En su reputada novela
Verano, el escritor sudafricano J. M. Coetzee se refiere a su filosofía de la enseñanza como una filosofía del aprendizaje, procedente de Platón. El autor explica a una brasileña, Adriana, que está preocupada por el entusiasmo que el profe ha provocado en su hija adolescente, de qué manera, "antes de que se produzca el verdadero aprendizaje, el estudiante debe tener cierto anhelo de verdad, cierto fuego en su corazón. El auténtico estudiante arde por saber. Reconoce o percibe en el profesor a una persona que se ha acercado más que él o ella a la verdad. Desea hasta tal punto la verdad encarnada en el profesor que está dispuesto a quemar su yo anterior para alcanzarla. Por su parte, el profesor reconoce y alienta el fuego en el estudiante, y reacciona a él ardiendo con una luz más intensa". De este modo, ambos, profesor y alumno, se elevan a una esfera superior.
Por supuesto, la teoría no tranquiliza en absoluto a Adriana. Todo ese idealismo no casa muy bien con su sentido práctico. Y de nada sirve que el profesor se enamore de ella y le escriba interminables cartas de amor. La teoría arriba expuesta parece más radical y personal que la de Platón; para el ateniense, el proceso de aprendizaje (
paideia) no implica tanto una renuncia al yo anterior, cuanto su
liberación de la ignorancia o del apego a la apariencia, o sea una
conversión del alma a la verdad, del alma con todas sus potencias, sensibles, anímicas, emotivas e intelectuales.
Más adelante, un colega de Coetzee se refiere a la enseñanza como una especie de
contagio:
"Los alumnos pronto descubren si lo que les estás enseñando te importa. En caso afirmativo, están dispuestos a considerar la posibilidad de que también les importe a ellos. Pero si llegan a la conclusión, acertada o no, de que no te importa, no hay nada que hacer, sería mejor que te fueras a casa".
No cabe sublimación de la profesión docente: "las filas de la profesión docente están llenas de refugiados e inadaptados", de gentes que nada más buscan la seguridad de un sueldo mensual. Eso sí, ser profesor permite estar en contacto con una generación más joven.
Adriana, que no ve en el profesor sino a un débil y peligroso soñador, recuerda una carta en que Coetzee, que se ha enamorado locamente de ella, le habla de cómo había aprendido los secretos del amor escuchando a Shubert: "cómo sublimamos el amor a la manera en que los químicos del pasado sublimaban sustancias innobles". La brasileña, maestra de danza, busca el término "sublimar" en el diccionario de inglés.
Sublimar: calentar algo y extraer su esencia. En portugués tenemos la misma palabra, "sublimar", aunque no es corriente. A la brasileña, más atenta a cuestiones prácticas, tanta sublimación le parece una solemne tontería, pues cree que, "por debajo de las bonitas palabras, lo que un hombre quiere de una mujer suele ser muy básico y muy simple". Pero Coetzee insiste en que Schubert le había enseñado a sublimar el amor. Sin duda, para él, esta sublimación forma parte del proceso de aprendizaje.
Coetzee da voz y protagonismo a Adriana como a otros personajes que en la novela
Verano desmitifican sistemáticamente su figura de premio Nobel de literatura, así que no deja de ser paradójico que quien desmitifica así sostenga en la narración -como alter ego de sí mismo- una postura platónica y sublimatoria. La brasileña le reprocha haber divorciado el alma del cuerpo...
"Para él, el cuerpo era como una de esas marionetas de madera que mueves mediante cordeles. Tiras de este cordel y se mueve el brazo izquierdo, tiras de ese y se mueve la pierna derecha. Y el auténtico yo está allá arriba, donde no puedes verlo, como el tirititero que tira de los cordeles".
Para Adriana, maestra de danza de profesión, nadie que disocia así el cuerpo del alma puede bailar bien, porque la danza es
encarnación. No me extraña que diga esto una brisileña, fueron los brasileños quienes añadieron al fútbol el ritmo de la danza. En la verdadera danza -explica Adriana Nascimento-, el cuerpo manda, el cuerpo dirige, formando con el alma un todo. "¡Porque el cuerpo sabe! ¡Sabe! Cuando el cuerpo siente el ritmo en su interior, no necesita pensar". La marioneta no puede bailar, porque la madera no tiene alma ni puede sentir el ritmo.
Esa disociación del alma y el cuerpo puede tener que ver con la educación calvinista holandesa, que aspira a formar a los niños como el artesano
da forma a un recipiente de arcilla, según una imagen predeterminada. Por el contrario, su madre -la madre real o imaginaria de Coetzee- creía más bien que la tarea del educador debería ser la de
identificar y estimular las aptitudes naturales del niño o la niña, las aptitudes innatas que les convierten en seres únicos. Si imaginamos a la niña o al niño como una planta, el educador debería alimentar las raíces de la planta y observar su crecimiento, en lugar de podar sus ramas y "darle forma", como predican los calvinistas.
En una nota inserta en el capítulo final del libro, Coetzee se propone desarrollar una teoría de la educación original, cuyas raíces estarían en Platón y Freud, y cuyos elementos serían la condición de "discípulo" como aspiración del alumno a ser como el profesor, y el idealismo ético del profesor que se esfuerza por ser digno del estudiante. Y cuyos peligros son: la vanidad o complacencia del profesor por el culto que le rinde el estudiante y, en segundo lugar, el sexo, el sexo como atajo hacia el conocimiento. Al final de la nota se reconoce como incompetente en asuntos del corazón.
A lo largo de la novela, el protagonista indirecto de la misma, el personaje J. Coetzee, se muestra torpe en este campo, de ahí el carácter simbólico que adquieren las palabras de la bailarina y de "lo femenino", como una "rarefacción superior de la mujer, hasta el punto de convertirse en espíritu" (J. M. Coetzee.
Verano, trad. de Jordi Fibla, Debolsillo, abril, 2011).