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viernes, 19 de agosto de 2011

SUDAR NOS CONVIRTIÓ EN HUMANOS






Tendemos a pensar que la secreción sudorípara es una enojosa pervivencia de nuestro origen animal. La cirugía estética ha encontrado en ella un nuevo filón: bótox para “adormecer” las molestas glándulas. Y, sin embargo, no somos conscientes del fundamental papel que han jugado en la evolución de nuestra especie. Para Nina Jablonsky, antropóloga de la Universidad del Estado de Pennsylvania, el incremento de las glándulas sudoríparas, correlativo a la pérdida del pelo corporal, podría haber sido un requisito condicionante para el desarrollo del cerebro grande que caracteriza al género Homo.
La cuestión remite al estudio de los diferentes sistemas de regulación de la temperatura corporal en los mamíferos, problema clave pues, por encima del umbral crítico (en los humanos se sitúa en 40º), los procesos bioquímicos de las células comienzan a fallar y algunas proteínas pierden su estructura. El riesgo de sobrecalentamiento, por otro lado, se acentúa con el ejercicio físico.
Las soluciones presentes en las diversas especies son siempre respuestas óptimas de adaptación al medio: la escasa actividad diurna de los felinos, el jadeo de los cánidos… Sin embargo, ese jadeo interfiere en la respiración, restándole eficacia. Por ello, animales muy veloces en el sprint pueden manifestar una escasa resistencia a la carrera mantenida. Aprovechando tal debilidad, los aborígenes australianos consiguen dar caza a los veloces canguros tras perseguirlos durante horas, hasta que sus presas se desmayan por el exceso de calor corporal.
La respuesta adaptativa del hombre es diferente: está cubierto de millones de glándulas sudoríparas, cuya función es disipar la mayor cantidad posible de calor a través del sudor, efecto que también se refuerza mediante el contacto directo de la piel con el aire. Con ambos procedimientos se mantienen frescos la superficie corporal y el cerebro, que resulta ser un órgano extremadamente termosensible.
En el caso de los chimpancés - rama de las que nos separamos hace unos 8 millones de años-, el cuerpo se halla cubierto de un denso pelaje, que cumple la función de protección contra los rasguños y la radiación solar, así como de aislante contra la humedad, el frío y el calor. Por otro lado, los chimpancés permanecen la mayor parte del tiempo protegidos del sol bajo las copas de los árboles, por lo que la capacidad de sudoración no resulta especialmente relevante para dicha especie. Lo mismo sucedía con los primeros homínidos, que comenzaron su andadura evolutiva en cerrados espacios boscosos. Su paso a otros entornos más secos, por el cambio climático acontecido hace dos millones de años, supuso un reto medioambiental decisivo, pues quedaban expuestos a una mayor radiación solar y sometidos a una vida más activa, tanto al huir de sus predadores como durante la persecución de sus propias presas.
En el curso evolutivo, nuestros ancestros experimentaron una decisiva ampliación del tamaño de la caja craneal: por una parte, por la disminución de la musculatura de sujeción de la cabeza al cuerpo, al pasar a la postura erguida; y, por otra, por la reducción del aparato masticatorio gracias al cambio a una dieta rica en proteínas. Ello permitió el crecimiento del cerebro. Pero su volumen progresivamente más grande, que facilitó a las especies predecesoras abordar más acertadamente aquellos radicales desafíos a la supervivencia, también exigía una mayor refrigeración. Por tanto, un menor vello corporal y un incremento en el número de glándulas sudoríparas pudieron haber interactuado, en sistemas verdaderamente complejos de mutua potenciación de los factores concurrentes, para hacer posible el espectacular desarrollo del cerebro desde los primeros australopitecinos hasta el género Homo.
El problema reside en que los científicos todavía desconocen cuándo se produjo exactamente esta novedad adaptativa. Sí pueden constatar que hace 3,9 millones de años, los Australopithecus afarensis- especie a la que pertenece la célebre Lucy-, estaban físicamente mal adaptados a la carrera en bipedestación, por lo que una piel especialmente hidratada y ventilada no constituiría una vital necesidad para los mismos. En cambio, sí debió de serlo para el Homo erectus, hace unos dos millones de años, permitiéndole emigrar desde África hasta el Sureste asiático merced a su capacidad para recorrer largas distancias, como ponen de relieve el biólogo Dennis Bramble, de la Universidad de Utah, y el paleoantropólogo Daniel Lieberman, de la Universidad de Harvard. Entre ambos hitos, lógicamente, debió de mediar un proceso de desarrollo, ya fuera éste abrupto o progresivo.
Para la solución de este enigma resulta crucial el descubrimiento, en abril de 2010, de una nueva especie, denominada Australopithecus sediba, que aparece publicado en el número de agosto de National Geographic (Vol. 29, nº 2). El artículo, cuyo autor es Josh Fischman, se titula "Medio mono medio humano".
Los restos se han encontrado en el yacimiento de Malapa, cerca de Johannesburgo, en unas pozas de agua que han conservado, en excelente estado, esqueletos muy completos de varios individuos, cuya datación se sitúa en 1,98 millones de años. Para su descubridor, el paleoantropólogo Lee Berger, se trata de una especie transicional por su combinación de rasgos primitivos y modernos: un cerebro pequeño (420 cm³), similar al de un chimpancé pero ya con la acusada asimetría entre los hemisferios derecho e izquierdo que distingue al cerebro humano; cuerpo menudo pero piernas más largas que el A. afarensis, signo indudable de su mayor aptitud para la marcha; calcáneo primitivo junto a una mano con agarre de precisión…
La extraordinaria relevancia de este descubrimiento- que para Berger representa “la piedra de Rosetta del origen del género Homo”-, reside en el gran número de huesos hallados en el yacimiento, mientras que suele decirse que, hasta llegar a los neardenthales, los restos que conservamos de las diferentes especies apenas llenarían una caja de zapatos. La razón es sencilla: en época de lluvias, el agua llegaba hasta la superficie del manantial. Con las sequías, aquellos homínidos debían aventurarse en el interior de las cuevas buscando el acuífero, cayendo a veces por pozos verticales de hasta 50 metros. Los cuerpos quedaban rápidamente sepultados bajo una gruesa capa de arena y arcilla en esas trampas mortales sudafricanas. Por la rapidez del enterramiento, las partes blandas tardaban más tiempo en descomponerse, hasta el punto de que un cráneo y una mandíbula conservan parte de la piel o, al menos, su huella fosilizada, hecho verdaderamente insólito en la historia de la Paleoantropología. Para Nina Jablonski tal transcendental descubrimiento abre la puerta a verificar cómo reaccionaban al calor aquellos australopitecinos, tanto por la densidad de glándulas sudoríparas como por la pilosidad facial. En un artículo publicado el pasado año, bajo el título "El origen de la piel desnuda", la misma autora afirmaba que la ausencia de pelo corporal también tuvo una transcendental influencia en las relaciones sociales- la intensidad y complejidad de las cuales aceleró exponencialmente el desarrollo de nuestra especie-, al crear sistemas de comunicación puramente epidérmicos como el rubor, las expresiones faciales, la pintura, los cosméticos y los tatuajes. Toda una nueva línea de investigación llamada a revolucionar nuestra comprensión del hipercomplejo proceso de la hominización.