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jueves, 5 de noviembre de 2015

LA INFANCIA DE LAS PALABRAS (Poesía, memoria y olvido)

                                                                                                                  MIGUEL FLORIÁN
Los Arqueólogos, de G. Chirico
Memoria y conciencia
El hombre es un animal que recuerda en exceso aseguró Nietzsche -¡él que hiciera suya la desmesura del eterno retorno de lo idéntico…! La memoria, de agigantarse, nos detiene en el pasado, disipándose el presente hasta reducirse a un simulacro de lo vivido. La hipertrofia del recuerdo conduce al entumeci­miento, a una quietud que aproxima el alma a la rigidez de la piedra. La evocación fiel y precisa amenaza el libre desenvolvimiento del devenir. Pero si ese exceso de memoria resulta nocivo lo es asimismo su defecto, porque el ser humano se constituye de olvido, y de recuerdo.

La capacidad de retener información no sólo es humana: cuanto existe, existe porque recuerda. El astro que, monótono, se sostiene en su órbita, las partículas imperceptibles que armoniosamente se ordenan en el cristal; todo parece someterse a un principio estructurador que se asienta en la repetición. El zigoto porta ya, ínsito, toda la información oportuna para el desarrollo espacioso de unas estructuras innatas que, al desplegarse, conformarán el animal adulto. La mor­fogénesis humana se somete a un proceso semejante. Es sorpren­dente -y terrible- darse cuenta de cómo en la naturaleza se dispersan principios organizativos, principios germinales (los spermata de Anaxágoras, los eîdos platónicos) que, a modo de moldes intangibles confieren orden y forma a la materia amorfa.

jueves, 29 de octubre de 2015

Hortal de palabras para la Edad del Olvido

Mnemosyne. Dante G. Rossetti

Animal memorioso

Ortega dejó escrito que lo que nos distingue de las bestias no es la inteligencia, sino la memoria: el humano es, sobre todo, un “animal memorioso”. Gracias a los ecos y reminiscencias de la memoria, lo que acontece o aconteció en el pasado revive en la presencia del espíritu. La memoria añade un “aura simbólica” a lo sentido y hace del tiempo horizonte  humano: el hombre debe a su facultad de recordar el vivir no sólo en medio de objetos estimulantes, sino también con entidades significantes.

Desde siempre, ese reino de la representación, recordada por imaginada, es fuente de lo extraordinario donde anida lo maravilloso: los viejos relatos sobre la creación y el destino, el bien y el mal. 

No sólo recordamos la vigilia, sino aún las realidades soñadas, así como llegamos a adoptar como propias creencias, mitos y fantasías, cuando construimos nuestra identidad personal más permanente y profunda.

La memoria no pertenece sólo al mundo de los hechos, sino también al de las invenciones humanas. Así como mediante la historia el grupo conquista su pasado colectivo, asimismo mediante la memoria el individuo conquista su identidad según la configura su pasado individual (I. Gómez de Liaño. El idioma de la imaginación, 37s.). 
Fácilmente, si el presente se vacía y el futuro se encoge, acuden los recuerdos en auxilio del tiempo, para plenificarlo. Nos sucede en la vejez. Olvidamos donde hemos dejado las gafas, pero recordamos con asombroso relieve y nitidez lo que pasó hace más de medio siglo. Pero el humano comparte la memoria con otros seres, como una función general de toda materia orgánica (E. Hering): Principio de conservación en el mutable acaecer orgánico. Memoria y herencia, dos aspectos de una misma función vital, función de representación y comunicación: Todo animal conserva información en cada célula y la transmite en una memoria genética en que se recapitula[1] la evolución de su estirpe y, en cierto sentido, el proceso de nacimiento y desarrollo  del universo del que procede hasta su existencia como entidad particular.

sábado, 6 de diciembre de 2014

NUESTRO CEREBRO PIERDE MÚSCULO





NUESTRO CEREBRO PIERDE MÚSCULO

 Traducción e interpretación Ana Azanza

Es lo que están diciendo algunos psicólogos y estudiosos de los efectos que podrían tener las nuevas tecnologías a largo plazo sobre nuestro cerebro. Todo está en google o en la agenda electrónica, para orientarnos ya no hemos de fijarnos en la corteza de los árboles o en las estrellas, miramos el GPS. ¿Las tabletas, móviles  y ordenadores están contribuyendo poco a poco a vaciarnos el cerebro?

Bernard Werber es un novelista de moda que ha contraído una enfermedad del tipo “adicción sin droga”, es ciberdependiente. “Compro todo lo que sale, ordenadores, juegos de vídeo, aplicaciones.

domingo, 16 de noviembre de 2014

MEMORIA SANA VS MEMORIA TRAUMÁTICA



Escrito por Ana Azanza

Boris Cyrulnik (Burdeos 1937) es un psicólogo, psicoanalista y neuropsiquiatra, profesor en la facultad de medicina de Toulon. Pero quizás lo más destacable de su curriculum sea la razón biográfica por la cual eligió esta dedicación profesional en la que ha cosechado éxito y popularidad. En uno de sus últimos libros “Je m’en souviens” narra su infancia de la que ya había dado algunas pinceladas en “Biografía de un espantapájaros”. Cyrulnik fue un niño judío de la Francia ocupada que a los 8 años se vio solo en el mundo, pues la Gestapo detuvo a sus padres. Ambos morirían en el campo de concentración.

miércoles, 29 de mayo de 2013

AUTOBIOGRAFIA E INTERSUBJETIVIDAD










Muy interesante libro del psicoanalista y neurólogo Boris Cyrulnik sobre cómo funciona la memoria, fundamento de la identidad personal. Cyrulnik ha experimentado que la memoria construye, no sólo archiva. Que trabaja, rehace, borra y reescribe en función de la propia vida para lograr un relato coherente. El psicoanalista y neurólogo ha trabajado sobre su propia experiencia como niño judío en la guerra mundial.   Cyrulnik tenia recuerdos de su infancia y pensaba que correspondían firmemente a la realidad de los hechos que había vivido. Pero cuando fue a reconocer los lugares, como la sinagoga de Burdeos, y las personas, la enfermera que lo salvó, se dio cuenta de que su memoria había cambiado ciertas cosas. La memoria transformó involuntariamente, pero reforzando las imágenes en el sentido de la vivencia que los hechos vividos supusieron para él. No es que la memoria engañe, sino que “trabaja” a favor de la coherencia del relato de nuestra vida.

No podemos ni debemos “adaptarnos” a una realidad sin sentido, como pudo ser la persecución sufrida por los judíos en la guerra.

jueves, 23 de agosto de 2012

Miserias del nominalismo


La destrucción del ideal tiene consecuencias

“El todo es superior a la suma de las partes”. El viejo enunciado aristotélico servía para legitimar la superior nobleza y rango de lo universal sobre lo particular. A fin de cuentas, puede que a mi querida podenca Nela sólo le queden unos años de vida, ya ha cumplido diez. Luego, su cuerpo se desintegrará bajo el granado, donde la enterraré, pero su recuerdo me acompañará para siempre y su “perreidad”, que contiene entre sus notas un tipo de lealtad y afecto muy especial, perruno, propio de los canes, sobrevivirá a mi Nela, en su hija Nana, por ejemplo, aunque en ella se exprese de otro modo.

Para Richard M. Weaver (Las ideas tienen consecuencias, Chicago, 1948), la derrota del “realismo lógico” en el gran debate medieval resultó ser el acontecimiento decisivo en la historia de la cultura occidental y la fuente que ha conducido a la decadencia actual. Weaver, gran maestro de retórica, fue un ideólogo conservador (algunos le consideraron un izquierdista conservador), y un neoplatónico que ataca con argumentos limitados y algo miopes la calidad musical del jazz o la pertinencia del feminismo, al que considera antinatural. No obstante, filosóficamente hablando, su ataque al nominalismo es tan radical como perspicaz, y por ello tuvo un eco muy amplio. La experiencia de las dos guerras mundiales justifica también su punto de vista sobre el desastre de la cultura moderna en el famoso ensayo antes citado.

Como se sabe, la “ominosa” doctrina del nominalismo niega que los universales tengan ningún tipo de existencia real (no existe la humanidad, ni la caballerosidad, ni la igualdad, tampoco la justicia ni la verdad en sí…). El nominalismo reduce los universales a simples nombres y se alía tempranamente con el empirismo que afirma “no hay más cera que la que arde” ni más realidad que la sensorialmente experimentable.

Para Weaver, un nominalista no es capaz de alejarse lo suficiente de los árboles como para ver el bosque y, lo que es peor, resulta inútil para elevarse más allá de lo que hay hasta lo que debe haber: no puede imponerse la trascendencia de un ideal que niega, y es esto precisamente, el afán de trascendencia, lo que dota de una especial dignidad a nuestra raza.

La cuestión clave es si existe una fuente de lo verdadero por encima del humano e independientemente de su voluntad. La creencia en los universales impone naturalmente una nota de humildad y limitación a la perspectiva humana. El rechazo de los universales –de las grandes ideas y valores- supone el rechazo de toda experiencia trascendental y de toda verdad objetiva. Y una vez se ha rechazado la verdad objetiva, ya no hay modo de librarse del relativismo del “hombre, medida de todas las cosas”.

Una consecuencia lamentable del nominalismo en el plano metafísico, es la sustitución del ser por la función. No importa la misteriosa existencia del mundo, de los astros y de la vida, lo que importa es cómo funciona esa máquina. Nominalismo y mecanicismo se dan por tanto la mano. El conocimiento del funcionamiento nos ofrece un método de dominación. Así, la razón funcional es también “razón instrumental” y el idealismo de Weaver se acerca aquí al criticismo de la Escuela de Francfurt que desconfía de la reducción del homo sapiens a homo faber.

Decaídos los universales y los ideales trascendentes, reducido el sujeto humano a individuo, despojado de su humanidad, ajustado a su papel de sujeto ávido de consumir o acumular enseres, el conductismo psicológico (hijo bastardo del nominalismo) negará la voluntad y el  libre albedrío.
La pura práctica, ayuna de teoría, aboca al materialismo y deja sin fundamento cualquier tipo de autoridad. Si sólo existen los individuos, ¿por qué una opinión valdrá más o menos que otra?

En la educación, la crisis de los universales no sólo destruye la autoridad del maestro, sino que supone un atentado contra la definición y contra la memoria de la definición. ¿No consiste la educación, sobre todo, en aprender a llamar las cosas por su nombre, en aprender a nombrar correctamente? Flaquea la fe en el lenguaje, de modo que pronto los gemidos, los gritos y los aullidos se vuelven más interesantes –y desde luego mucho más excitantes- que el lenguaje articulado. Tal vez le sigamos por un tiempo llamando “amor”, pero desde un horizonte desidealizado (Marcuse diría "desublimado"), sólo podemos estar hablando de prácticas sexuales.
La rebaja del nivel de abstracción supone un empobrecimiento del simbolismo y de la comunicación, por mucho que ésta circule por canales tecnológicos cada vez más sofisticados. Y es que los sentimientos sin metafísica no valen nada, y las emociones sin ideas que las modulen resultan destructivas. Las cosas en general no son verdaderas, y los actos no son justos mientras no concuerden con un ideal conceptual, con un paradigma abstracto.

La incapacidad para la abstracción, en el plano moral, lleva necesariamente al egoísmo individualista. Si uno es incapaz de reconocer la humanidad allá donde se expresa, no habrá más criterio de decisión que la propia gana, el gusto y el capricho de cada quisque, el otro no es más que una cosa, un objeto, como un "tío", un "pisha" o un "tronco". De ahí “la impotencia moral del empirismo” que acaba privando al ser humano del derecho inalienable a la libertad y a la responsabilidad que se sigue de ella. Pues si elijo y actúo por ideas propias, debo responder de lo que hago. Si no existe más que la experiencia sensorial, somos hijos de ella, esclavos de las circunstancias; sólo es real el aquí y ahora y la mente humana involucionará sin remedio hacia la animalidad.

El Estado providencia y la psicología del niño malcriado

Además, “no puede ser sana una sociedad que dice a sus miembros que no hace falta que piensen en el mañana porque el Estado ya se encargará de garantizarles su futuro”. La providencia del Estado impide que el ciudadano se vuelva previsor desarrollando con ello su valía personal. La desmemoria del ciudadano, su inconsciencia histórica, lo desvincula de la tradición, convirtiéndolo en un nuevo bárbaro. Su psicología, la psicología de las masas urbanas, es la del niño malcriado. La publicidad y la propaganda les han inculcado que no hay nada que no pueda saber, que no hay nada que no pueda poseer, que basta reclamar y quejarse para obtener lo que se le antoje en el “imperio del deseo”.

Al niño malcriado no se le ha entrenado para comprender la relación entre esfuerzo y recompensa, sino que se le ha adiestrado para la relación deseo-acción consumidora. Se le ha hecho creer que el progreso es automático y no requiere afrontar obstáculos, sino sólo de investigación e innovación incesantes, y que la felicidad es un derecho, no un logro. Las cosas serían distintas si se creyera en un horizonte espiritual, pero como, al eliminar el mundo de las ideas -como vio muy bien Nietzsche-, no queda más que el mundo de las apariencias, el niño malcriado no está preparado para diferir la satisfacción de sus deseos (principio de la buena educación, asociado a las virtudes de la espera). 

Según Weaver, la desilusión y el sufrimiento ante los obstáculos fue precisamente lo que alimentó la psicosis de masas del fascismo (él mismo contribuyó a la causa republicana en la guerra civil española). Al no conseguir la felicidad publicitada como un derecho, el niño malcriado sospecha la intervención de una mano maligna. Nadie le ha dicho que la formación de un hombre depende de la disciplina y que son precisamente las exigencias las que nos obligan a crecer, más que las satisfaciones. Con el Romanticismo los libros de texto renegaron de las ideas de deber. 

“El ciudadano actualmente es hijo de unos padres indulgentes que satisfacen todos sus caprichos e inflan el ego hasta incapacitarlo para cualquier forma de lucha”

A juicio de Weaver, esta psicología del niño malcriado es una consecuencia de la sustitución del modo de vida rural por el modo de vida urbanita y desarraigado que hace desaparecer cualquier pudor rusticus ante el misterio de la creación. La vida burguesa favorece el aislamiento individualista y desprecia y hostiga a filósofos, poetas y místicos, a esos “salvajes eremitas que insisten en desplegar ante los ojos el tema de la fragilidad del hombre”. La impostada autosuficiencia del burgués reduce su tendencia a relacionarse con otros. Como es incapaz de concebir algo más grande que él mismo desprecia el mérito de ponerse al servicio de una causa común. Así, la ciudad esteriliza. La ciudad le protege y la ciencia le da de comer, por lo tanto ya no siente el trabajo como la mejor terapia ni como algo sagrado. Para Weaber, el culto a la comodidad, la obsesión de la facilidad son infalibles síntomas de decadencia. ¡Los atenienses asistían a sus tragedias sentados en piedras al aire libre! Pero tampoco queda ya sensibilidad para la tragedia.

Restauración metafísica

Las grandes ideas arquitectónicas no nacen del amor a la comodidad. Para Weaver, el camino hacia la comodidad y la mediocridad quedó expedito cuando la Edad Media abandonó la moral de Platón para adoptar la de Aristóteles. Las consideraciones mundanas y utilitaristas revocaron el esfuerzo aristocrático por encarnar los ideales y extendieron el odio hacia cualquier tipo de superioridad y distinción personal.

En su descalificación del progresismo, Weaver resulta tan tradicionalista como postmoderno. Afirma que la teoría progresista de la historia, que enseña que el punto más cercano en el tiempo es también el de mayor desarrollo, supone el abandono radical de la capacidad de análisis. Al tratar de hallar nuevas fuentes de disciplina, el autor propone:

1. Distinguir nítidamente lo material y lo trascendental. Las apariencias no dan cuenta de la realidad y el empirismo es moralmente impotente. Las cosas no son verdaderas y no son justos los actos en tanto no concuerden con un ideal conceptual. Por otra parte, el economicismo es una especie de materialismo ciego, pues las causas económicas se definen precisamente por tener siempre otras causas. Muchas veces morales -añadiría yo-; piénsese, si no, en el papel de la avaricia de constructores, administraciones y bancos en la crisis financiera actual.

2. Restaurar el poder y autoridad de la palabra, la presencia de lo divino en el lenguaje, la mediación ideal del logos, el relieve simbólico de las buenas formas, títulos, grados y honores:

“El hombre necesita tanto la función poética del lenguaje como los recursos lógicos de la palabra, por tanto requiere formarse por partida doble. Por un lado, ha de estudiar literatura y retórica, por otro, lógica y dialéctica”

Por eso resulta imprescindible el estudio de la dialéctica socrática con su fe en la predicación, pues la dialéctica ofrece al estudiante la posibilidad de entrenarse en la forja de las definiciones.

3. Piedad y justicia. La modernidad contra la que arremete Weaver adopta una actitud despiadada, parricida, frente a la naturaleza y la historia. No es casual –escribe- que al emprender el análisis de la piedad y la impiedad, Platón escogiera como interlocutor a un joven realmente aficionado al parricidio (Eutifrón). La conclusión a la que se llega en ese diálogo es que la piedad, que consiste en cooperar con los dioses en el orden por ellos instaurado, se integra en el más amplio concepto de justicia.

Cuando el humano cree que las cosas no creadas por él no tienen derecho a existir y siente la naturaleza como un mero instrumento de sus ambiciones al que puede vencer, imponiéndose a ella por los medios más truculentos, adopta una actitud impía, que consiste en violentar la creencia en que la creación o la naturaleza sea fundamentalmente buena, que la razón última de sus leyes es un misterio, y que el desafiante desprecio que le testimoniamos y ensalzan los periódicos es un acto de subversión del cosmos. “Huelga decir que para aceptar que éste sea el caso se necesita hacer gala de un poco de humildad”. Por eso

“la piedad es disciplina de la voluntad ejercida mediante el respeto. Contempla el derecho a la existencia de entes superiores al ego y de cosas distintas de él [sobre todo, otras personas]”.

Manosear las piezas de una máquina cuyo diseño y finalidad última desconocemos, la naturaleza o sustancia del mundo, produce consecuencias funestas. Imponerse al orden natural de la vida tiene un precio incalculable, como esa neurosis de ansiedad que nos ha traído la hipervelocidad de los medios de transporte. La obsesión por reconstruir la naturaleza es un capricho de adolescentes, delata inmadurez. Sin embargo, ni la inmersión total en la naturaleza ni la total abstracción de ella son un camino seguro.

Por otra parte, está la naturaleza de los otros. Mientras no aceptemos que la personalidad se origina en una realidad que no agota nuestra inteligencia, será difícil que renunciemos al parricidio o al fratricidio. La verdadera tolerancia renuncia al narcisismo.

4. Superar la amnesia colectiva y recuperar el sentido histórico. La conciencia del pasado es un antídoto contra el egoísmo y el optimismo superficial. La forma más vehemente de moderna impiedad anida en el desprecio al pasado. Se observa la historia como la naturaleza: como una herencia inoportuna y con la misma determinación se lucha para librarse de ambas. Sin embargo, nuestra existencia depende del universo que nos rodea, y el pasado, así como la tradición, forman también parte de ese universo, del mismo modo que el universo parece depender de algo más.

Pero la restauración del ideal, de la autoridad racional y de la autodisciplina tienen su precio: Renunciar al fetiche de la prosperidad material, a la seducción de la comodidad, a la obtención de satisfacción sin merecimiento; aceptar la carga del deber aún antes de hablar de libertad y de las obligaciones antes que de los derechos… Estas cosas no son fáciles de asumir y todas ellas requieren profundas transformaciones psicológicas y metafísicas.