En 2016 se celebró en Nueva York una exposición de arte
invisible. Su numeroso público miraba las paredes como si no estuvieran vacías;
alguno las contemplaba con gesto de aprobación, con los brazos cruzados y
apoyando el mentón en una mano. La artista, Lana Newstrom, declaró a la prensa
que el hecho de no poder ver nada en ella no significaba que no hubiese
dedicado horas de trabajo a la creación de las piezas invisibles o que la obra
no existiera, pues existía en su imaginación. Recientemente hemos conocido las
esculturas inmateriales de Salvatore Garau (dice que ya ha hecho nueve, pero
como si dice que son noventa), que asegura que basta con que él, el artista, señale
un espacio vacío y nos asegure que ahí, aunque nada veamos, hay una escultura.
Dijo Kant: “Cien táleros reales no contienen más que cien
táleros posibles. [Sin embargo] yo soy más rico con cien táleros reales que con
un simple concepto”. Salvatore Garau es más rico con los 18.000 dólares reales
que le pagaron por una escultura que se reduce a concepto (¿cómo no se le
ocurrió al comprador pagar con dólares conceptuales?). El arte invisible o
inmaterial (el límite radical del arte conceptual) es como el traje invisible
que confeccionan Guido y Luigi Farabutto para el Emperador en el cuento de
Andersen. No hay arte si no se manipula la materia. Sin agujas, tejidos, hilos
y manos que sepan coser, no hay traje que tape las vergüenzas del emperador.
Una obra de arte no lo es porque la produzca el artista; al
contrario, el artista sólo es artista cuando produce una obra de arte. Las
esculturas inmateriales de Salvatore Garau o las pinturas invisibles de Lana
Newstrom no son obras de arte porque ellos sean artistas; Lana y Salvatore
dejan de ser artistas cuando crean arte invisible (creado ex-nihilo, como
crearía Dios) y ponen todo su arte en explicarnos con detalle en qué consiste. Goethe dijo a un escultor:
“Escultor, trabaja y no hables”. Yo digo: “Si sólo hablas y no esculpes, no eres
escultor”. Para que una escultura o una pintura produzcan significado es
necesario manipular una realidad material que tiene unas cualidades propias.
Para comprender el sentido de una obra de arte es necesario percibir esas
cualidades, la realidad sensible que la fundamenta. De una escultura inmaterial
podemos percibir sensiblemente lo que su autor nos cuenta de ella: palabras
habladas (oídas) o escritas (vistas). Pero entonces no es la escultura
inmaterial la obra de arte, sino lo que de ella nos dice su autor; su significado
no se encuentra en ella, sino en las palabras que aluden a ella. La obra de arte
invisible consiste, pues, en las palabras que necesariamente la acompañan; sólo
percibimos su título (“Afrodita llora” o “Yo soy” son dos de los nombres con
que Garau titula sus ¿nueve o noventa? obras) y lo que su autor nos explica de
ella. En definitiva, son las palabras las que nos permiten diferenciar una pieza de otra, una invisibilidad
de otra. Nuestra sensibilidad, que es física, material, corpórea, debe ser
impresionada por algo físico, material, corpóreo.
Todos los artefactos que existen son obra de la
razón humana que opera sobre la materia sensible, ya sean científicos,
artísticos o técnicos (ya sea un teorema, un poema o una hoguera). La filosofía
ha solido desvincular la razón delcuerpo y la sensibilidad, determinando una
racionalidad meramente conceptual. Pero la razón humana -sostiene el filósofo
español Xavier Zubiri- está fundada en algo más modesto pero más decisivo: la
percepción sensible de las cosas como siendo “de suyo”, como teniendo en
propiedad las cualidades que percibimos en ellas. El ser de una aguja reside en
coser, pinchar, etc. Esto es innegable, dice Zubiri, pero no es lo primero y radical, porque si puedo coser o pinchar con ella es porque
tiene cierto tamaño, forma y composición: no puedo coser con una canica. El
coser de la aguja es su “para mí”, pero la realidad de la aguja no consiste en
coser, sino en tener “de suyo” tales o cuales propiedades que me permiten coser
con ella (propiedades que no dependen de que yo utilice la aguja). Las cosas
siempre son para mí instrumento, pero sólo porque lo que es “de suyo” me
permite utilizarlas como tal. Esto quiere decir que las cosas son reales antes
de ser percibidas por mí, y sólo por ello puedo percibirlas como reales, y sólo porque las percibo en forma de realidad puedo significarlas y
añadirles propiedades, es decir, puedo crearlas, darles un sentido que de suyo
no tienen. Las cosas, pues, tienen para nosotros dos dimensiones inseparables:
tienen realidad y tienen sentido, son “de suyo” y son “para mí”. Y el ser para
mí implica siempre libre creación, pero libertad relativa, condicionada: de la
misma manera que la naturaleza no puede hacer surgir la vida de un átomo de
carbono, el ser humano no puede fabricar una aguja de agua. Ocurre, además, que
la tradición cultural en la que cría al individuo también pone límites.
El contexto histórico cierra posibilidades que virtualmente están abiertas: el artista que talló la Venus de Willendorf tenía capacidades
físicas y mentales para esculpir la Venus de Milo, pero no contaba con las
posibilidades históricas para hacerlo efectivamente.
¿Y qué tiene todo esto que ver -se preguntará quien haya
llegado hasta aquí- con esta exposición? Mucho –respondo-, en tanto que me
sirve para ilustrar las virtudes que sobresalen en el proyecto Entretela de
Isabel Cabello: la armonía entre concepto y realidad material; la coherencia
y potencia plástica con la que ha sabido plasmar un ámbito de realidad
concreto; y el valor, la pasión y la capacidad de trabajo necesarios para
embarcarse en un proyecto de esta envergadura. Es la configuración final de la materia
la que tiene que aprobar o reprobar la obra proyectada por la mente del
artista, y buena parte de las obras conceptuales no dejan de ser proyectos cuya
materialización expresa mucho menos que su explicación (algunos no expresan
nada sin ella). En Entretela hay una presencia rotunda de la materia que el
arte invisible niega. Es notable en cada pieza una preocupación formal y una
manipulación cuidadosa de los materiales que están a mil leguas del propósito
de adornar visualmente matracas teóricas, reflexiones supuestamente
trascendentales, o simples provocaciones no demasiado ingeniosas (me ha venido
a la cabeza el plátano pegado a la pared con cinta adhesiva de Mauriccio
Cattelan… Dicho esto, el arte conceptual también nos ofrece imágenes sugerentes
y metáforas sorprendentes de hondo significado). Los cuadros de Isabel Cabello
no necesitan textos explicativos que expresen más que los cuadros mismos. Pero
tampoco son puro formalismo. Precisamente la segunda gran virtud de esta obra
radica en la adecuación entre lo expresado y la forma de expresarlo, en la coherencia y
potencia plástica con que Isabel Cabello ha sabido plasmar un ámbito de
realidad concreto.
En cuanto a la forma, no sería un despropósito etiquetar
estas piezas bajo el rótulo ready-made (obras compuestas por objetos sacados de su
contexto original). Pero es insalvable el abismo que se abre entre el origen
(un urinario, un taburete, una rueda de bicicleta) y el destino de La Fuente o Rueda de bicicleta de Duchamps. En Entretela, al contrario, los objetos (telas, prendas, piezas
de crochet, bordados y encajes, algunos originales de los años cincuenta)
consiguen evocar con fuerza su ámbito de origen. Hay algo mucho más difícil que
reproducir objetos o figuras: plasmar ámbitos de realidad, encarnar un mundo y
que los demás puedan verlo. Una obra de arte es más valiosa cuanta más
capacidad posee de remitirnos a las realidades más valiosas de nuestra vida. Entretela encarna un ámbito de realidad: la vida de las mujeres
en el mundo rural andaluz vista por los ojos de una niña. Rilke decía que la
verdadera patria del hombre es la infancia, y se puede decir que al adulto
siempre le aflige la nostalgia de esa patria de la que fue expulsado y a la que
nunca volverá. En este caso, nostalgia doble: por la infancia perdida y por ese
mundo de Entretela que se estaba yendo cuando éramos niños y ya se ha ido
para siempre.
Isabel Cabello podría haber representado convencionalmente
esa realidad pretérita. Podría haber pintado a las mujeres de su familia
cosiendo, lavando, cocinando… en definitiva, realizando esas operaciones en
gerundio. Pero ha preferido -y ha hecho bien, puesto que en ello radica la
singularidad y el valor de su obra- evocar esas operaciones realizadas en el
pasado a través de objetos que portan su huella profunda. Son las cosas las que
manifiestan la presencia de las personas ausentes. En lugar de retratar a su
abuela cosiendo, ha recogido y recosido lo que su abuela cosía, y con ello ha
realzado la presencia de su abuela. Así, el ámbito de realidad que plasma la
obra queda íntimamente ligado a los materiales que la componen. Ocurre lo mismo
con los colores: el blanco (de las paredes encaladas, de las sábanas tendidas
al sol), el negro y los grises (el luto), los rojos que contrastan... Un mundo
sobrio materializado con sobriedad.
Una actitud característica de
muchos artistas contemporáneos es el adanismo, la manía de creer que con ellos
empieza lo bueno, que el pasado es un lastre del que desembarazarse. La
originalidad y la provocación se convierten entonces en los motores de la
creatividad. Es cierto que el arte contemporáneo debe ser original, y que siempre
va a escandalizar a los reaccionarios, pero originalidad y provocación deben
ser efectos colaterales del arte, no su finalidad. Hay que buscar la
originalidad, claro, pero no a costa de romper con un pasado que -nos guste o
no- sostiene el presente, no a costa de sacrificar lo que de valioso hay en él.
Distinguía
Ortega y Gasset entre ideas y creencias: las primeras se tienen, en las
segundas se está. Las creencias son las ideas arraigadas, el suelo fértil donde
depositar la semilla de las ideas nuevas. Extrapolando estos conceptos al mundo
del arte, mejor que arrasar con el pasado sería que el artista acoplara su
inteligencia y sensibilidad a los repertorios estéticos que hereda (el conjunto
de formas, materiales y haceres coherentes entre sí y relativamente estables
que le permiten expresar su sensibilidad). Las creencias nos impulsan a repetir
y recrear lo ya conocido; las ideas son las que nos permiten improvisar,
inventar, experimentar. El equilibrio entre ambas es fundamental, pues algo que
resultara totalmente novedoso acabaría siendo absolutamente incomprensible
(pero como no hay nada totalmente novedoso no hay nada absolutamente
incomprensible). Si introducimos ideas nuevas sin tener en cuenta las creencias
en las que deben arraigar, hay una alta probabilidad de que no funcionen (las
esculturas inmateriales parecen funcionarle muy bien a su autor, pero dudo
mucho que les funcionen a sus espectadores). Y si no introducimos ideas nuevas
(por miedo a romper la estabilidad de las creencias) no avanzamos, nos quedamos
-como en el Antiguo Egipto- haciendo siempre lo mismo.
Antes de ver los cuadros, había leído el texto de
presentación de Entretela. Luego, al verlos, me llamó la atención una
frase: “[Este proyecto es] un camino sin filtros, donde la desnudez de los
sentimientos…”. El impulso inicial que activa la voluntad puede ser oscuro,
impreciso, fugaz: “sonidos, olores, e imágenes de mi niñez”. Pero la obra se
resuelve haciéndola, manipulando una materia que impone siempre sus condiciones,
hasta conseguir -filtrando mucho, trabajando mucho, con pasión y atrevimiento-
el resultado buscado. La creación de una obra requiere y carga sobre ella la
experiencia de toda una vida, el trabajo de toda una vida. Pero de esto el
autor no es consciente… es algo que anda por ahí, y cuando es preciso sale (o
no). Ahora bien, del trabajo empleado en el momento preciso de creación sí que
es consciente el artista. Entretela no es efectista, no es fácil, no es fullera;
los elementos que la integran tienen su porqué, su posición dentro de una
estructura, tanto plástica como narrativamente. Hay mucho trabajo, del de
verdad, no del trabajo invisible que ha ocupado taaaaantas horas a Lana
Newstrom y Salvatore Garau. Y por eso el resultado obtenido es bien visible.
Espero y deseo que la recompensa sea digna del resultado, porque lo merece.
José Javier Villalba Alameda