos cotidianos, las noticias aparecen como polvo arrastrado por el viento. Es una eternidad inmóvil que vibra ahí mismo. Andar es hacer la experiencia de esas realidades que insisten, sin hacer ruido, humildemente -el árbol que crece en medio de las rocas, el pájaro que está al acecho, el arroyo que encuentra su curso- sin esperar nada.
Andar acalla de pronto los rumores y las quejas, detiene el interminable parloteo por el que uno comenta sobre los otros sin cesar, o se evalúa, se recompone, se reinterpreta a sí mismo. Andar silencia el indefinido soliloquio en el que surgen los agrios rencores, las satisfacciones imbéciles, las venganzas fáciles. Estoy en frente de esta montaña, ando en medio de los árboles y pienso: están ahí. Están ahí y no me esperaban, están ahí desde siempre. Llegaron mucho antes que yo y seguirán mucho después.
Llegará un buen día en que dejaremos de estar preocupados, acaparados por las tareas, prisioneros de ellas, muchas de ellas las inventamos, nos las imponemos a nosotros mismos. Trabajar, juntar ahorros, estar siempre pendiente para no perdernos las ocasiones de hacer carrera, ambicionar tal o tal puesto, terminar deprisa, inquietarse por los demás. Hacer esto, ir a ver aquello, invitar a fulano: obligaciones sociales, modas culturales, agitación... Siempre haciendo algo. ¿Y ser? Lo dejamos para más tarde: siempre hay cosas mejores, más urgentes, más importantes que hacer. Mañana será otra día. Pero mañana trae consigo las tareas de pasado mañana. Túnel sin final. Y a eso le llaman vivir...
Incluso los momentos de rélax deben llevar la marca de esta obstinación: deporte a ultranza, descansos excitantes, fiestas caras, noches competentes, vacaciones caras. De tal forma que al final no queda más salida que la melancolía o la muerte.
Nada se hace mientras se anda, nada más que andar. Pero el hecho de no tener que hacer otra cosa permite reencontrarse con el puro sentimiento de ser, de redescubrir la simple alegría de existir, la de la infancia. Así el caminar al descargarnos, al arrancarnos de la obsesión por hacer, es un juego de niños. Maravillarse del día que hace, del resplandor del sol, de la grandeza de los árboles, del azul del cielo.No necesito para ello ninguna experiencia, ninguna competencia. Por eso precisamente hay que desconfiar de los que andan demasiado y demasiado lejos: ya lo han visto todo y sólo hacen comparaciones. El niño eterno es el que nunca ha visto nada tan bello porque no compara. Cuando uno se va durante días o semanas, no sólo deja atrás su oficio, a sus vecinos, sus negocios, sus costumbres, sus preocupaciones. También quedan atrás nuestras identidades complicadas, nuestras máscaras. Ya nada de eso sirve porque para andar sólo se necesita el cuerpo. Ni el saber ni las lecturas ni las relaciones van a ser útiles: bastan las dos piernas y dos ojos para ver.
Andar, irse solo, ascender montañas o atravesar bosques. No eres nadie para las colinas ni para las grandes masas forestales. No eres ni un rol ni un estatus, ni siquiera un personaje, sólo eres un cuerpo, un cuerpo que nota las piedrecillas del camino, la caricia de las hierbas más altas, y el frescor del viento. Cuando se anda, el mundo ya no tiene ni presente ni futuro. Ya no queda más que el ciclo de las mañanas y de los atardeceres. Hay que hacer lo mismo cada día, andar. Pero el que andando se maravilla (el azul de las piedras bajo la luz de un atardecer de julio, el verde plateado de las hojas de un olivo a mediodía, las colinas violetas por la mañana) no tiene ni pasado, ni proyectos, ni experiencia. En él está el eterno niño. Andando no soy más que una simple mirada.
"En el bosque, un hombre deja sus años como una serpiente su antigua piel, y sea cual sea el período de su vida en este momento, siempre es un niño. En el bosque se encuentra la juventud eterna... Siento que nada puede pasarme, ni infortunio, ni desgracia que la naturaleza no pueda reparar puesto que tengo mis ojos. De pie sobre la tierra desnuda, la cabeza bañada en una alegre atmósfera, elevándose en el espacio infinito, todos nuestros egoísmos y mezquindades, desaparecen. Me transformo en una pupila transparente, no soy nada y veo todo" (R-W Emerson, "Naturaleza")
Con sus sacudidas la Naturaleza nos despierta de la pesadilla del hombre....
Cuando voy en coche a veces me paro, hay paisajes, contemplo la línea pura de las montañas, soy transportada a fascinantes desiertos, atravieso increíbles bosques. A veces me paro, doy algunos pasos, hago una foto. Me enseñan y detallan; el nombre de los árboles, la forma de las plantas, el revés de los relieves. También el sol quema, los colores son igual de brillantes, el cielo igual de generoso.
Pero andar impregna. Andar interminablemente, hacer pasar por los poros de la piel la altura de las montañas cuando se les enfrenta durante largo tiempo, respirar durante horas la forma de las colinas bajándolas lentamente. El cuerpo es moldeado por la tierra que pisa. Y progresivamente ya no está en el paisaje, es el paisaje. No se trata de una disolución como si el que anda se desvaneciera y se transformara en una simple inflexión, una línea suplementaria. Porque en él de pronto se ilumina esta relación. Es como un instante que estalla. Un fuego brusco: el tiempo se enciende. Sentimiento de eternidad, de golpe la vibración de la presencia. La eternidad aquí, como una chispa...