Cada vez me resultan más ridículos esos nietzscheanos postnihilistas que, por desesperar del otro mundo, santifican la Vida y
divinizan la Tierra. Podrían ilustrarse un poco y desilusionarse de su nueva fe
leyendo un buen manual de parasitología.
La esencia de la vida no tiene nada de santa, nada que ver
con la caridad cristiana, ni con la solidaridad comunitaria, ni con la
compasión budista. En realidad, la evolución de la vida parece no contar con
finalidad alguna, y por consiguiente carece por completo de ética. Ni siquiera es cierto que siempre sobrevivan los más inteligentes. La vida se
abre paso, casi siempre, por no decir siempre, a costa de otras vidas, como puede, más acá
del bien y del mal.
Si usted no está de acuerdo, le sugiero que lea El encantador de saltamontes, de David
G. Jara (Ed. Guadalmazán, 2015), amenísimo libro de divulgación científica
centrado en los casos más sonados y mejor conocidos de parasitismo.
En seguida que comencé a navegar sus páginas se me ocurrió
la idea de extrapolar estos casos a nuestro mundo social, en el que el
parasitismo ejercido por bípedos implumes sobre bípedos implumes adquiere
formas tan diversas como ingeniosas, salvo que los seres humanos, al contrario
que otros bichos o a diferencia de los hongos, podemos tomar conciencia de que
estamos parasitando o siendo parasitados, aunque casi siempre una de las
habilidades del parásito, natural o social, sea pasar desapercibido para
nutrirse, como todos los pícaros y cucos, de las energías y el trabajo ajeno, es decir, del pobre y
desapercibido hospedador.