Si alguien nos preguntara qué sabemos sobre Drácula, sin
duda le contestaríamos que es el vampiro más poderoso. Camuflado bajo la
apariencia de un elegante y misterioso conde procedente de Transilvania, este
monstruo intenta destruir la especie humana infectándola con el mordisco de sus
afilados colmillos. Vive de noche y, durante el día, duerme en un ataúd. Como
carece de alma, no se refleja en los espejos. Es rey de las tinieblas y señor
de los animales más repugnantes. Puede transformarse en murciélago o en lobo, lo
mismo que desvanecerse en el aire. Lo espantan el ajo y el crucifijo pero, para
destruirlo, el ritual más eficaz es clavarle una estaca en el corazón. Esta es
la imagen popularizada por Hollywood que todos conocemos. Sin embargo, apenas
somos conscientes de la forma en que se ha forjado y evolucionado este mito de
raíces antiquísimas, ni de cuáles son las razones por las que nos seduce tanto.
Vamos a examinar algunos de los aspectos de su rica simbología, para
comprobar cómo se han ido articulando a lo largo de los siglos. Al final nos
sorprenderá descubrir hasta qué punto somos nosotros mismos el reflejo
escondido en la leyenda de Drácula.
Uno. Los orígenes
Todas las culturas
consideran la sangre como el fluido más vital. Su pérdida arrebata la vida y,
al contrario, recibir sangre la renueva. Por ello existe un temor ancestral a
los seres malignos que se apoderan del rojo líquido, y ese miedo se traslada a
relatos que comparten pueblos muy alejados entre sí en el tiempo y en el
espacio, como refleja La rama dorada
(1890) de Sir James G. Frazer. Sobre el año 2300 a. C. ya se registraron en
Mesopotamia historias de diosas y demonios que bebían la sangre de los recién
nacidos, como Lamashtu o Lililu (la Lilith de los judíos).