Los “cazadores de estrellas” viven de noche,
escudriñando la inmensa oscuridad del firmamento, al acecho de nuevas
luminarias que inmortalicen sus nombres; audaces biólogos persiguen
incansablemente, hasta los lugares más
remotos, especies animales o vegetales hasta ahora desconocidas; los más
intrépidos fotógrafos se adentran en el corazón de los tornados, en busca de una
imagen verdaderamente inédita; las “reinas del barroco”, Cecilia Bartoli y Simone
Kermes, rivalizan en presentar en primicia las más deslumbrantes arias,
encontradas en geniales partituras dormidas, durante centurias, en polvorientos
anaqueles … Los ejemplos podrían multiplicarse hasta el infinito y nos revelan,
sin lugar a dudas, que al ser humano le apasiona la aventura de la búsqueda y
el hallazgo.
A mi modesto
nivel, lo que me atrae como un poderoso imán es vislumbrar la figura de grandes mujeres ocultas en la sombra, olvidadas por
la historia oficial pero a cuyo desarrollo contribuyeron desde su forzosa
oscuridad. A las pioneras que hoy os quiero presentar, consideradas como las
mayores cazadoras de fósiles conocidas, también las arrastraba la locura por el
descubrimiento, que les llevó a realizar significativas aportaciones científicas
durante esa prodigiosa primera mitad del siglo XIX, cuando casi todo estaba por
escribir en las nuevas disciplinas de la biología y geología. Me sentiré dichosa si esta entrada sirve, en
alguna medida, para que sus logros se abran un hueco en nuestro almacén de
conocimientos.
1.Gabinetes
de maravillas
Hasta el
siglo XVIII, una lectura literal del Génesis y las genealogías bíblicas había
forjado la incuestionable opinión de que la tierra había sido creada por Dios tan solo unos 6.000
años antes. Para ser exactos, el atardecer del sábado 23 de octubre del año
4004 antes de Cristo, según el concienzudo cálculo realizado por el obispo
irlandés James Ussher en 1650. Se creía que todas y cada una de las especies
habían existido sin cambios desde la Creación, ordenadas jerárquicamente, según
su grado de perfección respectiva, en la “Gran Cadena del Ser”, que se elevaba
desde los organismos más simples en la base hasta la cúspide ocupada por el
hombre, sin faltar ni un solo eslabón en el plan preconcebido por la divinidad.
El hallazgo ocasional de fósiles no lograba perturbar esa tranquilizadora
visión estática de la Naturaleza. Inicialmente fueron considerados ludus naturae, caprichosas
cristalizaciones minerales, no restos de seres vivos. En los siglos XVI y XVII
formaron parte de un exquisito coleccionismo por parte de nobles y estudiosos,
exhibiéndose en los que se denominaban como “Gabinetes de Curiosidades” o, con
el sugerente nombre alemán, Wunderkammern
o “Cuartos de maravillas”. Antecedentes de nuestros museos, en ellos se
atesoraban obras de arte e instrumentos científicos junto a raros insectos,
conchas y fósiles, a veces asociados a seres mágicos como el dragón. Esa moda,
extendida por toda Europa, propició un intercambio de conocimientos que sentaría
las bases para el desarrollo posterior de la ciencia moderna.