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miércoles, 18 de julio de 2012

Serendipias de videoclub



He elegido una extraña palabra para el título de esta entrada: “serendipia”, que no sólo se asocia con las casualidades, sino también con el hallazgo o reconocimiento de un tesoro escondido y a la vez a la vista de todos, listo para causar una revelación.

Mi serendipia de este fin de semana ha sido, pues, seleccionar del videoclub dos títulos que por azar presentaban temas afines; y en concreto uno de ellos, sobre el que me extenderé más, ha supuesto todo un descubrimiento. Me refiero al dúo que inopinadamente componen dos películas pertenecientes a esferas tan diferentes como “El curioso caso de Benjamin Button” (David Fincher, 2008), basada en un relato corto de F. Scott Fitzgerald, protagonizado por Brad Pitt y su doble de animación —que causó sensación en las taquillas y en los Oscar®—; y en segundo lugar,  la obra escasamente conocida de Francis Ford Coppola “El hombre sin edad” (Youth Without Youth, 2007), con Tim Roth a la cabeza del reparto, basada en una novela del filósofo e hinduista rumano Mircea Eliade. Este filme fue prácticamente contemporáneo al primero pero, al contrario que aquel, pasó discretamente por la cartelera.

Ambos filmes tratan sobre seres asincrónicos, desvinculados del tiempo presente. Benjamin Button nace anciano y conforme transcurren los años rejuvenece, lo que pone una ineludible fecha de caducidad a su existencia. Su reloj biológico sólo puede acompasarse con el del resto de los mortales durante un breve período, en el que encuentra –para perderlo después— el amor. Por su parte, el protagonista de “El hombre sin edad” adquiere también una peculiaridad que le aparta del mundo: Dominic Matei –verdadero alter ego del propio Mircea Eliade—, un erudito anciano que cuando entiende que la obra de su vida quedará incompleta, es alcanzado por un rayo, lo que traerá inesperadas consecuencias: en vez de morir quemado, su cuerpo se regenera como el de una larva en una crisálida, y recupera, cual doctor Fausto, la juventud. Y como el héroe medieval, no sólo gana una tregua a Padre Tiempo para reemprender su obra investigadora, sino que también recupera el vigor para amar.

Sin embargo, a pesar de utilizar como insistente metonimia un gigantesco reloj —que siempre camina marcha atrás—, “El curioso caso de Benjamin Button” no tiene como subtexto fundamental  las paradojas creadas por una rareza cronológica, sino más bien la anomalía “per se”. Al igual que Benjamin Button, todos somos “diferentes” en una medida u otra, y el filme lo confirma en diversos momentos: cuando el protagonista traba amistad con un pigmeo; cuando, atribulado por la expectativa de la paternidad, su partenaire Cate Blanchett le pregunta, “¿le dirías a un ciego que no puede ser padre?”; y sobre todo, cuando llega el epílogo de la película, con un montaje que reúne de nuevo a todos los personajes del filme, destacando lo que les hace diferentes: “unos son artistas… otros son madres… otros bailan… otros nadan…”.


Mientras que la peculiaridad de Button se convierte en catalizador de la que en verdad es una vida plena, salpicada de diversas amantes y compañeros de aventura, la existencia del antihéroe imaginado por Eliade se limita a los estudios lingüísticos a través de los cuales pretende desentrañar el misterio mismo de la civilización. La búsqueda de lo inalcanzable es lo que aquí opera como elemento vampirizador, lo que da licencia para que el personaje principal del filme de Coppola, Dominic, reviva mágicamente –y probablemente adquiera la inmortalidad—. Al comienzo de la película no sabemos si la inmortalidad era ya una lacra que lo había aislado del mundo, experimentando periódicamente el fenómeno del rejuvenecimiento; lo que sí sabemos es que, desde mucho antes, su pasión por el conocimiento le había vetado el amor de su vida –Laura, siempre presente en la leyenda grabada en un reloj de bolsillo, cuyas manecillas también retroceden—. Sin embargo, el retorno al pasado, a una vida anterior, es el verdadero centro argumental de una película extraña y desconcertante, que cuando parece estar terminando se reinicia, como la vida de su protagonista: la aparición de una muchacha, Verónica, que aparenta ser la reencarnación de Laura, abre una inesperada línea de guión, ya que, a partir de otro hecho traumático –nuevamente la caída de un rayo, que empuja a Verónica hacia una cueva— sirve para que invada su consciencia el recuerdo de una vida muy anterior.

En la película de David Fincher, Cate Blanchet se hace mayor mientras su amado gana en juventud. A su vez, en el filme de Coppola es Verónica quien envejece a pasos agigantados tras cada rapto de mediumnidad, a la par que retrocede cada vez más en los abismos de una memoria colectiva, llegando casi a los albores del lenguaje: al momento en que el ser humano “se hace” humano. Es de notar que esta meditación sobre el tiempo y sus contradicciones está presente en un número significativo de películas del mismo autor, desde el viaje al pasado de Kathleen Turner en “Peggie Sue se casó”, hasta la senectud prematura de Robin Williams en “Jack”, pasando por el amor inmortal de Gary Oldman en “Drácula de Bram Stoker”, declarando a su Mina/Elisabeta que ha atravesado océanos de tiempo para encontrarla. La relación del presente filme con “Drácula” no es casual: la acción de “El hombre sin edad” está ambientada principalmente en Bucarest, 1939, y en ocasiones recuerda a otra película donde la inmortalidad es también un mal que genera vampirismo: la curiosa “Cronos”, de Guillermo del Toro (1993). Está claro que la inmortalidad, aunque deseada, no trae cosas buenas; mientras que, por el contrario, lo efímero de la vida –la rosa en el filme de Coppola– revaloriza el hecho mismo de vivir.


En “El hombre sin edad” destaca, además, la interpretación de Tim Roth —un actor de tanto carisma como cuestionable es su atractivo—, que se desdobla en Dominic y su doble: una especie de consciencia maléfica que, como el retrato de Dorian Gray, le acecha desde los espejos, recordándole quién es y qué está buscando, y cuya destrucción devendrá en fatales consecuencias. También son notables la presencia de Bruno Ganz y la joven actriz rumana Alexandra Maria Lara, a quienes ya habíamos visto coincidir como protagonistas de “El hundimiento”, y con papeles de reparto en “El lector” (¿otra serendipia? ¿O es que se repiten mucho los casting europeos?).

Es posible que el filme de Coppola no sea el mejor vehículo para conocer la filosofía de Mircea Eliade; sin embargo, pasa por ser una adaptación correcta de una obra de ficción salpicada de elementos autobiográficos, del que ha sido un notable hinduista obsesionado con la idea del eterno retorno. Por otro lado, obras como ésta o las más recientes “Tetro” (2009) o “Twixt” (2011), después de un paréntesis de diez años sin dirigir, hacen pensar en una inesperada “reactivación” por parte de uno de los directores más emblemáticos de la escuela de Nueva York: una segunda (o tercera) juventud creativa donde el maestro no duda en experimentar, en mezclar, en atreverse, en equivocarse, mientras que sus compañeros de generación –Spielberg, Scorsese— parecen haberse agotado en fórmulas estandarizadas. “El hombre sin edad” no es un filme perfecto, e incluso da la sensación de que no es una, sino dos películas de desigual calidad y ritmo narrativo; sin embargo, no deja de tener interés, permitiendo adentrarnos en un capricho cinematográfico que sólo es posible concebir en un marco de producción donde la comercialidad no es un objetivo. Porque, para Coppola, la “habitación propia” y las “50 guineas” que Virginia Woolf reivindicaba para que fuese posible la creación independiente están más que cubiertas por los vinos Rubicón.