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sábado, 13 de febrero de 2016

UNA HISTORIA DE LOS SENTIMIENTOS



Ana Azanza

Günther Anders, seudónimo de Günther Stern, (1902-1992) es conocido por haber sido el primer marido de Hannah Arendt, estuvieron casados de 1929 a 1937. El matrimonio se rompió cuando la filósofa conoció al que sería su segundo y definitivo marido Heinrich Blücher, se casaron en 1940, antes de su exilio en Estados Unidos.
 
Günther Anders se doctoró con Husserl, realizó trabajos filosóficos, periodísticos y literarios en París y Berlín. Entre 1936 y 1950 vivió en Estados Unidos alternando los trabajos manuales con su obra escrita. A partir de esa experiencia dará forma a  su obra principal “La obsolescencia del hombre”. En 1950 se instala en Viena. Visita Hiroshima y mantiene una intensa correspondencia con el piloto norteamericano que lanzó las bombas atómicas. Fue un comprometido activista antinuclear y anti-guerra del Vietnam.

“La obsolescencia del hombre” libro editado a principios de los años 50, lleva por subtítulo “sobre el alma en la época de la segunda revolución industrial”. Ya entonces hablaba en los congresos a los que asistía del “analfabetismo postliterario” y del “actual diluvio global de imágenes”. Hace más de 60 años, cuando la televisión todavía no había llegado a nuestro país, Günther Anders era consciente de cómo este medio invita al hombre a quedarse con la boca abierta ante imágenes del mundo, a la participación aparente en todo el mundo y tanto más generosamente cuanto menos se le ofrece al individuo la posibilidad de comprender los contextos y menos se le admite en la toma de decisiones importantes. Denunciaba la "iconomanía" que nos entontece. 

En el libro citado trata pormenorizadamente de la amenaza de las máquinas para todos y cada una, todos los países y todas las clases sociales se ven afectados por el riesgo de la aniquilación del ser humano por parte de sus propios productos. Evidentemente la posibilidad de la extinción nuclear de la humanidad en aquellos momentos estaba en su punto culminante.

A la amenaza nuclear se han añadido hoy otros peligros. Por no decir que la avalancha de las imágenes no comprendidas se ha acrecentado y llega todavía a más seres humanos que hace 60 años.

Anders se defiende de los filósofos que opinan que no es serio de ocuparse de algo tan poco metafísico como la televisión y de los que le acusan de haber exagerado la nota. Hay fenómenos que quedarían sin identificar si no se pusiera la lupa o el microscopio sobre ellos. La tesis principal del libro es que frente a ese nuevo mundo de la segunda revolución industrial, el alma humana no está actualizada. Llama “desnivel  prometeico” al hecho de la a-sincronía del hombre con respecto a sus productos. Desniveles hay muchos: entre actuar y sentir, entre hacer y representar, entre conocimiento y conciencia, entre aparato producido y cuerpo del hombre.

Como actriz que se transforma a sí misma la mujer, y el hombre como actor, disfruta de menos libertad que como constructora de accesorios para su mundo histórico. Haría falta una “Crítica de los límites del ser humano” en general, su fantasía, su sentir, su responsabilidad…no basta especular sobre nuestra finitud.

El libro se divide en tres partes:
  1. “Sobre la vergüenza prometeica”, expresión que significa la vergüenza ante las cosas producidas que  lleva a preguntar al Prometeo actual ¿Quién soy yo?
  2. “El mundo como fantasma y matriz”, capítulo en el que filosofa sobre radio y televisión.
  3. “Sobre la bomba y las raíces de nuestra ceguera del Apocalipsis”
 


Hay que señalar la lucidez y adelantamiento a su tiempo que muestra en especial en la segunda parte. Es valiosa la crítica que hace de las emisiones televisivas es demoledora, “puesto que estamos abastecidos no nos ponemos en camino”, “los acontecimientos vienen a nosotros no nosotros a ellos”,  “la radio y la pantalla se convierten en mesa familiar negativa, la familia se convierte en público en miniatura”, “el consumo de masas tiene lugar hoy de manera solitaria. Cada consumidor es un trabajador doméstico no pagado al servicio de la formación del hombre-masa”, “los aparatos nos quitan el habla, por eso nos transforman en menores de edad y subordinados”. “las emisiones eliminan la diferencia entre cosa  y noticia, son juicios camuflados”.

Pero lo que más me ha llamado la atención es el anexo donde pergeña la necesidad de una historia de los sentimientos. “La historia de los estilos y morales es una cadena ininterrumpida de empresas, en que la humanidad ha intentado compensar su carácter indeterminado mediante obligaciones que se ha impuesto a sí misma, determinarse siempre de nuevo social y psicológicamente, hacer algo nuevo desde sí misma.”

La dote del hombre consiste en su sociabilidad genérica, un cheque en blanco que debe rellenar suplementariamente para funcionar. Lo que el hombre produce como sociedad concreta es “no natural” y en comparación con lo “genérico” contingente. En cada sociedad producida hay violencia contra los perdedores de la misma, y violencia contra la naturalidad del hombre como tal. Por eso un esquema de sociedad tiene éxito si conforma al hombre en su totalidad, pero la conformación del hombre sólo es total si se modelan también los sentimientos.

En la mayoría de los casos cuando un nuevo esquema de sociedad ha empezado a imponerse el ser humano se ha intentado adaptar sentimentalmente, para quien se ha adaptado lo contingente se convierte en aparente naturaleza, en costumbre, lo a posteriori se convierte en a priori.

No siempre se puede abandonar a ese proceso de acostumbramiento precisamente por el fenómeno del desnivel porque la transformación del sentimiento avanza más lenta que la transformación del mundo. Aparece así la necesidad de ayudar al sentir o de producir y expresar sentimientos. Cuando el desnivel representa un riesgo político como lo fue en 1933 la propaganda nazi es más importante la producción de nuevos sentimientos. Los nacionalsocialistas intentaron que las víctimas marcharan jubilosas al matadero por el bien de la nación, incluso con entusiasmo. Esta campaña del terror desatado al que los perseguidos deben someterse voluntariamente por el bien común que “alguien” ha decretado me resulta familiar, no es privilegio de los seguidores hitlerianos.

“La falta de una historia de los sentimientos, en analogía con la historia de los hechos y la historia de las ideas, representa el mayor desiderátum de la filosofía de la historia y la ciencia de la historia. A lo sumo, esa historia existe en versiones involuntarias, por ejemplo, en forma de historia de la religión o del arte. Ese vacío  tiene su causa en el prejuicio de que la vida sentimental es lo constante, lo no histórico en la historia de la humanidad.”

Pero a lo largo de la historia también los sentimientos han cambiado, sólo que de manera más lenta. La tesis del deísmo racionalista según la cual las religiones universales sólo difieren en sus contenidos, pero que todas son cuestión de fe, es decir han sentido igual, es increíble y demuestra que el racionalismo es más cristiano de lo que parece: considera su propio sentimiento históricamente acuñado como el sentimiento en general.

Cada religión es un sistema afectivo sui generis, cada fundamentación de la religión ha sido una revolución en la historia sentimental de la humanidad.
Cada artista ha sentido de manera diferente, Delacroix y Parmeggiano, Berlioz y Palestrina, crearon obras totalmente diferentes y sintieron de manera diferente, el mundo histórico respectivo al favor o en contra del cual estos artistas crearon, les permitió diferentes sentimientos.



Günter Anders propone una ampliación intencional del volumen de comprensión de nuestro sentir. Lo explica con el ejemplo de la música de Bruckner. Cuando suena la sinfonía de Bruckner es un evento de tal amplitud que hace desaparecer el mundo cotidiano. Abriéndonos a él, ese evento se adentra en nosotros, lo captamos, lo concebimos, el alma es dilatada, adquiere una capacidad o una “cabida” o un volumen o una amplitud que ella no se puede dar a sí misma.
Pero ¿qué quiere decir que no podemos darle esa capacidad al alma? La música de Bruckner no deja de ser un producto humano, por lo que es algo que hemos hecho también nosotros, los oyentes.


La dilatación del alma por  medio de la música significa que el alma concibe la música, sólo en la medida en que la experimenta, experimenta su transformación en tamaño. La relación no es entre un contenedor y su contenido, ¿es una relación entre un sujeto y un objeto? ¿está la sinfonía enfrente como un ob-jeto normal?
El que escucha se encuentra “en” la música y la música “en” él. En la esfera musical la confrontación sujeto-objeto pierde su sentido. Al escuchar en verdad la música yo mujer oyente me hago idéntica a mi objeto y éste conmigo.

Hacer música crea una situación en la que el “Prometeo desconcertado” alcanza su producto. El ser humano nunca está más articulado que cuando está en la “música”, pues su estado de ánimo es inseparable de las voces y de la afinada coherencia del desarrollo objetivo de la pieza ejecutada. Quien hace o escucha música acoge sus tensiones, su desarrollo, su espacio, el oyente se convierte en el objeto.
Y a la música también le corresponden los caracteres que normalmente atribuimos al sujeto: expresión, estado de ánimo. Sujeto y objeto forman una unidad, lo mismo que en la danza o en la interpretación de un instrumento.

Las obras musicales crean sentimientos, como las obras de arte en general, no se limitan a la expresión de un sentimiento ya sentido. Cada una tiene el suyo imposible de sentir si no hubiera sido creada esa determinada pieza. Las situaciones en las que nos colocan las obras de arte son también “obras de arte”.

Con este ejemplo musical queda explicado el tema de la “historia de los sentimientos”, no estamos limitados a sentir de una vez para siempre lo mismo. Los hombres y mujeres descubrimos siempre nuevos sentimientos, algunos de los cuales superan la capacidad cotidiana del alma, porque proponen un ejercicio de elasticidad “exagerado”.

sábado, 1 de diciembre de 2012

Autoestima: Orgullo y vanidad

El autor de esta entrada,
delante de la tumba de Adam Smith
en Edimburgo (Canongate Kirkyard)

En La Teoría de los sentimientos morales de Adam Smith

 Al filósofo escocés Adam Smith se le suele recordar principalmente por su contribución a la historia de la economía política, y más concretamente como apóstol del utilitarismo liberal. Sin embargo la sexta y última edición que vio en vida de su Teoría de los sentimientos morales, revisada el año de su muerte (1790), rebosa desprecio por lo que el autor veía como el creciente egoísmo economicista de su tiempo. Fue su Teoría de los sentimientos morales (1759), y no su doctrina sobre la riqueza de las naciones, la que estableció su reputación como filósofo en toda Europa. Durante el siglo XVIII, dicha obra, que el propio Smith consideró siempre como superior a La Riqueza de las naciones fue traducida al francés tres veces, al alemán dos veces, y fue reeditada nada menos que veintiséis veces en inglés entre 1759 y 1825. Leída y comentada por los más eminentes filósofos de la ilustración -incluido Kant- fue objeto de análisis (y refutación) por filósofos como Victor Cousin hasta bien entrado el siglo XIX.

El renacimiento del interés por la Teoría de los sentimientos ha tenido que ver con la fascinación por la metáfora de la mano invisible, que describe el mecanismo de asignación óptima de recursos en una economía de libre mercado, y que se desarrolla incluso con más detalle en la cuarta parte de esta obra (Del efecto de la utilidad sobre el sentimiento de aprobación) que en la Riqueza de las naciones[1]. Lo cual no deja de ser una reducción sorprendente y empobrecedora, pues la teoría de la inteligencia emocional, el valor de la educación sentimental y el énfasis pedagógico actual en el concepto de empatía, podrían hallar en la obra del escocés filón inagotable para sus propósitos, tanto teóricos como prácticos.

Adam Smith fue un hombre extraordinariamente moderado y sensato. Para nuestro filósofo el derecho debía estar íntimamente vinculado a la moral. Smith no fue un utilitarista tan absoluto como se suele pensar, sino más bien un estoico que ensalza la frugalidad y la laboriosidad, y desprecia las riquezas materiales[2]; ni siquiera fue partidario de la desaparición de los aranceles, sino de su moderación y reforma. Pensaba que se podría vivir sin beneficencia, pero no sin justicia. De hecho, el control de las pasiones en el plano moral es el análogo al control del mercado en el plano económico. Cada persona debería poder actuar libremente en el mercado, siempre y cuando no viole las leyes de la justicia. Según su amigo y biógrafo Dugald Stewart, Smith declaró que el camino que cualquier país debe seguir para desarrollarse deberá fundamentarse en: paz, impuestos moderados y una tolerable administración de justicia. Por desgracia, y aunque Smith no concibiera nunca la economía separada totalmente de la moral, La Riqueza de las naciones se convertiría con el tiempo en el punto de partida de una ciencia autónoma que reivindicaría su absoluta independencia de la moral, y en un panfleto del liberalismo sin matices, con el resultado que estamos viendo y padeciendo…

Contra Hobbes y Mandeville, Smith no piensa que el hombre sea un lobo, ni un egoísta redomado, más bien concibe la sociedad como un espejo, puesto que el ser humano no sólo quiere ser aprobado por los demás en lo que hace, sino ser aprobable[3]. Es decir, en general ansiamos hacer las cosas bien, aunque no nos aplaudan por ello. Ello es así porque, en función de nuestras relaciones con los demás, llevamos o formamos dentro de nosotros, en nuestro corazón, un espectador imparcial, juez insobornable de cuanto realizamos. Ese espectador recuerda al demon socrático, y de hecho, Smith llega a llamarle “semidios” (“el gran recluso, el egregio semidiós dentro del pecho”[4]). El espectador imparcial resulta de un desdoblamiento de la personalidad y es fruto de la imaginación, o sea, de nuestra capacidad simpatética para ponernos en lugar de los demás. La simpatía con las motivaciones[5] de las personas constituye la base de nuestra aprobación moral de su conducta. Para Smith, el amor propio (self-love) es muy diferente del egoísmo (selfishness) y es compatible con la simpatía. Por eso, el buscar que nos estimen es tan natural como legítimo, y no debe ser confundido con la vanidad.

En la línea de toda la escuela escocesa moderna, David Hume y Adam Smith, que fueron íntimos amigos y frecuentes corresponsales, quisieron naturalizar el estudio de la moral, la política y la sociedad, descubriendo los mecanismos que explicaban la conducta humana, del mismo modo que Newton había descubierto los simples mecanismos que regulaban las relaciones entre los planetas y las estrellas. No obstante, la teoría de Smith es menos mecanicista y materialista que la de su amigo Hume, con el que sin embargo contrajo otras deudas filosóficas. Y por supuesto, Smith es mucho más cauto que su amigo en la expresión de sus sentimientos -o ausencia de sentimientos- religiosos. Precisamente, Smith se aparta de Hume porque no cree que sólo la utilidad pueda dar cuenta de la conducta humana. Tampoco sólo el principio de benevolencia de Hutcheson (su profesor y antecesor en la cátedra de Glasgow[6]). Para Smith, los verdaderos principios de la moral tienen que ver con la simpatía y el espectador imparcial que todos llevamos dentro. En la línea del empirismo y psicologismo británico de la época, se trata de una causa natural y de una razón psicológica: es el amor a lo honorable, el aprecio a la dignidad de nuestra propia personalidad lo que nos mueve a ser correctos y a realizar conductas apropiadas en cada circunstancia.

Igual que se considera a Hume un ilustre precedente del movimiento analítico, habría que considerar a Smith como un antecedente extraordinario de análisis de la emotividad humana en su relación con la conducta moral y ayudándose muchas veces de un fino análisis de los usos corrientes del lenguaje. Me ha impresionado sobremanera el fino análisis que en la parte VI de la Teoría de los sentimientos, cuando trata del carácter de la virtud y se refiere a la continencia, hace Smith de la autoestima, de sus excesos y defectos. Y, muy particularmente, de la distinción que realiza entre el orgullo y la vanidad.

Es tan agradable pensar bien de nosotros mismos y tan desagradable pensar mal, que para cualquier persona será preferible un exceso de autoestima que un defecto de amor propio. Sin embargo, al espectador imparcial y a las otras personas las cosas les parecerán muy distintas, pues siempre resultará más agradable, en los demás, un defecto de autoestima que un exceso, ya que soportamos mal a quienes nos imponen su superioridad –o lo que ellos creen que es su superioridad- porque su autoestima mortifica la nuestra. Es nuestro orgullo y vanidad lo que nos impele a acusar a otros de orgullo y vanidad[7].

Calculamos nuestros méritos según dos patrones diferentes. Uno es la idea de la exacta propiedad y perfección, en la medida en que somos capaces de elevarnos hasta esta noción[8]. El otro es el nivel de aproximación a esta idea que es alcanzado por el mundo. Nos juzgamos en función de estos dos patrones: el ideal, por un lado, y el qué pensarán o dirán los demás.
En la medida en que atendemos al ideal no podemos sino sabernos débiles e imperfectos, comprendiendo, como comprende el sabio, que nunca hay el menor motivo para la arrogancia y la presunción, y sí para la humildad y hasta para el remordimiento y la contrición. Pero cuando miramos hacia el patrón medio y mundano, bien podemos sentirnos por encima o por debajo de lo normal. En cada uno de nosotros hay un espectador ideal, un ilustre juez y árbitro de la conducta, aunque el sabio adquiera de este “semidiós”[9] un perfil más nítido y acusado, procurando en todo la asimilación en su propio carácter de ese arquetipo de perfección. En efecto, al juzgar nuestra conducta desde ese ideal de perfección, siempre hay razones para la modestia: “¿quién es tan perfecto como para carecer de bastantes superiores en muchos aspectos diferentes?”. Por eso el gran artista siempre percibe la imperfección de sus mejores creaciones y sólo el artista menor está plenamente satisfecho con sus logros. Y por eso la injusticia de los demás jamás incita al sabio a ser injusto[10].

Sin embargo, la atención del común de las personas no está principalmente dirigida hacia el patrón ideal, sino hacia la perfección ordinaria, lo que les dota de un escaso sentido de sus propias carencias e imperfecciones. Todos los grandes líderes, religiosos, militares o civiles, han sido orgullosos y vanidosos, y han conseguido hacer pasar sus vicios y pasiones por carismas. Y es esa excesiva autoadmiración del caudillo la que embauca y encandila a la multitud hacia el perfil del charlatán, del impostor y del demagogo, tanto civil como religioso, prueba de la facilidad con que el vulgo es engañado con las pretensiones más extravagantes e infundadas del orgullo y la vanidad, en el que miran y magnifican, como en un espejo deformante, sus miserables pretensiones. Tal insolencia puede que tenga una función social positiva, pues permite que las masas se embarquen en empresas extraordinarias, a las que no acudirían motu proprio, a la vez que fuerza su sumisión y obediencia. Smith cita los casos de Alejandro, Sócrates o César. El primero fantaseó con ser un dios; el ateniense, a pesar de su enorme sabiduría, creía recibir insinuaciones frecuentes y secretas de un ser invisible y divino; y Julio César, a pesar de su incólume cabeza, remontó su genealogía a la mismísima diosa Venus. El éxito y la popularidad trastornan fácilmente a las mentes más ilustres. La admiración nos hace aceptable un gobierno que sólo la fuerza irresistible nos impone.
Y es que la fortuna tiene una acentuada influencia sobre los sentimientos morales de la humanidad y la sabiduría de Dios está presente incluso en la flaqueza y locura del hombre, pues saca bien de mal. No obstante, no podemos compartir ni simpatizar con la autoestima excesiva de las personas en quien no detectamos ninguna superioridad nítida. Nos repugnan moralmente tanto el orgullo como la vanidad.

Smith contrasta con sobresaliente sutileza el perfil del hombre orgulloso y del vanidoso.
El orgulloso es sincero. Está convencido de su superioridad, aunque en ocasiones resulte difícil adivinar en qué se funda. Ansía que los demás le vean como él es, por eso desdeña cortejar la estima ajena y prefiere humillarla. Por el contrario, el hombre vanidoso no es sincero. En el fondo duda de su propia valía y por ello busca el halago y el aplauso sin cesar. Adula para ser adulado. “Su vestimenta, sus bienes, su modo de vida, todos proclaman un rango más elevado y una fortuna más caudalosa que la realidad”.

El hombre orgulloso no siempre se siente a gusto en compañía de sus pares, nunca halaga y a menudo no es cortés con nadie. Prefiere el trato de los más humildes, frente a los cuales puede hacer valer con facilidad sus altivas pretensiones. El vanidoso, al revés, corteja la compañía de sus superiores, le encanta ser invitado a la mesa de los grandes, en la que hará ostentaciones innecesarias con complacencia servil.


A despecho de sus insostenibles pretensiones, la vanidad es casi siempre una pasión alegre y desenvuelta, y a menudo afable. Pero el orgulloso es siempre grave, adusto y severo. Rara vez se rebaja el soberbio a la vileza de la mentira, aunque cuando lo hace busca intencionalmente perjudicar a otros.

Nuestro rechazo del orgullo y la vanidad nos suele equivocar a propósito de la verdadera valía de las personas a las que juzgamos orgullosas o vanidosas. Y puede que estemos equivocados en nuestro menosprecio, ya que muchas veces el orgulloso y el vanidoso valen más de lo que pensamos, aunque no tanto como el orgulloso piensa que realmente vale o el vanidoso desea que se piense que vale.

El orgullo es a menudo acompañado de varias virtudes respetables: veracidad, integridad, alto sentido del honor, amistad cordial y firme, entereza y resolución. A la vanidad le pueden acompañar varias virtudes afables: humanidad, cortesía, deseo de servir en los asuntos de poca monta e incluso una genuina generosidad en los asuntos relevantes, aunque esa liberalidad se despliegue espectacularmente, como un pavo real despliega su cola.
En su tiempo –recoge Smith- los franceses eran tachados de vanidosos, mientras que los españoles lo éramos de orgullosos, considerándose al primer pueblo como afable, y al español como respetable.

Para profundizar en su análisis de ambos vicios, Smith entra en el análisis semántico del lenguaje. Y así afirma que mientras que las palabras “vanidad” y “vanidoso” carecen de sentidos positivos, las palabras “orgullo” y “orgulloso” sí los pueden tener (también en español es esto cierto), y en este sentido positivo, el orgullo (o la soberbia) pueden confundirse con la aristotélica magnanimidad. En efecto, Aristóteles al retratar al magnánimo le otorgó ciertas facetas que suelen atribuirse al carácter español: resuelto en sus decisiones, pausado y hasta lento en sus actos, de voz grave, discurso reflexionado, movimientos despaciosos, aparentemente indolente y perezoso, nada dispuesto a dejarse agitar por menudencias, pero capaz de comportarse con una determinación firme y vigorosa; sólo amante del riesgo y audaz para enfrentarse a grandes peligros, con desconsideración hacia su propia vida.

Lo peor del hombre que se tiene a sí mismo por un dechado de perfección es que desdeña toda mejora ulterior. El soberbio es –o se cree- autosuficiente. Por el contrario, la vanidad puede ser un poderoso estímulo educativo. El gran secreto de la educación –escribe Smith- consiste en dirigir la vanidad hacia objetivos apropiados. El educador no debe permitir que el la vanidad del educando obtenga satisfacción conforme a logros triviales, debe sin embargo adularla respecto al logro de los objetivos que son verdaderamente importantes. Por eso, los educadores debemos estimular la ambición del joven vanidoso, y no ofendernos demasiado si éste se da ínfulas un poco antes de tiempo. La autoestima en la juventud es especialmente apropiada incluso si es exagerada, pues una juventud demasiado modesta y carente de ambiciones es frecuentemente seguida por una edad adulta insignificante, quejosa e infeliz.

También puede suceder que el orgulloso sea a la vez vanidoso, y el vanidoso orgulloso, pues es natural que quien tiene una exagerada autoestima quiera que los demás también lo estimen exageradamente; o que el humano que reclama servilmente más atención de los demás que la que él mismo se presta, acabe pensando de sí mismo –sobre todo si alcanza cierto éxito- mejor de lo que en realidad se merece. Como ambos vicios coinciden a menudo en la misma personalidad, tendemos a confundir sus características “y a veces encontramos la ostentación superficial e impertinente de la vanidad unida a la insolencia más maligna y escarnecedora del orgullo”.

Los individuos superiores pueden a veces subestimarse más que sobrestimarse. Tales personas ganan en el trato lo que pierden en dignidad, pues todos nos sentimos a gusto al lado de las personas modestas y sencillas. Pero éstas corren el riesgo del menosprecio público, pues los hombres de inteligencia no superior a la media nunca aprecian a un individuo más de lo que éste se aprecia a sí mismo. Es frecuente que los idiotas se crean más idiotas de lo que en verdad son. Cualquiera que se tome la molestia de estudiarlos –dice Smith- se dará cuenta de que en muchos aspectos sus capacidades no son menores que las de muchas personas a las que salva su vanidad y orgullo pues, aunque sean tenidas por necias, no son consideradas idiotas por nadie. Es decir, su elevada autoestima les libra de la desconsideración del prójimo.

El nivel de autoestima que contribuye más a la felicidad y alegría de la persona parece el más agradable al “espectador imparcial” que todos llevamos dentro. El varón o la mujer que se aprecian como deben, y no más, casi siempre obtienen de los demás la estima apropiada. No ambicionan más que lo que merecen y están satisfechos con ello. El orgulloso y el vanidoso, por el contrario, están siempre insatisfechos. El primero está atormentado por la indignación, por lo que él piensa que es el injusto estatus o rango alcanzado por otros. Mientras que el vanidoso o la vanidosa sufren el pavor incesante de la vergüenza que sufrirían si lo insostenible de sus pretensiones resulta descubierto.

Lo curioso es que aunque la antipatía que sentimos por soberbios y vanidosos nos impulsa a menospreciarlos, rara vez los maltratamos, salvo si nos ofenden personalmente. Nos conformamos, si hemos de sufrirlos como jefes o compañeros, con acomodarnos lo mejor que podemos a su insensatez. Pero con el individuo que se subestima -a no ser que seamos más generosos e inteligentes que la mayoría- tendemos a ser injustos y hasta crueles, reflejando o magnificando la injusticia que comete consigo mismo al no apreciarse en lo que vale. El humilde está mucho más expuesto a la sevicia que el orgulloso y el vanidoso. Por lo tanto, en casi todas las circunstancias y en cualquier aspecto, es preferible ser un poco demasiado orgulloso que un poco demasiado humilde. Es decir, que con respecto a la autoestima, un  cierto grado de exceso resulta, tanto para la persona como para el espectador imparcial, menos desagradable que cualquier grado de defecto.



[1] Una investigación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones, 1776.
[2] En su excelente estudio preliminar de la Teoría de los sentimientos morales, C. Rodríguez Braun respecto al concepto de utilidad concluye que, para Smith, la utilidad no es el fundamento por el que aprobamos la virtud. Ese fundamento es la propiedad o corrección (propriety).
[3] Es evidente el paralelismo entre este concepto de aprobabilidad y el kantiano de universalizabilidad, como criterio para distinguir una acción debida de una indebida.
[4] Teoría de lo sentimientos morales. Trad., y ed., de Carlos Rodríguez Braun, Alianza, Madrid, 1997. Pg 438.
[5] Al contrario que Kant, Smith no separa la intencionalidad ética de las motivaciones naturales.
[6] Adam Smith nació en Kirkcaldy hacia 1723, en la costa este de Escocia, muy cerca de Edimburgo. Fue catedrático en la universidad de Glasgow, de Lógica y de Filosofía moral, entre 1751-1764. Fue nombrado rector de su antigua casa académica en 1787, cosa que le emocionó profundamente, pues sus años como profesor fueron los más felices de su vida.
[7] Cfr. las lacónicas, cínicas y profundas definiciones de Ambrose Bierce: “Egoísta, s. Persona de mal gusto, que se interesa más en sí mismo que en mí // Egoísta, adj. Sin consideración por el egoísmo de los demás” (Diccionario del diablo, Madrid, 1986).
[8] Recuerda la idea del bien platónica.
[9] Se ha visto en este “espectador imparcial” un precedente del superego freudiano. No me extrañaría que estuviera en la génesis de la idea del “otro generalizado” de G. H. Mead (Mind, self and society, ed. española: Espíritu, persona y sociedad, Paidós, 1982). En Mead el otro generalizado representa tanto la actitud de la comunidad -interiorizada por el individuo en sus procesos más genuinos de comunicación e interacción simbólica-, como la actitud general que adopta el pensamiento abstracto y que garantiza el control social del individuo.
[10] Kant distinguirá este criterio ético –tal vez influido por Adam Smith- convirtiéndolo en el absoluto y eminente principio de la razón en su uso práctico-ético.

Nota bibliográfica
Además de la edición citada de La Teoría de los sentimientos morales (nota 4.), puede hallarse en español  una buena edición de los Ensayos filosóficos de Adam Smith, que contiene la Relación de la vida y escritos de Adam Smith, escrita por su primer biógrafo, su amigo Dugald Stewart, con un excelente resumen de la teoría emotivista de A. Smith en el contexto próximo de la ilustración escocesa.