La destrucción del ideal tiene consecuencias
“El todo es superior a la suma de las partes”. El viejo
enunciado aristotélico servía para legitimar la superior nobleza y rango de lo
universal sobre lo particular. A fin de cuentas, puede que a mi querida podenca
Nela sólo le queden unos años de vida, ya ha cumplido diez. Luego, su cuerpo se
desintegrará bajo el granado, donde la enterraré, pero su recuerdo me
acompañará para siempre y su “perreidad”, que contiene entre sus notas un tipo
de lealtad y afecto muy especial, perruno, propio de los canes, sobrevivirá a
mi Nela, en su hija Nana, por ejemplo, aunque en ella se exprese de otro modo.
Para
Richard M. Weaver (
Las
ideas tienen consecuencias, Chicago, 1948), la derrota del “realismo lógico”
en el gran debate medieval resultó ser el acontecimiento decisivo en la
historia de la cultura occidental y la fuente que ha conducido a la decadencia
actual. Weaver, gran maestro de retórica, fue un ideólogo conservador (algunos le consideraron un izquierdista conservador), y un neoplatónico que ataca con argumentos limitados y
algo miopes la calidad musical del jazz o la pertinencia del feminismo, al que considera antinatural. No obstante, filosóficamente hablando, su ataque al nominalismo es tan radical como perspicaz, y por ello tuvo un eco muy amplio. La experiencia de las dos guerras mundiales justifica también su punto de vista
sobre el desastre de la cultura moderna en el famoso ensayo antes citado.
Como se sabe, la “ominosa” doctrina del nominalismo niega
que los universales tengan ningún tipo de existencia real (no existe la
humanidad, ni la caballerosidad, ni la igualdad, tampoco la justicia ni la verdad
en sí…). El nominalismo reduce los universales a simples nombres y se alía tempranamente con el empirismo
que afirma “no hay más cera que la que arde” ni más realidad que la sensorialmente experimentable.
Para Weaver, un nominalista no es capaz de alejarse lo
suficiente de los árboles como para ver el bosque y, lo que es peor, resulta inútil para elevarse más allá de lo que hay hasta lo que debe haber: no puede
imponerse la trascendencia de un ideal que niega, y es esto precisamente, el afán de trascendencia, lo que
dota de una especial dignidad a nuestra raza.
La cuestión clave es si existe una fuente de lo verdadero
por encima del humano e independientemente de su voluntad. La creencia en los
universales impone naturalmente una nota de humildad y limitación a la
perspectiva humana. El rechazo de los universales –de las grandes ideas y
valores- supone el rechazo de toda experiencia trascendental y de toda verdad
objetiva. Y una vez se ha rechazado la verdad objetiva, ya no hay modo de
librarse del relativismo del “hombre, medida de todas las cosas”.
Una consecuencia lamentable del nominalismo en el plano
metafísico, es la sustitución del ser por la función. No importa la misteriosa
existencia del mundo, de los astros y de la vida, lo que importa es cómo
funciona esa máquina. Nominalismo y mecanicismo se dan por tanto la mano. El conocimiento
del funcionamiento nos ofrece un método de dominación. Así, la razón funcional
es también “razón instrumental” y el idealismo de Weaver se acerca aquí al
criticismo de la Escuela de Francfurt que desconfía de la reducción del homo
sapiens a homo faber.
Decaídos los universales y los ideales trascendentes,
reducido el sujeto humano a individuo, despojado de su humanidad, ajustado a su
papel de sujeto ávido de consumir o acumular enseres, el conductismo
psicológico (hijo bastardo del nominalismo) negará la voluntad y el libre albedrío.
La pura práctica, ayuna de teoría, aboca al materialismo y
deja sin fundamento cualquier tipo de autoridad. Si sólo existen los
individuos, ¿por qué una opinión valdrá más o menos que otra?
En la educación, la crisis de los universales no sólo
destruye la autoridad del maestro, sino que supone un atentado contra la
definición y contra la memoria de la definición. ¿No consiste la educación,
sobre todo, en aprender a llamar las cosas por su nombre, en aprender a nombrar
correctamente? Flaquea la fe en el lenguaje, de modo que pronto los gemidos,
los gritos y los aullidos se vuelven más interesantes –y desde luego mucho más
excitantes- que el lenguaje articulado. Tal vez le sigamos por un tiempo
llamando “amor”, pero desde un horizonte desidealizado (Marcuse diría "desublimado"), sólo podemos estar hablando de prácticas sexuales.
La rebaja del nivel de abstracción supone un empobrecimiento
del simbolismo y de la comunicación, por mucho que ésta circule por canales
tecnológicos cada vez más sofisticados. Y es que los sentimientos sin
metafísica no valen nada, y las emociones sin ideas que las modulen resultan destructivas. Las cosas en general no son verdaderas, y los actos no son justos
mientras no concuerden con un ideal conceptual, con un paradigma abstracto.
La incapacidad para la abstracción, en el plano moral, lleva
necesariamente al egoísmo individualista. Si uno es incapaz de reconocer la
humanidad allá donde se expresa, no habrá más criterio de decisión que la
propia gana, el gusto y el capricho de cada quisque, el otro no es más que una cosa, un objeto, como un "tío", un "pisha" o un "tronco". De ahí “la impotencia
moral del empirismo” que acaba privando al ser humano del derecho inalienable a
la libertad y a la responsabilidad que se sigue de ella. Pues si elijo y actúo por ideas propias, debo responder de lo que hago. Si no existe más que la
experiencia sensorial, somos hijos de ella, esclavos de las circunstancias; sólo es real el aquí y ahora y la mente humana involucionará sin remedio hacia
la animalidad.
El Estado providencia y la psicología del niño malcriado
Además, “no puede ser sana una sociedad que dice a sus
miembros que no hace falta que piensen en el mañana porque el Estado ya se
encargará de garantizarles su futuro”. La providencia del Estado impide que el
ciudadano se vuelva previsor desarrollando con ello su valía personal. La
desmemoria del ciudadano, su inconsciencia histórica, lo desvincula de la
tradición, convirtiéndolo en un nuevo bárbaro. Su psicología, la psicología de
las masas urbanas, es la del niño malcriado. La publicidad y la propaganda les han
inculcado que no hay nada que no pueda saber, que no hay nada que no pueda
poseer, que basta reclamar y quejarse para obtener lo que se le antoje en el “imperio
del deseo”.
Al niño malcriado no se le ha entrenado para comprender la
relación entre esfuerzo y recompensa, sino que se le ha adiestrado para la relación deseo-acción consumidora. Se le ha hecho
creer que el progreso es automático y no requiere afrontar obstáculos, sino sólo de investigación e innovación incesantes, y que la felicidad es un derecho, no
un logro. Las cosas serían distintas si se creyera en un horizonte espiritual,
pero como, al eliminar el mundo de las ideas -como vio muy bien Nietzsche-, no queda más que el mundo de las
apariencias, el niño malcriado no está preparado para diferir la satisfacción
de sus deseos (principio de la buena educación, asociado a las virtudes de la
espera).
Según Weaver, la desilusión y el sufrimiento ante los obstáculos fue
precisamente lo que alimentó la psicosis de masas del fascismo (él mismo contribuyó a la causa republicana en la guerra civil española). Al no conseguir
la felicidad publicitada como un derecho, el niño malcriado sospecha la
intervención de una mano maligna. Nadie le ha dicho que la formación de un
hombre depende de la disciplina y que son precisamente las exigencias las que
nos obligan a crecer, más que las satisfaciones. Con el Romanticismo los libros
de texto renegaron de las ideas de deber.
“El ciudadano actualmente es hijo de
unos padres indulgentes que satisfacen todos sus caprichos e inflan el ego
hasta incapacitarlo para cualquier forma de lucha”
A juicio de Weaver, esta psicología del niño malcriado es
una consecuencia de la sustitución del modo de vida rural por el modo de vida
urbanita y desarraigado que hace desaparecer cualquier pudor rusticus ante el
misterio de la creación. La vida burguesa favorece el aislamiento
individualista y desprecia y hostiga a filósofos, poetas y místicos, a esos “salvajes
eremitas que insisten en desplegar ante los ojos el tema de la fragilidad del
hombre”. La impostada autosuficiencia del burgués reduce su tendencia a
relacionarse con otros. Como es incapaz de concebir algo más grande que él
mismo desprecia el mérito de ponerse al servicio de una causa común. Así, la
ciudad esteriliza. La ciudad le protege y la ciencia le da de comer, por lo
tanto ya no siente el trabajo como la mejor terapia ni como algo sagrado. Para Weaber, el culto a la
comodidad, la obsesión de la facilidad son infalibles síntomas de
decadencia. ¡Los atenienses asistían a sus tragedias sentados en piedras al
aire libre! Pero tampoco queda ya sensibilidad para la tragedia.
Restauración metafísica
Las grandes ideas arquitectónicas no nacen del amor a la
comodidad. Para Weaver, el camino hacia la comodidad y la mediocridad quedó
expedito cuando la Edad Media abandonó la moral de Platón para adoptar la de
Aristóteles. Las consideraciones mundanas y utilitaristas revocaron el esfuerzo
aristocrático por encarnar los ideales y extendieron el odio hacia cualquier
tipo de superioridad y distinción personal.
En su descalificación del progresismo, Weaver resulta tan tradicionalista como postmoderno.
Afirma que la teoría progresista de la historia, que enseña que el punto más
cercano en el tiempo es también el de mayor desarrollo, supone el abandono
radical de la capacidad de análisis. Al tratar de hallar nuevas fuentes de
disciplina, el autor propone:
1. Distinguir nítidamente lo material y lo trascendental.
Las apariencias no dan cuenta de la realidad y el empirismo es moralmente
impotente. Las cosas no son verdaderas y no son justos los actos en tanto no
concuerden con un ideal conceptual. Por otra parte, el economicismo es una
especie de materialismo ciego, pues las causas económicas se definen
precisamente por tener siempre otras causas. Muchas veces morales -añadiría yo-; piénsese, si no, en el papel de la avaricia de constructores, administraciones y bancos en la crisis financiera actual.
2. Restaurar el poder y autoridad de la palabra, la presencia de lo
divino en el lenguaje, la mediación ideal del logos, el relieve simbólico de
las buenas formas, títulos, grados y honores:
“El hombre necesita tanto la función poética del lenguaje
como los recursos lógicos de la palabra, por tanto requiere formarse por
partida doble. Por un lado, ha de estudiar literatura y retórica, por otro,
lógica y dialéctica”
Por eso resulta imprescindible el estudio de la dialéctica
socrática con su fe en la predicación, pues la dialéctica ofrece al estudiante
la posibilidad de entrenarse en la forja de las definiciones.
3. Piedad y justicia. La modernidad contra la que arremete
Weaver adopta una actitud despiadada, parricida, frente a la naturaleza y la historia. No es
casual –escribe- que al emprender el análisis de la piedad y la impiedad, Platón
escogiera como interlocutor a un joven realmente aficionado al parricidio (Eutifrón). La conclusión a la que se
llega en ese diálogo es que la piedad, que consiste en cooperar con los dioses
en el orden por ellos instaurado, se integra en el más amplio concepto de
justicia.
Cuando el humano cree que las cosas no creadas por él no
tienen derecho a existir y siente la naturaleza como un mero instrumento de sus
ambiciones al que puede vencer, imponiéndose a ella por los medios más
truculentos, adopta una actitud impía,
que consiste en violentar la creencia en que la creación o la naturaleza sea
fundamentalmente buena, que la razón última de sus leyes es un misterio, y que
el desafiante desprecio que le testimoniamos y ensalzan los periódicos es un
acto de subversión del cosmos. “Huelga decir que para aceptar que éste sea el
caso se necesita hacer gala de un poco de humildad”. Por eso
“la piedad es disciplina de la voluntad ejercida mediante el
respeto. Contempla el derecho a la existencia de entes superiores al ego y de
cosas distintas de él [sobre todo, otras personas]”.
Manosear las piezas de una máquina cuyo diseño y finalidad
última desconocemos, la naturaleza o sustancia del mundo, produce consecuencias
funestas. Imponerse al orden natural de la vida tiene un precio incalculable,
como esa neurosis de ansiedad que nos ha traído la hipervelocidad de los medios
de transporte. La obsesión por reconstruir la naturaleza es un capricho de
adolescentes, delata inmadurez. Sin embargo, ni la inmersión total en la naturaleza ni la total
abstracción de ella son un camino seguro.
Por otra parte, está la naturaleza de los otros. Mientras no
aceptemos que la personalidad se origina en una realidad que no agota nuestra
inteligencia, será difícil que renunciemos al parricidio o al fratricidio. La verdadera tolerancia renuncia al narcisismo.
4. Superar la amnesia colectiva y recuperar el sentido
histórico. La conciencia del pasado es un antídoto contra el egoísmo y el
optimismo superficial. La forma más vehemente de moderna impiedad anida en el desprecio al pasado. Se observa la historia como la naturaleza: como una
herencia inoportuna y con la misma determinación se lucha para librarse de
ambas. Sin embargo, nuestra existencia depende del universo que nos rodea, y el
pasado, así como la tradición, forman también parte de ese universo, del mismo
modo que el universo parece depender de algo más.
Pero la restauración del ideal, de la autoridad racional y de la autodisciplina tienen su
precio: Renunciar al fetiche de la prosperidad material, a la seducción de la
comodidad, a la obtención de satisfacción sin merecimiento; aceptar la carga del
deber aún antes de hablar de libertad y de las obligaciones antes que de los derechos… Estas cosas no son fáciles de asumir y
todas ellas requieren profundas transformaciones psicológicas y metafísicas.