Un cerebro humano –que no sea el de un neurólogo- no se preocupa de sus componentes físicos diminutos, esos miles de tipos de neuronas de los que apenas conocemos bien tres o cuatro, ni de cómo funcionan según extrañas fórmulas matemáticas. De un cerebro normal emerge, según sus predisposiciones y en un ambiente social propicio, y no sin conflictos y pugnas entre complejos emocionales y cognitivos alternativos, un gestor al que llamamos "yo". Ese yo que decide ver una serie televisiva, maneja un todoterreno, cría peces tropicales, paga la tarifa telefónica y eléctrica, se casa, decide tener hijos… Si trata de elaborar una explicación verosímil de su conducta, entonces el papel protagonista no correrá a cargo del hipocampo, ni de la amígdala cerebral, ni del cerebelo o la corteza, las glías o cualquier otra estructura física viscosa y ciega, sino que el protagonismo se lo atribuirá a un oscuro ente invisible llamado “yo”, "mente" o "alma", ayudado por otros misteriosos actores llamados “ideales”, “recuerdos”, “conceptos”, “creencias”, “intenciones, “amistad”, “empatía”, “lealtad”, etc. El yo tiene toda la razón. Cuando sufro un dolor de espalda agudo por causa de la protrusión de una vértebra cervical, no es el tálamo el que se duele, soy yo el que sufre y se lamenta y se tiende y decide ir al médico o tomar medicamentos. Por cierto que fue Descartes quien en 1664 describió lo que hasta la fecha aún se conoce como "vía del dolor." Ilustró cómo “partículas de fuego”, viajan al cerebro, y comparó la sensación de dolor con el sonido de una campana.
El yo no está hecho sólo de sensaciones placenteras y dolorosas más o menos reales, sino también de fantasías, como los cuentos que él mismo se cuenta acerca de su pasado y de su futuro. Es el más imprescindible de los mitos. Éstos lo constituyen más fundamentalmente que cualquier otra cosa, como su personal estructura narrativa.
Pues bien, en ese etéreo mundo, ajeno del todo a la neurología, el cerebro ha cedido casi por completo la autoridad al alma, cuyo gestor es eso "yo". Digo “casi” porque es evidente que el cerebro, y el sistema nervioso y endocrino en general, siguen siendo causa irresponsable de la actividad involuntaria (representaciones oníricas, delirios, ilusiones, alucinaciones), de los reflejos, la actividad “vegetativa” y de las reacciones emocionales inmediatas. Pero es el yo el que se percibe a sí mismo como motor e impulsor de la actividad anímica, de la fuerza y otras virtudes del carácter, de la energía del alma.
Tal vez ese actor protagonista no sea más que una representación, una “persona”, un actor, una imagen compleja nacida de una pasión anónima, una manera compacta, holística, de autorreferencia de millones de entes infinitesimales y de billones de invisibles transacciones químicas que cada segundo tienen lugar entre ellos. Puede también que ese yo no sea más que un teatro o un extraño bucle de autorrepresentación (Hofstadter), como un espejo borgiano en el que se refleja una figura de otro espejo hasta el infinito, una imagen fractal resultado de una presión evolutiva que forzó a ciertos cerebros muy grandes a hacer una evaluación cada vez más compleja y multinivel del entorno hasta que, al cabo de millones, incluso de miles de millones de años, el repertorio de categorías para las que esos cerebros disponían de respuesta se hizo tan rico que el sistema, como una cámara de vídeo, fue capaz de apuntar hacia sí mismo. Y ese diminuto destello de autorrepresentación resultó a la postre el germen de la conciencia, del “yo”, de ese gran motor en y de nuestros cuerpos, que se arroga con razón la responsabilidad última de su causalidad.
Físicamente, es cierto, soy un cuerpo, pero metafísicamente -también es cierto- tengo un cuerpo, y puedo quitarlo de en medio de un golpe y acabar con todo su dolor con sólo precipitarlo desde un quinto piso, porque a mí, ese “yo” me parece, con todo motivo, el responsable último de todas mis decisiones y de todos mis actos. Si se trata de una ilusión, resulta no obstante tremendamente eficaz y posee una increíble capacidad de supervivencia. Si no fuese así, mi amiga no apreciaría para nada el regalo que le hago por su cumpleaños. Queda naturalmente por explicar quien es ese mí (self) al que le parece que ese yo es el responsable de su vida anímica. A este respecto, Paul Ricoeur ha dicho cosas importantes en su Sí mismo como otro, a las que otro día me referiré, si el cuerpo aguanta.
Desde el punto de vista metafísico (o “mentalista”, que dirían los Damasio) ignoro por completo la física impersonal de esas microentidades que dibujó Ramón y Cajal y hacen funcionar el cerebro, pero se trata de una distorsión soprendentemente fiable y totalmente imprescindible (Hofstadter, Yo soy un bucle extraño, 13). De hecho, el “yo” de un físico de partículas o de un neurólogo no está menos arraigado que el de un novelista, un jornalero o un albañil. Nuestros conocimientos de física no pueden contrarrestar la larga experiencia acrisolada en la cultura y en el lenguaje. Así pues, los conceptos del “yo”, del alma o del espíritu, por su incomparable eficiencia, resultan un recurso explicativo indispensable y no un mero apoyo que pueda ser abandonado cuando tengamos los suficientes conocimientos científicos.
La idea de un yo aislado, individual, sí que me parece que debe ser desechada. En primer lugar porque me percibo a mí mismo a través del efecto que produzco en otros. Me alimento de la conversación; “amistad”, “amor” son algunos de los nombres románticos que puedo darle a esta interminable dialéctica de las almas. Córtese el intercambio de símbolos y se verá con qué rapidez el yo se deshace en la soledad y la locura (no conozco mejor descripción de este fenómeno que la que hizo el novelista francés Michel Tournier en Viernes o los limbos del pacífico). Se crea el yo, desde la segunda infancia y sobre todo en la adolescencia, bajo la atenta mirada de los demás. El reclamo de la atención ajena es por eso el “hambre” del alma, su apetito principal. O como dice Hofstadter, “mi autosímbolo va creciendo a partir de un vacío inicial”.
Dicho autosímbolo adquiere enseguida –antes de lo que suponía Jean Piaget- una capacidad de representación universal o una “universalidad representacional” gracias al uso de símbolos. Se trata de un poder tan extraordinario como misterioso: la capacidad para formar patrones que pueden ser percibidos como representación de algo, real o ideal, recordado o percibido, imaginado o soñado, pasado, presente o futuro, exterior o interior, patrones que tienen la misma forma o estructura de lo representado (isomorfismo). Esa facultad nos permite importar ideas y eventos sin haberlos tenido que experimentar.
Digan lo que digan los “animalistas”, existe un abismo insalvable entre mi perro y yo, entre los humanos y el resto de las especies. Eso que nos sitúa a parte, como seres limítrofes, que diría el desaparecido (in corpore que no in animo) Eugenio Trías, es naturalmente el alma, porque el repertorio de símbolos disponible se ha hecho en mí ilimitadamente extensible. Es el infinito a que apelaba Descartes para demostrar la existencia de Dios. Los sistemas que superan ese umbral de Gödel-Turing tienen la capacidad de modelar dentro de sí mismos a otros seres y de refinar esos modelos a lo largo del tiempo e incluso de inventar seres imaginarios sacándoselos de la manga, entre ellos, el ideal de sí mismos. Y no es necesario que sean novelistas para ello. Una vez superado este umbral, los seres con conciencia adquieren una insaciable ansia de conocer la interioridad de otros seres universales y por eso leen novelas, ven películas, se apuntan a redes sociales, se meten en la cabeza de otras personas, fagocitan las experiencias de sus semejantes.
“El ansia casi insaciable de absorber experiencias ajenas que crea la universalidad representacional se encuentra apenas a un paso de la empatía, en mi opinión, la más admirable virtud de la humanidad. ‘Ser’ otra persona de una manera profunda no consiste sólo en ver intelectualmente el mundo como ella y sentirse unido a los lugares y momentos que la modelaron; consiste en mucho más. Supone adoptar sus valores, asumir sus deseos, vivir sus esperanzas, sentir sus anhelos, compartir sus sueños, estremecerse con sus temores, formar parte de su vida, fundirse con su alma” (Hofstadter, op. cit. 17).
Somos nudos en una trama compleja de relaciones sociales en la que los muertos -cuyas almas siguen vivas en sus cuadros, partituras o escritos- también cuentan. La cultura no es más que un vasto diálogo con esas almas muertas a la vez que con las vivas e incluso con las que imaginamos que vivirán. La idea de una "economía sostenible", por ejemplo, no nace sino de ese tener en cuenta las almas de los que han de venir.
Si mantengo conversaciones francas e íntimas con otros seres humanos la interpenetración de nuestros respectivos mundos se hace tan grande que nuestros puntos de vista empiezan a fundirse. Mi alma se extiende por el alma de otra persona, habito su cabeza, me contagio de sus creencias y prejuicios. En diversos grados, los seres humanos vivimos dentro de otros seres humanos, sin tecnología neurológica alguna. “La interpenetración de almas es una consecuencia inevitable del hecho de que nuestros cerebros sean máquinas representacionales universales”. Este es para Hofstadter el verdadero significado de la palabra “empatía”. La capacidad de hacer nuestra, parcialmente, la interioridad y conciencia de otros seres es lo que marca la diferencia entre la magnanimidad de las almas grandes (con mucha consciencia) y la pusilanimidad de las criaturas con alma pequeña o del todo desalmadas. El sentido de la moral marca la consciencia de un ser.
"Un cerebro = un alma = un yo" es una ecuación demasiado simplista.
Primero, porque en ciertas almas hay varios "yoes" disponibles. Jung hablaría de varios complejos emocionales (y cognitivos) pugnando por la hegemonía. El más fuerte triunfa, pero puede ser derribado por otros en los fenómenos de conversión o discutido permanentemente por un rival (personalidades esquizofrénicas o bipolares).
Segundo, porque toda persona vive parcialmente en el cerebro de otra(s). Es un mito (en el mal sentido) la existencia de fronteras herméticas entre almas. Las almas de los muertos perviven en las memorias de los vivos, al menos durante un par de generaciones. Ese yo cartesiano autosuficiente y adánico es la ilusión de un "self" mucho más dependiente de lo que Descartes suponía (incluida la su dependencia de la tradición escolástica, por supuesto, 'si fallor, sum' que dijo San Agustín).
Tercero, porque un yo puede compartir varios cuerpos, no sólo trascendiéndose en un generoso "nosotros", sino incluso manteniendo la individualidad permeable de un yo. Se trata del fenómeno que describe Hofstadter como entrelazamiento. Mediante el lenguaje, no sólo puedo darme órdenes a mí mismo, sino que puedo convertir a otros cuerpos en extensiones flexibles del propio, como saben todos los sargentos y publicistas del mundo. Mi yo no está sólo conectado a mi cuerpo, sino también al cuerpo de otras personas. Las almas se entrelazan y fusionan. Cabe incluso imaginar que dos o más cuerpos compartan un único yo. Hofstadter cita el caso de las gemelas Chaplin, Greta y Frida. Parecen actuar como si fueran una, colaboran cuando hablan, una empieza y otra acaba la palabra o la frase, o hablando a la vez, con un desfase apenas perceptible. Las personas que las han tratado sugieren que la táctica más natural es considerarlas como una única persona.
El fenómeno de la fusión de almas no es raro en las parejas bien avenidas que viven juntas durante decenas de años. Sus almas son como dos gotas de agua que se funden en una sola, en un alma de nivel más alto, donde uno más uno es igual a uno. Por eso, a veces, si una fallece, la que queda no es capaz de suturar la herida y arrastra hasta la tumba el hueco doloroso que dejó la otra, ahora aparentemente inerte.