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El autor de esta entrada, delante de la tumba de Adam Smith en Edimburgo (Canongate Kirkyard) |
En La Teoría de los sentimientos morales de Adam Smith
Al filósofo escocés Adam Smith se le suele recordar
principalmente por su contribución a la historia de la economía política, y más
concretamente como apóstol del utilitarismo liberal. Sin embargo la sexta y última
edición que vio en vida de su Teoría de
los sentimientos morales, revisada el año de su muerte (1790), rebosa
desprecio por lo que el autor veía como el creciente egoísmo economicista de su tiempo. Fue
su Teoría de los sentimientos morales
(1759), y no su doctrina sobre la riqueza de las naciones, la que estableció su
reputación como filósofo en toda Europa. Durante el siglo XVIII, dicha obra,
que el propio Smith consideró siempre como superior a La Riqueza de las naciones fue traducida al francés tres veces, al alemán dos veces, y fue reeditada nada
menos que veintiséis veces en inglés entre 1759 y 1825. Leída y comentada por
los más eminentes filósofos de la ilustración -incluido Kant- fue objeto de análisis
(y refutación) por filósofos como Victor Cousin hasta bien entrado el siglo
XIX.
El renacimiento del interés por la
Teoría de los sentimientos ha tenido que ver con la fascinación por
la metáfora de
la mano invisible, que
describe el mecanismo de asignación óptima de recursos en una economía de libre
mercado, y que se desarrolla incluso con más detalle en la cuarta parte de esta
obra (
Del efecto de la utilidad sobre el
sentimiento de aprobación) que en la
Riqueza
de las naciones.
Lo cual no deja de ser una reducción sorprendente y empobrecedora, pues la
teoría de la inteligencia emocional, el valor de la educación sentimental y el
énfasis pedagógico actual en el concepto de empatía, podrían hallar en la obra
del escocés filón inagotable para sus propósitos, tanto teóricos como prácticos.
Adam Smith fue un hombre extraordinariamente moderado y
sensato. Para nuestro filósofo el derecho debía estar íntimamente vinculado a
la moral. Smith no fue un utilitarista tan absoluto como se suele pensar, sino
más bien un estoico que ensalza la frugalidad y la laboriosidad, y desprecia
las riquezas materiales
; ni siquiera fue partidario
de la desaparición de los aranceles, sino de su moderación y reforma. Pensaba
que se podría vivir sin beneficencia, pero no sin justicia. De hecho, el
control de las pasiones en el plano moral es el análogo al control del mercado
en el plano económico. Cada persona debería poder actuar libremente en el
mercado,
siempre y cuando no viole las
leyes de la justicia. Según su amigo y biógrafo Dugald Stewart, Smith
declaró que el camino que cualquier país debe seguir para desarrollarse deberá
fundamentarse en: paz, impuestos moderados y una tolerable administración de
justicia. Por desgracia, y aunque Smith no concibiera nunca la economía
separada totalmente de la moral,
La
Riqueza de las naciones se convertiría con el tiempo en el punto de partida
de una ciencia autónoma que reivindicaría su absoluta independencia de la
moral, y en un panfleto del liberalismo sin matices, con el resultado que
estamos viendo y padeciendo…
Contra Hobbes y Mandeville, Smith no piensa que el hombre
sea un lobo, ni un egoísta redomado, más bien concibe la sociedad
como un espejo, puesto que el ser humano
no sólo quiere ser aprobado por los demás en lo que hace, sino ser
aprobable.
Es decir, en general ansiamos hacer las cosas bien, aunque no nos aplaudan por
ello. Ello es así porque, en función de nuestras relaciones con los demás,
llevamos o formamos dentro de nosotros, en nuestro corazón, un espectador imparcial,
juez insobornable de cuanto realizamos. Ese espectador recuerda al
demon socrático, y de hecho, Smith llega
a llamarle “semidios” (“el gran recluso, el egregio semidiós dentro del pecho”
). El espectador imparcial
resulta de un desdoblamiento de la personalidad y es fruto de la imaginación, o
sea, de nuestra capacidad simpatética para ponernos
en lugar de los demás. La simpatía con las motivaciones
de las personas constituye
la base de nuestra aprobación moral de su conducta. Para Smith, el amor propio
(
self-love) es muy diferente del
egoísmo (
selfishness) y es compatible
con la simpatía. Por eso, el buscar que nos estimen es tan natural como
legítimo, y no debe ser confundido con la vanidad.
En la línea de toda la escuela escocesa moderna, David Hume
y Adam Smith, que fueron íntimos amigos y frecuentes corresponsales, quisieron
naturalizar el estudio de la moral, la
política y la sociedad, descubriendo los mecanismos que explicaban la conducta
humana, del mismo modo que Newton había descubierto los simples mecanismos que
regulaban las relaciones entre los planetas y las estrellas. No obstante, la
teoría de Smith es menos mecanicista y materialista que la de su amigo Hume,
con el que sin embargo contrajo otras deudas filosóficas. Y por supuesto, Smith
es mucho más cauto que su amigo en la expresión de sus sentimientos -o ausencia
de sentimientos- religiosos. Precisamente, Smith se aparta de Hume porque no
cree que sólo la
utilidad pueda dar
cuenta de la conducta humana. Tampoco sólo el principio de
benevolencia de Hutcheson (su profesor y antecesor en la cátedra de
Glasgow
). Para Smith, los
verdaderos principios de la moral tienen que ver con la
simpatía y el
espectador
imparcial que todos llevamos dentro. En la línea del empirismo y
psicologismo británico de la época, se trata de una causa natural y de una razón
psicológica: es el amor a lo honorable, el aprecio a la dignidad de nuestra
propia personalidad lo que nos mueve a ser correctos y a realizar conductas
apropiadas en cada circunstancia.
Igual que se considera a Hume un ilustre precedente del
movimiento analítico, habría que considerar a Smith como un antecedente
extraordinario de análisis de la emotividad humana en su relación con la
conducta moral y ayudándose muchas veces de un fino análisis de los usos
corrientes del lenguaje. Me ha impresionado sobremanera el fino análisis que en la
parte VI de la Teoría de los sentimientos,
cuando trata del carácter de la virtud y se refiere a la continencia, hace
Smith de la autoestima, de sus
excesos y defectos. Y, muy particularmente, de la distinción que realiza entre
el orgullo y la vanidad.
Es tan agradable pensar bien de nosotros mismos y tan
desagradable pensar mal, que para cualquier persona será preferible un exceso
de autoestima que un defecto de amor propio. Sin embargo, al espectador imparcial y a las
otras personas las cosas les parecerán muy distintas, pues siempre resultará más
agradable, en los demás, un defecto de autoestima que un exceso, ya que
soportamos mal a quienes nos imponen su superioridad –o lo que ellos creen que
es su superioridad- porque su autoestima mortifica la nuestra. Es nuestro
orgullo y vanidad lo que nos impele a acusar a otros de orgullo y vanidad
.
Calculamos nuestros méritos según dos patrones diferentes.
Uno es la idea de la exacta propiedad y perfección, en la medida en que somos
capaces de elevarnos hasta esta noción
. El otro es el nivel de
aproximación a esta idea que es alcanzado por el mundo. Nos juzgamos en función
de estos dos patrones: el ideal, por un lado, y el qué pensarán o dirán los
demás.
En la medida en que atendemos al ideal no podemos sino
sabernos débiles e imperfectos, comprendiendo, como comprende el sabio, que
nunca hay el menor motivo para la arrogancia y la presunción, y sí para la
humildad y hasta para el remordimiento y la contrición. Pero cuando miramos
hacia el patrón medio y mundano, bien podemos sentirnos por encima o por debajo
de lo normal. En cada uno de nosotros hay un espectador ideal, un ilustre juez
y árbitro de la conducta, aunque el sabio adquiera de este “semidiós”
un perfil más nítido y
acusado, procurando en todo la asimilación en su propio carácter de ese
arquetipo de perfección. En efecto, al
juzgar nuestra conducta desde ese ideal de perfección, siempre hay razones para
la modestia: “¿quién es tan perfecto como para carecer de bastantes superiores
en muchos aspectos diferentes?”. Por eso el gran artista siempre percibe la
imperfección de sus mejores creaciones y sólo el artista menor está plenamente
satisfecho con sus logros. Y por eso la injusticia de los demás jamás incita al
sabio a ser injusto
.
Sin embargo, la atención del común de las personas no está principalmente
dirigida hacia el patrón ideal, sino hacia la perfección ordinaria, lo que les
dota de un escaso sentido de sus propias carencias e imperfecciones. Todos los
grandes líderes, religiosos, militares o civiles, han sido orgullosos y
vanidosos, y han conseguido hacer pasar sus vicios y pasiones por carismas. Y
es esa excesiva autoadmiración del caudillo la que embauca y encandila a la
multitud hacia el perfil del charlatán, del impostor y del demagogo, tanto
civil como religioso, prueba de la facilidad con que el vulgo es engañado con
las pretensiones más extravagantes e infundadas del orgullo y la vanidad, en el
que miran y magnifican, como en un espejo deformante, sus miserables
pretensiones. Tal insolencia puede que tenga una función social positiva, pues
permite que las masas se embarquen en empresas extraordinarias, a las que no
acudirían motu proprio, a la vez que
fuerza su sumisión y obediencia. Smith cita los casos de Alejandro, Sócrates o
César. El primero fantaseó con ser un dios; el ateniense, a pesar de su enorme
sabiduría, creía recibir insinuaciones frecuentes y secretas de un ser
invisible y divino; y Julio César, a pesar de su incólume cabeza, remontó su
genealogía a la mismísima diosa Venus. El éxito y la popularidad trastornan
fácilmente a las mentes más ilustres. La admiración nos hace aceptable un
gobierno que sólo la fuerza irresistible nos impone.
Y es que la fortuna tiene una acentuada influencia sobre los
sentimientos morales de la humanidad y la sabiduría de Dios está presente
incluso en la flaqueza y locura del hombre, pues saca bien de mal. No obstante,
no podemos compartir ni simpatizar con la autoestima excesiva de las personas
en quien no detectamos ninguna superioridad nítida. Nos repugnan moralmente
tanto el orgullo como la vanidad.
Smith contrasta con sobresaliente sutileza el perfil del
hombre orgulloso y del vanidoso.
El orgulloso es sincero. Está convencido de su superioridad,
aunque en ocasiones resulte difícil adivinar en qué se funda. Ansía que los
demás le vean como él es, por eso
desdeña cortejar la estima ajena y prefiere humillarla. Por el contrario, el
hombre vanidoso no es sincero. En el fondo duda de su propia valía y por ello
busca el halago y el aplauso sin cesar. Adula para ser adulado. “Su vestimenta,
sus bienes, su modo de vida, todos proclaman un rango más elevado y una fortuna
más caudalosa que la realidad”.
El hombre orgulloso no siempre se siente a gusto en compañía
de sus pares, nunca halaga y a menudo no es cortés con nadie. Prefiere el trato
de los más humildes, frente a los cuales puede hacer valer con facilidad sus
altivas pretensiones. El vanidoso, al revés, corteja la compañía de sus
superiores, le encanta ser invitado a la mesa de los grandes, en la que hará
ostentaciones innecesarias con complacencia servil.
A despecho de sus insostenibles pretensiones, la vanidad es
casi siempre una pasión alegre y desenvuelta, y a menudo afable. Pero el
orgulloso es siempre grave, adusto y severo. Rara vez se rebaja el soberbio a
la vileza de la mentira, aunque cuando lo hace busca intencionalmente
perjudicar a otros.
Nuestro rechazo del orgullo y la vanidad nos suele equivocar
a propósito de la verdadera valía de las personas a las que juzgamos orgullosas
o vanidosas. Y puede que estemos equivocados en nuestro menosprecio, ya que muchas
veces el orgulloso y el vanidoso valen más de lo que pensamos, aunque no tanto
como el orgulloso piensa que realmente vale o el vanidoso desea que se piense
que vale.
El orgullo es a menudo acompañado de varias virtudes
respetables: veracidad, integridad, alto sentido del honor, amistad cordial y
firme, entereza y resolución. A la vanidad le pueden acompañar varias virtudes
afables: humanidad, cortesía, deseo de servir en los asuntos de poca monta e
incluso una genuina generosidad en los asuntos relevantes, aunque esa
liberalidad se despliegue espectacularmente, como un pavo real despliega su
cola.
En su tiempo –recoge Smith- los franceses eran tachados de
vanidosos, mientras que los españoles lo éramos de orgullosos, considerándose
al primer pueblo como afable, y al español como respetable.
Para profundizar en su análisis de ambos vicios, Smith entra
en el análisis semántico del lenguaje. Y así afirma que mientras que las
palabras “vanidad” y “vanidoso” carecen de sentidos positivos, las palabras “orgullo”
y “orgulloso” sí los pueden tener (también en español es esto cierto), y en
este sentido positivo, el orgullo (o la soberbia) pueden confundirse con la
aristotélica magnanimidad. En efecto, Aristóteles al retratar al magnánimo le
otorgó ciertas facetas que suelen atribuirse al carácter español: resuelto en
sus decisiones, pausado y hasta lento en sus actos, de voz grave, discurso
reflexionado, movimientos despaciosos, aparentemente indolente y perezoso, nada
dispuesto a dejarse agitar por menudencias, pero capaz de comportarse con una determinación
firme y vigorosa; sólo amante del riesgo y audaz para enfrentarse a grandes
peligros, con desconsideración hacia su propia vida.
Lo peor del hombre que se tiene a sí mismo por un dechado de
perfección es que desdeña toda mejora ulterior. El soberbio es –o se cree- autosuficiente.
Por el contrario, la vanidad puede ser un poderoso estímulo educativo. El gran
secreto de la educación –escribe Smith- consiste en dirigir la vanidad hacia objetivos apropiados. El educador no debe
permitir que el la vanidad del educando obtenga satisfacción conforme a logros
triviales, debe sin embargo adularla respecto al logro de los objetivos que son
verdaderamente importantes. Por eso, los educadores debemos estimular la
ambición del joven vanidoso, y no ofendernos demasiado si éste se da ínfulas un
poco antes de tiempo. La autoestima en la juventud es especialmente apropiada
incluso si es exagerada, pues una juventud demasiado modesta y carente de
ambiciones es frecuentemente seguida por una edad adulta insignificante,
quejosa e infeliz.
También puede suceder que el orgulloso sea a la vez
vanidoso, y el vanidoso orgulloso, pues es natural que quien tiene una
exagerada autoestima quiera que los demás también lo estimen exageradamente; o
que el humano que reclama servilmente más atención de los demás que la que él
mismo se presta, acabe pensando de sí mismo –sobre todo si alcanza cierto
éxito- mejor de lo que en realidad se merece. Como ambos vicios coinciden a
menudo en la misma personalidad, tendemos a confundir sus características “y a
veces encontramos la ostentación superficial e impertinente de la vanidad unida
a la insolencia más maligna y escarnecedora del orgullo”.
Los individuos superiores pueden a veces subestimarse más
que sobrestimarse. Tales personas ganan en el trato lo que pierden en dignidad,
pues todos nos sentimos a gusto al lado de las personas modestas y sencillas.
Pero éstas corren el riesgo del menosprecio público, pues los hombres de inteligencia no superior a la media nunca aprecian a un
individuo más de lo que éste se aprecia a sí mismo. Es frecuente que los
idiotas se crean más idiotas de lo que en verdad son. Cualquiera que se tome la
molestia de estudiarlos –dice Smith- se dará cuenta de que en muchos aspectos
sus capacidades no son menores que las de muchas personas a las que salva su
vanidad y orgullo pues, aunque sean tenidas por necias, no son consideradas
idiotas por nadie. Es decir, su elevada autoestima les libra de la
desconsideración del prójimo.
El nivel de autoestima que contribuye más a la felicidad y
alegría de la persona parece el más agradable al “espectador imparcial” que
todos llevamos dentro. El varón o la mujer que se aprecian como deben, y no
más, casi siempre obtienen de los demás la estima apropiada. No ambicionan más
que lo que merecen y están satisfechos con ello. El orgulloso y el vanidoso,
por el contrario, están siempre insatisfechos. El primero está atormentado por
la indignación, por lo que él piensa
que es el injusto estatus o rango alcanzado por otros. Mientras que el vanidoso
o la vanidosa sufren el pavor incesante de la vergüenza que sufrirían si lo insostenible de sus pretensiones
resulta descubierto.
Lo curioso es que aunque la antipatía que sentimos por
soberbios y vanidosos nos impulsa a menospreciarlos, rara vez los maltratamos,
salvo si nos ofenden personalmente. Nos conformamos, si hemos de sufrirlos como
jefes o compañeros, con acomodarnos lo mejor que podemos a su insensatez. Pero
con el individuo que se subestima -a no ser que seamos más generosos e
inteligentes que la mayoría- tendemos a ser injustos y hasta crueles, reflejando
o magnificando la injusticia que comete consigo mismo al no apreciarse en lo
que vale. El humilde está mucho más expuesto a la sevicia que el orgulloso y el
vanidoso. Por lo tanto, en casi todas las circunstancias y en cualquier
aspecto, es preferible ser un poco
demasiado orgulloso que un poco demasiado humilde. Es decir, que con respecto
a la autoestima, un cierto grado de
exceso resulta, tanto para la persona como para el espectador imparcial, menos
desagradable que cualquier grado de defecto.